Todo lo que quieres saber sobre la fundación de la
Iglesia, su naturaleza, fines y organización.
13.1 NATURALEZA JERÁRQUICA DE LA IGLESIA
13.1.1
La Iglesia verdadera sociedad
La Iglesia es verdadera sociedad
porque tiene los tres elementos indispensables en ella:
a) multiplicidad de individuos que la
integran;
b) fin y medios de acción que los unen,
c) autoridad que los dirige.
Todas las sociedades:
a) constan de varios individuos;
b) tienen un fin que las distingue:
unas son literarias, otras científicas, comerciales, etc.; y buscan los medios
apropiados para alcanzar su fin;
c) Reconocen una autoridad directiva.
En la Iglesia:
a) los individuos son los bautizados.
b) El fin, es la salvación eterna; y los
medios para alcanzarla, la fe, mandamientos, sacramentos, etc.
c) La autoridad, es el Papa y los
Obispos.
“La Iglesia como Pueblo de Dios, reconoce una sola autoridad: Cristo. El
es el único Pastor que la guía. Sin embargo, los lazos que a El la atan, son
mucho más profundos que los de la simple labor de conducción. Cristo es
autoridad de la Iglesia en el sentido más profundo de la palabra: porque es su
autor. Porque es la fuente de su vida y unidad, su Cabeza. Esta capitalidad es
la misteriosa relación vital que lo vincula a todos sus miembros, Por eso, la
participación de su autoridad a los pastores, a lo largo de la historia,
arranca de esta misma realidad. Es mucho más que una potestad jurídica. Es
participación en el misterio de su capitalidad. Y, por lo mismo, una realidad
de orden sacramental” (Puebla,
núm.. 257).
a) El Pueblo de Dios.
Los fieles cristianos
Son
fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran
en el Pueblo de Dios, y cada uno según su propia condición, son llamados a
desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo (Puede
verse el Código de Derecho Canónico, el Libro II “De
Populo Dei”).
Queda
claro que todos los bautizados forman la Iglesia que es el nuevo Pueblo de
Dios, del que fue preparación y figura el antiguo Pueblo de Israel, pueblo
escogido.
El
Concilio Vaticano II dice que a la Iglesia, Pueblo de Dios “se incorporan plenamente los que, poseyendo el Espíritu
de Cristo, reciben íntegramente sus disposiciones y todos los medios de
salvación depositados en ella, y se unen por los vínculos de la profesión de
fe, de los sacramentos, del régimen eclesiástico y de la comunión, a su
organización visible con Cristo, que la dirige por medio del Sumo Pontífice y
de los Obispos” (Const. Apost. Lumen Gentium, n. 14).
Hay
dos principios básicos en la constitución del Pueblo de Dios:
a.1 Principio
de igualdad: todos los bautizados están igualmente llamados a la plenitud de la
santidad, que es la misma para todos, y todos están igualmente llamados al
apostolado común (Lumen Gentium. 32, 4l).
a.2 Principio
de variedad: aunque la santidad y el apostolado son, en cuanto a su sustancia y
fin, iguales para todos, sin embargo, hay diversidad en los modos y formas de
alcanzarlos, dependiendo de las condiciones de vida y de las vocaciones
particulares específicas (cfr. ibid., n. 32).
Por eso
la variedad y multiformidad de espiritualidades, condiciones de vida y formas
de apostolado, obedecen a la voluntad fundacional de Cristo y a la acción del
Espíritu Santo: “El Espíritu sopla donde quiere” (Jn.
3, 8).
En virtud
del principio de igualdad, todos los que pertenecen al pueblo de Dios reciben
el mismo nombre; el de fieles, y todos gozan igualmente de una condición común,
que se llama estatuto jurídico del fiel es decir, conjunto de derechos y
deberes que nacen de la condición de fiel.
