jueves, 8 de junio de 2017

¿ES INMORTAL EL ALMA? ¿CÓMO SE PRUEBA?


La ausencia de toda creencia en la vida futura es el camino cerrado a toda virtud, a todo heroísmo, a toda abnegación.

Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
Pregunta:

Querido padre: respecto del ‘alma’, que fue insuflada por Dios al hombre, se escucha casi siempre, decir que el alma es inmortal. Cuando estudié en la escuela de formación cristiana, hace algo más de 10 años, la profesora de religión que tuve, nos preguntó al respecto: ¿el alma, es inmortal? Nos quedamos unos instantes pensativos, y yo le respondí que no, que el alma nunca muere, porque el único inmortal, es Dios, ya que nos dijo que algo que nunca muere, no quiere decir que sea inmortal. Lo es, sólo por la voluntad del Creador. Quisiera que me disipara la cuasi-duda, si estoy en lo correcto, o no. (Decir que no es inmortal, sino que nunca muere, ya que la creó el Todopoderoso.)

Respuesta:

Estimado:
Sobre la inmortalidad del alma le envío las páginas realmente claras de Hillaire, en ‘La Religión demostrada’

La Inmortalidad del alma

1. El alma del hombre, ¿es inmortal?
Sí, el alma del hombre no dejará jamás de existir. Todo lo prueba de una manera evidente:
La naturaleza del alma.
Las aspiraciones y los deseos del hombre.
Las perfecciones de Dios.
La creencia de todos los pueblos.
Las consecuencias funestas que resultarían de la negación
de esta verdad fundamental.

2. ¿Cómo se prueba por la naturaleza del alma que es inmortal?
Un ser es naturalmente inmortal cuando es incorruptible y puede vivir y obrar independientemente de otro. Ahora bien, el alma es incorruptible, porque es simple, indivisible; puede vivir y obrar independientemente del cuerpo, porque es un espíritu; luego, es inmortal por naturaleza. Un espíritu no puede morir.

Si nuestra alma debiera perecer, sería:
o por encerrar en sí misma principios de corrupción;
o por no tener otra razón de existir que dar la vida al cuerpo;
o, finalmente, por aniquilarla Dios. Pues bien, ninguna de estas tres hipótesis puede ser admitida.

Nuestra alma es incorruptible, es decir, que no encierra en sí ningún principio de disolución y de muerte. ¿Qué es la muerte? La muerte es la descomposición, la separación de las partes de un ser. Es así que el alma no tiene partes, pues es simple e indivisible; luego no puede descomponerse, disolverse o morir.

La vida del alma no depende de la vida del cuerpo, de donde se sigue que, en virtud de su propia naturaleza, nuestra alma sobrevive al cuerpo. La vida de los sentidos, única que poseen los animales, no puede ejercerse sino mediante el cuerpo: por eso el alma de los animales, muerto el cuerpo, es incapaz de ejercer función alguna; porque esta clase de alma, que es substancia imperfecta, en cuanto substancia, muere con el cuerpo.

Mas no acontece lo mismo con el alma del hombre. Hemos demostrado ya que es espiritual, es decir, que posee una vida, la vida de la inteligencia, que es completamente independiente de nuestros órganos corporales, en sus operaciones, y en su principio. Esta vida no cesa, pues en el momento de la muerte, en virtud de su naturaleza espiritual, nuestra alma sobrevive al cuerpo.
Por lo demás, las aspiraciones de nuestra alma hacia la plena posesión de la verdad, hacia la felicidad de la vida sin fin, cuya sombra solamente tenemos aquí, no podrían existir en ella, si no fuera por la naturaleza inmortal. Es lo que prueba la pregunta siguiente.

Ningún ser puede aniquilar el alma, excepto Dios; pero no lo hará, como lo probaremos Inmediatamente. Luego, el alma es inmortal, no por favor o privilegio, sino porque tiene en su naturaleza espiritual los principios de una vida inmutable.