De
acuerdo con el principio de variedad, podemos distinguir en el Pueblo de Dios
(cfr. Lumen Gentium, n. 3 1):
a) Ministros sagrados o clérigos: son los fieles
destinados mediante el sacramento del Orden, al ejercicio ministerial del
sacerdocio.
b) Fieles comprometidos por medio de votos u otros
vínculos sagrados, a seguir la vida consagrada, y que pueden recibir o no el
sacramento del orden.
c) Laicos o fieles no cualificados ni por el
sacramento del Orden ni por una consagración de vida, y cuyo deber peculiar es
el impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del Evangelio, y
dar testimonio de Cristo en la realización de las tareas seculares.
b) La Iglesia, sociedad jerárquica
Se
entiende por jerarquía los diversos grados que hay en la autoridad
eclesiástica, para poder cumplir el fin que tiene la Iglesia, de acuerdo a esos
encargos (munera) que Cristo le dejó: santificar, gobernar y enseñar.
“Este Santo Concilio, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I,
enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la Iglesia Santa
enviando a sus Apóstoles como El mismo había sido enviado por el Padre (cfr.
Jn. 20, 21); quiso que los sucesores de los Apóstoles, o sea, los Obispos,
fueran los pastores en su Iglesia hasta el fin de los siglos. Para que el Episcopado
fuese uno e indiviso colocó a San Pedro a la cabeza de los demás Apóstoles, y
en su persona instituyó el principio y fundamento perpetuo y visible de la
unidad de fe y comunión” (Conc.
Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium, núm. 18) (cfr. Puebla, nn. 374,
257-259, 647, 656, 689 y 919).
En
la estructura jerárquica de la Iglesia podemos
distinguir dos poderes y potestades: la de orden y la de régimen.
b.1. Potestad
de orden se refiere al poder de santificar, es decir, de administrar los
sacramentos, y encierra tres grados: el episcopado, el presbiterado y el
diaconado.
El
sacerdocio jerárquico es participación de un poder divino, que sólo por un acto
divino puede otorgarse: su causa es el sacramento del Orden, el cual produce el
carácter sacramental, que contiene en su raíz esos munera jerárquicos,
b.2. Potestad de régimen se refiere al poder
de gobernar y enseñar.
lo. Por derecho divino la potestad de régimen recae
sobre:
• El Romano Pontífice (cfr. CIC, cc.,
331-335).
• El Colegio Episcopal (cfr. CIC, cc.,
336-341).
2o. En cambio, por derecho eclesiástico la potestad de
régimen, se ha organizado de diversos modos, buscando la mejor manera de
alcanzar el fin de la Iglesia: la salvación de las almas. Actualmente se
ejercita por diversos cauces: Sínodo de Obispos; Colegio de Cardenales; Curia
Romana; Legados Pontificios; Las Iglesias Particulares y Prelaturas personales.
• El Sínodo de Obispos (cfr. CIC, cc.,
342-246) es una asamblea de Obispos escogidos de las distintas regiones del
mundo, que se reúnen en ocasiones determinadas para fomentar la unión estrecha
entre el Romano Pontífice y los Obispos, y ayudar al Papa con sus consejos para
la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y
fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se
refieren a la acción de la Iglesia en el mundo.
• Colegio de Cardenales (cfr. CIC, cc.,
349, 353 y 358) al que compete proveer a la elección del Romano Pontífice y
asistirlo colegialmente cuando son convocados para tratar juntos cuestiones de
más importancia, o prestarle al Papa una asistencia personal, mediante los
distintos oficios que desempeñan, en el gobierno cotidiano de la Iglesia
universal.
• Curia Romana (cfr. CIC, cc., 360-361)
Mediante la que el Papa suele tramitar los asuntos de la Iglesia universal
(Secretaría de Estado, Consejos para asuntos públicos de la Iglesia Sagradas
Congregaciones, Tribunales, etc.).
• Legados Pontificios (cfr. CIC, cc.
362-364) son aquellos que envía el Papa en su nombre tanto a las Iglesias
particulares como ante los Estados y Autoridades públicas.