3. Los deseos y las aspiraciones del alma, ¿prueban que es inmortal?

Sí, el deseo natural e irresistible que tenemos de una felicidad perfecta y de una vida sin fin prueba la inmortalidad del alma; porque este deseo no puede ser satisfecho en la vida presente y, por lo mismo, debe ser satisfecho en la vida futura; si no, Dios, autor de nuestra naturaleza, se habría burlado de nosotros, dándonos aspiraciones y deseos siempre defraudados, nunca satisfechos; lo que no puede ser.

Si el deseo de la felicidad no debiera ser satisfecho, Dios no lo hubiera puesto en nosotros.

Todo hombre que penetre en su corazón encontrará en él un inmenso deseo de felicidad. Este deseo no es un efecto de su imaginación, pues no es él quien se lo ha dado, y no está en su poder desecharlo. Este deseo no es una cosa individual, pues todos los hombres, en todos los climas y en todas las condiciones, lo han experimentado y lo experimentan diariamente. Esta aspiración brota, pues, del fondo de nuestro ser y se identifica con él. La felicidad es la
meta señalada por Dios a la naturaleza humana.

Ahora bien, ¿es posible que Dios haya puesto en nosotros un deseo tan ardiente, que no podamos satisfacer? ¿Nos ha creado para la felicidad, y nos ha puesto en la imposibilidad de conseguirla? Evidentemente, no; que en ese caso Dios no sería el Dios de verdad. Dios no engaña el instinto de un insecto, ¿y engañaría el deseo que ha infundido en nuestra alma? Luego es necesario que, tarde o temprano, el hombre logre una felicidad perfecta, si él por propia culpa, no se opone a ello.

Pero esta felicidad perfecta no se halla en la tierra: nada en esta vida puede satisfacer nuestros deseos; todos los bienes finitos no pueden llenar el vacío de nuestro corazón: ciencia, fortuna, honor, satisfacciones de todas clases, caen en él, como en un abismo sin fondo, que se ensancha sin cesar. ¡Extraña cosa!, los animales, que no tienen idea de una felicidad superior a los bienes sensibles, se contentan con su suerte. Y los hombres, sólo el hombre, busca en vano la dicha, cuya imperiosa necesidad lleva en el alma. Nunca está contento, porque aspira a una bienaventuranza completa y sin fin. Puesto que no es feliz en este mundo, es necesario que halle la felicidad en la vida futura.

Este raciocinio aplícase también a nuestras aspiraciones intelectuales; el hombre tiene sed de verdad y de ciencia; quiere conocerlo todo; nunca puede llenar su deseo de saber. Ha sido creado, pues, para hallar en Dios toda verdad y toda ciencia. A la manera que el cuerpo tiende hacia la tierra, así el alma tiende hacia Dios y hacia la inmortalidad.

4. ¿No podría Dios aniquilar el alma?

Sí, absolutamente hablando, Dios podría aniquilarla en virtud de su omnipotencia; pero no lo hará, porque no la ha creado inmortal por naturaleza para destruirla después. Además de esto, sus atributos divinos, su sabiduría y su justicia a ello se oponen.

El alma no existe necesariamente; Dios la ha creado libremente, y, por lo tanto, podría destruirla con sólo suspender su acción conservadora que no es más que una creación prolongada. Sin embargo, este aniquilamiento requiere nada menos que la intervención de toda la omnipotencia divina. Aniquilar y crear son dos actos que piden igual poder y sólo Dios puede producirlos.

Ahora bien, la ciencia demuestra que nada se destruye en la naturaleza; nada se pierde, todo se transforma. El cuerpo es, evidentemente, menos perfecto que el alma; y el cuerpo no se aniquila, sino que sigue existiendo en sus átomos. ¿Por qué, pues, el alma, la porción más noble de nosotros mismos, sería aniquilada?… Tenemos pleno derecho para suponer que el alma del hombre no es de peor condición que un átomo de materia.