• Iglesias Particulares (cfr. CIC, cc.
368-369). Es importantísimo hacer notar el siguiente principio: “en las cuales y desde la cuales existe la Iglesia
Católica una y única”.
Dentro
de las Iglesias particulares están comprendidas:
a) la diócesis y
b) otras estructuras
jurisdiccionales que se asimilan si concurren dos elementos:
circunscripción o delimitación territorial, y estar constituidas para el
ejercicio de la cura de almas con carácter pleno respecto a sus propios fieles.
Entran aquí: la prelatura territorial, el vicariato apostólico y la diócesis
personal.
• Prelaturas personales (cfr. CIC, cc.,
294-297) que es una de esas formas de organización jerárquica de la Iglesia, de
carácter netamente personal (quiere decir que de ordinario, no se rigen por el
criterio de la territorialidad) y secular, erigidas por la Santa Sede, para la
realización de actividades pastorales peculiares en el ámbito de una región, de
una nación o del mundo entero.
Las
Prelaturas personales no tienen parecido alguno con las Instituciones
-asociativas, entre otras cosas porque éstas no son parte de la organización
jerárquica de la Iglesia.
Con la
Constitución Apostólica Ut sit, fechada el 28-XI-1982, el Papa Juan Pablo II,
erige al Opus Dei en Prelatura personal.
13.1.2 El Romano
Pontífice
“El Obispo de la Iglesia Romana, en quien permanece la función que el
Señor encomendó singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que habla
de transmitirse a sus sucesores, es Cabeza del Colegio de los Obispos, Vicario
de Cristo y Pastor de la Iglesia Universal en la tierra; el cual, por tanto,
tiene en virtud de su función, potestad ordinaria, que es suprema, plena,
inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercer libremente” (CIC, cc. 331).
a) Vicario
de Cristo
El Papa
es el Vicario de Cristo en la tierra, y el sucesor de San Pedro en el obispado
de Roma y en el gobierno supremo de la Iglesia.
lo. El Papa se llama Vicario de Cristo porque hace sus
veces en el gobierno de la Iglesia.
Vicario
viene de las palabras latinas: vices agere, hacer las veces.
El Papa
se llama también:
a) Sumo Pontífice, esto es, sumo sacerdote porque
tienen en su poder todos los poderes espirituales con que Cristo enriqueció a
su Iglesia.
b) Cabeza visible de la Iglesia, porque la rige con
la misma autoridad de Cristo, que es la cabeza invisible.
El jefe
supremo de la Iglesia es Jesucristo, que la asiste y dirige desde el cielo.
Pero al partir de este mundo era necesario que dejara quien hiciera sus veces
sobre la tierra; y con ese fin designó a San Pedro (cfr. Mt. 16, 18).
b) Sucesor
de San Pedro
El Papa
es el legítimo sucesor de San Pedro, porque Cristo nombró a San Pedro jefe de
su Iglesia. Pedro, por voluntad divina estableció su residencia en Roma. Y así,
por disposición divina, quien le sucede como Obispo de Roma, le sucede también
en el supremo gobierno de la Iglesia.
Era
necesario a su vez, que Pedro tuviera sucesores, porque los poderes que
Jesucristo le confió no fueron para el bien personal del Apóstol, sino para el
bien de la Iglesia, que según la promesa de Cristo, ha de durar hasta el fin de
los siglos.
El Papa
puede, si así fuere necesario, retirarse de la ciudad de Roma; mas no puede
dejar su título de Obispo de Roma, ni las prerrogativas inherentes a él.
c) El
primado del Papa en la Sagrada Escritura
Los
protestantes y los cismáticos ortodoxos, niegan que Jesucristo designara a
Pedro y sus sucesores como cabeza de su Iglesia, y pretenden que Cristo no le
señaló a éste ninguna autoridad o jefatura suprema. Este es un gravísimo error,
que va, no sólo contra toda la Tradición cristiana, sino también contra la
misma Escritura.