Dios es libre para no crear un ser, esto es indudable; pero una vez que lo ha creado, se debe a sí mismo el tratarlo de acuerdo con la naturaleza que le ha dado. Dios ha dado al alma una naturaleza espiritual y una constitución inmortal; luego El no abrogará esta disposición providencial: Dios se debe a sí mismo el no contradecirse. Además, conforme veremos inmediatamente, los atributos de Dios requieren que el alma sea inmortal.

5. La sabiduría de Dios, ¿demanda que nuestra alma sea inmortal?

Sí; la sabiduría de Dios pide que nuestra alma sea inmortal, porque un legislador sabio debe imponer una sanción a su ley, es decir, debe establecer premios para los que la observan y castigos para los que la violan. Esta sanción de la ley divina debe necesariamente hallarse en esta vida o en la futura.

Pero nosotros no vemos en la vida presente una sanción eficaz de la ley de Dios; por lo tanto es necesario que exista en la vida futura, so pena de decir que Dios es un legislador sin sabiduría.

Dios ha creado al hombre libre, pero no independiente. Todos los seres creados están regidos por leyes conformes a su naturaleza. Los seres inteligentes y libres han recibido de Dios la ley moral para que los dirija hacia su último fin. Esta ley, conocida y promulgada por la conciencia, se resume en dos palabras: hacer el bien y evitar el mal.

Un legislador sabio, cuando impone leyes, debe tomar los medios necesarios para que sean observadas. El único medio eficaz son los premios y los castigos: es lo que se llama sanción de una ley. En la vida presente no vemos una sanción eficaz para la ley de Dios.

¿Dónde estaría? ¿En los remordimientos o ¡en la alegría de la conciencia? Pero los malvados ahogan los remordimientos y la alegría de la conciencia bien poca cosa es comparada con los sufrimientos y las luchas que requiere la virtud.

¿Estaría en el desprecio público, en la estimación de los hombres? ¡Ah!, con demasiada frecuencia vemos que son precisamente los grandes culpables los que gozan de la estima de los hombres, mientras que los justos son el blanco de todas las burlas.

¿Estaría en la justicia humana? No; porque ella no alcanza hasta, los pensamientos y deseos, fuentes del mal; no tiene recompensas para la virtud; no puede descubrir todos los crímenes: ella puede ser burlada por la habilidad, comprada por el dinero, intimidada por el miedo; y si, a veces, vindica los derechos de los hombres, no vindica los derechos de Dios.

Fuera de eso, ¿cuál sería en este mundo la recompensa de aquel que muere en el acto mismo del sacrificio, como el soldado sobre el campo de batalla; o el castigo para el suicida?

Por consiguiente, la sanción eficaz de la ley de Dios no puede hallarse más que en los castigos o premios que nos esperan después de la muerte.

6. ¿También la justicia de Dios demanda que el alma sea mortal?

Sí, la justicia pide que Dios de a cada uno según sus méritos; que recompense a los buenos y castigue a los malos. Pero, es en esta vida que los buenos son premiado y los malos son castigados? No; en esta vida, los buenos, frecuentemente, se ven afligidos, perseguidos y oprimidos, mientras que los malos prosperan y triunfan. Luego la justicia de Dios pide que haya otra vida donde los buenos sean recompensados y los malos castigados; y si no, no habría justicia. Entonces se podría decir que no hay Dios, porque Dios no existe, sino es justo.

Es necesario que haya una justicia por lo mismo que hay Dios. Si Dios no es justo, no es infinitamente perfecto, no es Dios. Un Dios justo debe retribuir a cada uno según sus obras. Sería imposible que mirara de la misma manera al bueno y al malo, al parricida y al hijo obediente, al obrero honrado y al pérfido usurero.

Y, ¿qué sucede frecuentemente? Sucede que el malo triunfa, y el bueno sufre, que la virtud es ignorada o despreciada y el vicio honrado. Hay tribunales para los malhechores vulgares (¡y no todos ellos llegan!); pero no los hay para los canallas de primer orden. Nerón, corrompido, cruel, perjuro, sentado en el trono del mundo. Y en los calabozos de Nerón, San Pedro, San Pablo… Y la justicia de Dios, ¿dónde está?…

Por todas partes se ven tiranos adulados, coronados, viviendo entre delicias, mientras que los justos pon perseguidos, torturados, martirizados… ¿Dónde está la justicia de Dios?… ¡Cuántos despotismos, proscripciones, perjurios e iniquidades sobre la tierra! Pero, ¿qué se ha hecho la justicia de Dios? Yo os aseguro que ella no ha abdicado, que ella cuenta todas las gotas de sangre y todas las lágrimas que los malvados hacen derramar: tan cierto como que Dios es Dios, El retribuirá a cada uno según sus obras.

Y como ciertamente todo eso no se hace en esta vida, se hará en otra luego es necesario que el alma sobreviva al cuerpo, es necesario que ella sea inmortal.

Así, Dios permite los sufrimientos de los justos, porque hay otra vida donde restablecer el equilibrio. Los dolores de esta vida son pruebas qué santifican, son combates que llevan a la gloria, son avisos del cielo para que no dejemos el camino de la virtud. Pero estos sufrimientos nada son, comparados con la felicidad eterna que Dios tiene reservada al justo.

-¿Crees tú en el infierno?, preguntaron a un sacerdote, los jueces revolucionarios de Lyon.
-¡Y cómo podría yo dudar, viendo lo que está pasando! ¡Ah!, si yo hubiera sido incrédulo, hoy sería creyente.

Es el raciocinio del propio J. J. Rousseau: ‘Si no tuviera yo más prueba de la inmortalidad del alma que el triunfo del malvado y la opresión del justo, esta flagrante injusticia me obligaría a decir:
No termina todo con la vida, todo vuelve al orden con la muerte’.

Los que volcáis, haciendo a Dios la guerra,
las aras de las leyes eternales, malvados opresores de la tierra, ¡temblad! ¡sois inmortales! Los que gemís desdichas pasajeras, que vela Dios con ojos paternales, peregrinos de un día a otras riberas, ¡calmad vuestro dolor! ¡sois inmortales! (Delille)

7. Todos los pueblos de la tierra, ¿han admitido siempre la inmortalidad del alma?

Sí; es un hecho testificado por la historia antigua y moderna que los pueblos del mundo entero han admitido la inmortalidad del alma, como lo prueba el culto de los muertos, el respeto religioso de los hombres por las cenizas de sus padres y los monumentos que han erigido sobre sus sepulcros.

Esta creencia universal y constante no puede proceder sino o de la razón, que admite la necesidad de la vida futura, o de la revelación primitiva, hecha por Dios a nuestros primeros padres y transmitida por ellos a sus descendientes. Ahora bien, el testimonio, sea de la razón, sea de la revelación, no puede ser sino la expresión de la verdad; luego la creencia de los pueblos es una nueva prueba de la inmortalidad del alma.

Todos los pueblos han creído en la existencia de un lugar de delicias, donde los buenos eran recompensados, y de un lugar de tormentos, donde los malos eran castigados. ¿Quién no conoce los Campos Elíseos, y el negro Tártaro de los griegos y de los romanos?… Basta leer la historia de los pueblos.

¿Cómo explicar esta fe universal en la vida futura? Esta fe no es el resultado de la experiencia, porque toda la vida parece extinguirse con la muerte, y los muertos no vuelven para asegurarnos de la realidad de la otra vida.

No es una invención de los reyes o de los poderosos, porque muchos de aquellos a quienes los antiguos creían condenados a los castigos futuros eran precisamente reyes como Sísifo, Tántalo… No es tampoco, la enseñanza de una secta religiosa, porque la creencia en una vida futura es el fundamento de todas las religiones.

No se la puede atribuir a las pasiones humanas, porque es su castigo; ni a la ignorancia, porque existe también en los pueblos civilizados y, conforme a una ley de la historia, un pueblo es tanto más grande cuanto su fe en la inmortalidad es más firme y pura.