En
varios lugares de la Escritura consta que Cristo nombró a San Pedro Jefe de la
Iglesia. Veamos los más importantes:
lo. Cristo declaró a San Pedro piedra fundamental de
su Iglesia: “Bienaventurado eres, Pedro… Y yo te digo que sobre tí, Pedro,
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”
(Mt. 16, 18). Pues bien, la piedra fundamental de un edificio es absolutamente
indispensable en él; de esa misma suerte, Pedro jamás podrá faltar en la
Iglesia.
Este
texto tiene especial valoren arameo, la lengua que hablaba Jesucristo; porque
Pedro y piedra se designan en ella con una misma palabra: Cefas (Como Pierre,
en el francés).
2o. Cristo le prometió a San Pedro las llaves del
reino de los cielos: “Te daré las llaves del reino
de los cielos; y lo que atares en la tierra atado será en el cielo; y lo que
desatares en la tierra, desatado será en el cielo” (Mt. 16, 19).
La
expresión dar las llaves equivale a darle el poder supremo sobre su Iglesia, a
la que muchas veces llama “reino de los cielos”. Y
le promete confirmar desde el cielo lo que Pedro haga sobre la tierra en virtud
de ese poder supremo.
Las
ciudades antiguas estaban rodeadas de murallas. Y entregar las llaves que daban
acceso a las murallas equivalía a dar poder sobre la ciudad.
3o. Cristo antes de su pasión le dirigió a Pedro estas
palabras: “Simún, Simón, he a quique Satanás os ha
reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti, para que tu fe
no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos” (Lc.
22, 32).
Confirmarlo
en la fe, y encargarlo de confirmar en ella a sus hermanos, es constituirlo
guardián y maestro supremo de ella.
4o. En fin, antes de subir al cielo, Cristo preguntó
tres veces a Pedro: “Simón, ¿me amas más que
éstos?- Y después de su triple confesión le dijo: “Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas” (Jn.
21, 25).
Lo
nombró, pues, pastor, no de un rebaño material, que no tenía; sino de su
Iglesia a la que muchas veces designa con tal nombre.
Es pues,
imposible negar, sin negar también la Escritura, que Cristo confirió a San
Pedro el mando supremo de su Iglesia.
13.1.3 Poderes y
prerrogativas
a) Primado
Supremo
El Papa
tiene en la Iglesia poder máximo y supremo. Esto lo definió el Concilio
Vaticano I diciendo que el Papa tiene el primado, esto es, primacía o primer
puesto en toda la jerarquía eclesiástica; y que este primado no es solamente de
honor, sino de autoridad y mando.
Este
primado no le viene al Papa ni de los Obispos, ni del poder civil, sino
directamente del mismo Cristo, que, como ya hemos visto, lo constituyó jefe de
su Iglesia.
Si el
primado de Pedro no hubiera sido de origen divino, ciertamente que los demás
Obispos hubieran rehusado someterse como inferiores al Obispo de Roma, puesto
que ellos también habían sido establecidos por los Apóstoles. Pues bien, la
historia de la Iglesia demuestra que desde la antigüedad más remota todos los
Obispos reconocieron la autoridad del Romano Pontífice, al cual consultaban en
sus dudas, apelaban en sus discusiones, y obedecían en sus mandatos.
b)
La autoridad del Papa
La
autoridad del Papa tiene las siguientes propiedades:
a) Ordinaria, esto es, en razón de su cargo, y no por
delegación especial para ser ejercitada.
b) Plena: abarca la plenitud de los poderes confiados
por Cristo a su Iglesia.
c) Universal: se extiende a la totalidad de la
Iglesia.
d) Suprema: no hay por encima del Papa autoridad
alguna en la tierra; de modo que una decisión suya no puede apelarse, ni
siquiera ante un Concilio universal.
Podemos
considerar la autoridad del Papa desde tres puntos de vista.