Este hecho no puede reconocer sino dos causas:
La revelación primitiva, infalible como Dios mismo.
El instinto irresistible de la razón humana, que por todas partes y siempre. por el simple buen sentido, está obligada a reconocer mismas verdades fundamentales. Según frase de Cicerón, aquello en que conviene la natural persuasión de todos los hombres, necesariamente ha de ser verdadero. Es un axioma de sentido común contra el cual en vano protestan algunos materialistas modernos.

8. ¿Qué debemos pensar de los que dicen: Una vez muertos se acabó todo?
Los que se atreven a decir que todo acaba con la muerte son insensatos que tienen el loco orgullo de contradecir a todo el género humano y de conculcar la razón y la conciencia.
Son criminales, y no desean el destino del bruto sino para poder vivir como él sin temor y sin remordimientos.

Son infelices, pues lejos de obtener lo que desean, no podrán escapar a la justicia divina, y aprenderán a sus propias expensas lo terrible que es caer en manos de un Dios vengador.
Si fuera cierto que con la muerte todo se acaba, habría que decir:
a) Que Dios se ha burlado de nosotros al darnos el deseo irresistible de la felicidad y de la inmortalidad.
b) Que todos los pueblos del mundo han vivido hasta ahora en el error, mientras que un puñado de libertinos son los únicos que tienen razón.
c) Que la suerte del asesino sería la misma que la de su víctima; que los justos que practican la virtud y los malvados que se entregan al crimen, serán tratados de la misma manera, etc. ¿No es esto inadmisible? ¿No es esto hacer del mundo una cueva de ladrones y de bestias feroces? Y, sin embargo, tal es la locura de los materialistas.

Los que niegan la inmortalidad del alma son los ateos, los materialistas, los positivistas, los librepensadores, todos aquellos que tienen interés en no creerse superiores a la bestia. Este dogma tiene los mismos adversarios que el de la existencia de Dios: son los hombres que, para acallar sus remordimientos o para no verse obligados a combatir sus pasiones, quisieran persuadirse de que no hay nada que temer, nada que esperar después de esta vida. Pero cuando un insensato cierra los ojos y declara que el sol no existe, se engaña a sí mismo y no impide al sol que alumbre.
Los que niegan la inmortalidad del alma son semejantes al hijo pródigo, que deseaba, sin conseguirlo, el sucio alimento de la piara de puercos que tenía a su cuidado. Estos hombres reclaman en vano la nada del bruto que les interesa conseguir; nadie se la dará; no serán aniquilados y el infierno les aguarda. ¡Cuán dignos son de lástima…!

9. ¿Cuáles son las consecuencias prácticas de la inmortalidad del alma?

Así como se conoce el árbol por sus frutos, se conocen los dogmas verdaderos por los bueno frutos que producen. La creencia en la inmortalidad del alma promete excelentes frutos: es para el hombre consuelo en la desventura, móvil de la virtud, fuente de los mayores heroísmos.
Por el contrario, la negación de la inmortalidad del alma produce frutos de muerte. Si el alma debe morir, no hay virtud, ni deber, ni religión, ni sociedad posible. Todo se desmorona. Juzgad, pues, el árbol por los frutos de muerte que produce.

El dogma de la inmortalidad del alma sostiene, anima, consuela al hombre virtuoso, puesto que le hace esperar una recompensa y una felicidad que no tendrán fin.

Si suprimimos la otra vida, la muerte no tendría consuelos ni esperanzas. ¿Qué puede decir un incrédulo junto a un féretro? ¡Son amigos que se separan con la certeza de no volverse a ver jamás!… Mirad a esa madre, loca de dolor, junto a una cuna, herida por la muerte; el impío sólo puede decirle: ‘Hay que ser razonable; esto les sucede también a otros, también nosotros moriremos’. En cambio, una Hermana de la Caridad dirá a esa pobre madre: ‘Hallaréis a vuestro hijito en el cielo; está con los ángeles y un día iréis a juntaros con él’. Una doctrina tan consoladora viene de Dios. Vosotros que lloráis vuestros muertos queridos, consoláos, los encontraréis en una vida mejor. No, no termina todo al cerrarse la fría losa de la tumba.