Desde
el punto de vista doctrinal, como supremo Maestro; desde el punto de vista
sacerdotal, como Sumo Pontífice; y desde el punto de vista pastoral, como
Supremo Pastor y jefe de la Iglesia.
c) Infalibilidad del Papa
Cuando,
en virtud de su autoridad suprema, el Romano Pontífice propone a los fieles una
verdad de fe o declara una regla de moral, no puede equivocarse, esto es,
cuando les enseña lo que deben creer o hacer para salvarse.
Este
dogma tiene su fundamento en la Escritura. En efecto:
a) Si el Papa enseñara el error, el infierno, esto
es, el demonio, espíritu de error y de mentira, prevalecería sobre la Iglesia;
lo que va contra la promesa de Cristo.
b) Cristo le
ofreció a Pedro que su fe no desfallecería, y le encargó de confirmar en ella a
sus hermanos. Pero ¿cómo podrá confirmarle en la fe, si él mismo los induce al
error?
c) Cristo impuso a todos los hombres, bajo pena de
condenación, la obligación de creer: “Quien no
creyere se condenará” (Mc. 16, 16). Pero repugna que Cristo nos obligue
a creer el error.
Resulta,
pues, claramente de estos textos que Jesucristo hizo infalible al Pastor
Supremo de su Iglesia. Y el Concilio Vaticano I al proclamar como dogma de fe
la infalibilidad del Papa, no hizo otra cosa que confirmar solemnemente lo que
afirma la Sagrada Escritura. El Papa es infalible cuando habla ex cathedra, y
eso sucede cuando:
a) enseña una cosa referente al dogma o moral
cristianos;
b) que se dirige a la Iglesia universal;
c) que habla
en su calidad de Maestro supremo de la cristiandad.
Si falta
una de estas condiciones, el Papa no es infalible.
Así, no
es infalible:
a) cuando trata de ciencias, o cosas que no se
refieren a la fe;
b) cuando se dirige a personas o iglesias particulares
a menos que por su medio se dirija a toda la Iglesia;
c) cuando habla como doctor privado, o jefe de alguna
congregación Romana. Aun en estos casos en que no es infalible, su autoridad en
lo espiritual es la más grande y digna de respeto.
13.1.4 Los Obispos
En el
sentido más restringido vigente hoy, la jerarquía es el conjunto de los
pastores y doctores (cfr. Ef. 4, 11) escogidos por Cristo y encargados por El
de vigilar, instruir y santificar su rebaño. Concretamente, la jerarquía son
los obispos, agrupados en un solo cuerpo episcopal con el Papa a 1,a cabeza, y
ayudados en el cumplimiento de su tarea por los presbíteros y los diáconos.
Cristo
comunicó a los Apóstoles sus propias funciones de doctor, rey y sacerdote (cfr.
Mt. 28, 1820; Jn. 20, ; Ef 21-22. 5, 20);
Cristo ha
querido que los Apóstoles tuvieran sucesores en su tarea apostólica en la
persona de los Obispos (cfr. Dz. 960, 966, 1821, 1828; S. Tomás, C.G. IV, 74).
A
efectos jurídicos los Obispos se llaman:
a) Diocesanos: a los que se les ha encomendado el cuidado de una
Diócesis.
b) Titulares: nombre que reciben los demás.
A los
Obispos titulares se les solía asignar una diócesis actualmente desaparecida, o
un lugar ocupado por los infieles, según la terminología en uso hasta finales
del siglo XIX.
Ahora,
por lo que atañe el título con el que se les designa, no a todos los Obispos
que son titulares se les atribuye una diócesis titular, puesto que se dan muy
variadas circunstancias: al Obispo diocesano que presenta su renuncia (por edad
-75 años- o por enfermedad) se le llama Obispo
dimisionario de… ; el coadjutor se llama “Obispo
coadjutor de…”; y el Prelado si ha recibido la consagración episcopal se
le designa como “Obispo Prelado de…” (cfr.