La creencia en la inmortalidad del alma es la única que puede formar hombres, llevarlos a la práctica de grandes virtudes, despertar en ellos nobles abnegaciones por Dios, por la sociedad, por la patria, puesto que esa creencia nos hace esperar alegrías tanto mayores cuanto más grandes hayan sido los sacrificios hechos por nosotros. Ella nos hace despreciar todo lo transitorio para no estimar sino lo que es eterno.

Decir, por el contrario, que cuando uno muere, todo muere con él, es suprimir toda virtud, todo deber, toda religión. Y en verdad, si no hay nada que esperar, nada que temer después de esta vida, ¿qué interés podemos tener en practicar el bien, el deber, la religión, a menudo tan penosos? ¿Qué digo? El bien y el mal, la virtud y el vicio no son más que vanas preocupaciones y odiosas mentiras…

La virtud cuesta grandes sacrificios, mientras que el vicio agrada a nuestra naturaleza caída. Ahora bien, si nuestra existencia se limita a esta tierra, si la virtud no produce frutos de felicidad eterna, si el vicio no acarrea dolores inconsolables para la vida futura, es una tontería sufrir tanto para predicar la virtud y preservarse del vicio. Entonces fallan por su base la virtud, la familia, la religión, la sociedad. Si fuera cierto que con la muerte todo muere, el mundo se vería inundado por un diluvio de crímenes. El robo, el homicidio, las más vergonzosas pasiones, no tendrían barreras, porque se tiene, con frecuencia, la facilidad de escapar de los gendarmes y de las prisiones.

‘Una sociedad que no cree en Dios, ni en el alma, ni en la vida futura, no respeta ni justicia ni moral. Verdaderamente, al todo se limita a la vida presente, ¿por qué se ha de consentir que la autoridad, la fortuna y los placeres sean para los poderosos? ¿Por qué la sumisión, la pobreza, la miseria y los sufrimientos han de estar reservados a las clases bajas?… Si la vida futura es un sueño, el hombre tiene sobrada razón para buscar en la vida presente su gozo, su felicidad. Si no los haya, le asiste toda la razón para conquistarlos con la fuerza, las armas y la revolución. Y si fracasa, nadie puede reprocharle el que se abandone a la desesperación y busque en el suicidio el único remedio posible que le queda.

‘Está visto: la ausencia de toda creencia en la vida futura es el camino cerrado a toda virtud, a todo heroísmo, a toda abnegación. Es el camino abierto a todas las pasiones, a todos los crímenes, a todas las revoluciones. El materialismo, propagado por la masonería ahí tenéis la causa de todas las desgracias, de las ruinas y de crímenes que desolan, en la hora presente a nuestra hermosa Francia’.

Narración. -‘Un obrero, que se ganaba la vida trabajando, estaba contento con su suerte. Su esposa tenía una afición desmedida al dinero, y aun al dinero ajeno. Una noche, este hombre regresa a su casa y dice misteriosamente a su mujer:
-¿Sabes? Un fulano ha venido a vernos al taller, y se ha, burlado de nosotros porque se le habló de la otra vida. Nos ha dicho que eso es un cuento inventado, por los curas. ¡Gracioso!, ¿verdad? Y, sin embargo, dicen que ese hombre es un sabio; y yo he visto una habitación de su casa de campo llena de libros…
-Pero, contestó la esposa, si eso es así, somos bien necios en sufrir tanto… ¿Quién nos impide matar y robar para hacernos ricos?
-¿Y la cárcel, y la guillotina?
-¡Qué cándido eres! insistió la esposa; si nos descubren nos matarán, pero todo habrá terminado, y no tendremos nada más que sufrir. Pero si no nos descubren, seremos ricos para toda la vida.


‘La mujer tenía razón. En su manera de pensar era perfectamente lógica. Sin la inmortalidad del alma no hay barreras para el crimen’…

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