S.C. para los Obispos, Cartas del 31-VII-76 y 17-X-77).
Al
Obispo diocesano compete en la diócesis que se le ha confiado toda la potestad
ordinaria propia e inmediata que se requiere para el ejercicio de su función
pastoral.
a) El
Colegio Episcopal
Al igual
que San Pedro y los demás Apóstoles formaban un solo colegio apostólico, así el
Papa y los obispos forman un solo colegio episcopal (cfr. Lumen Gentium, n.
22).
Hay una
unidad en el cuerpo episcopal, y para expresar esa unidad el Concilio Vaticano
II habla, a la vez, de cuerpo, de colegio y de orden de los obispos. Todo el
cuerpo episcopal tiene en la tierra la misión de dirigir la Iglesia y de asumir
las responsabilidades pertinentes.
Tocante
al término “colegio”, se advierte que no
debe interpretarse en un sentido estrictamente jurídico; es decir, “como una asamblea de iguales que delegan su potestad en
su propio presidente, sino como una asamblea estable, cuya estructura y
autoridad deben deducirse de la Revelación (Lumen Gentium. Nota
explicativa previa, n. l).
Jamás ha
habido duda que cuando el cuerpo episcopal se compromete unánimemente a
propósito de un punto de fe o costumbres, es infalible (cfr. Lumen Gentium, n.
25).
Entre los
Padres que lo enseñan de una manera casi explícita, está San Atanasio: “La Palabra del Señor que ha sido pronunciada por el
Concilio general de Nicea, permanecerá para siempre” (Epis. PG 2, 26,
1032). 0 También San Gregorio Magno, cuando dice que él venera los cuatro
primeros concilios generales como venera los cuatro evangelios (Epis. 1, 25: PI
77, 478).
Su
ejercicio tiene dos cauces;
-Solemne
y extraordinario, que es el propio de los concilios Ecuménicos, para cuya
existencias se requiere:
• que
todos los obispos con jurisdicción hayan sido convocados;
• que un
cierto número esté efectivamente presente;
• que el
Papa esté de acuerdo con la convocatoria, la presida (personalmente o por
delegados) y confirme sus decisiones.
-Ordinario,
que es el de los obispos cuando promulgan, unánimemente y en comunión con el
Papa, las mismas verdades relativas a la fe y a las costumbres (cfr. Dz. 1792).
Lo
anterior quiere decir que, tomados individualmente, los obispos no son
infalibles, aunque cada uno en su diócesis e s doctor auténtico de la fe y
decide con autoridad, en la medida en que permanece en comunión con el conjunto
y, especialmente con su cabeza, el Papa (cfr. (cfr. Lumen Gentium, n. 22).
b) Los
Concilios
La
potestad suprema sobre la Iglesia Universal, que compete al Colegio de los
Obispos, se ejerce de manera solemne en el Concilio Ecuménico.
Debe
quedar claro que el Orden o Colegio de los Obispos, que sucede al Colegio
Apostólico en el magisterio y régimen pastoral, junto a su cabeza -que es el
Papa- y nunca sin ella, es también sujeto de la potestad suprema y plena, sobre
toda la Iglesia; dicha potestad puede ejercerse únicamente con el
consentimiento del Romano Pontífice.
La
lista cronológica de los Concilios Ecuménicos, con los rasgos mínimos,
diferenciales, es la siguiente:
- Nicea (325).
Convocado por Constantino para condenar y deponer a Arrio; proclama que el
Verbo es consubstancial al Padre y redacta una fórmula de Fe o Símbolo de
Nicea.
- Constantinopla I (38l). Convocado por Teodosio I; condena a
Macedonio, que negaba la divinidad y consubstancialidad del Espíritu Santo.
Sólo asistieron obispos de Oriente. Según la tradición, en él se aprueba el
símbolo llamado niceno-constantinopolitano. El Papa Dámaso, en los concilios
romanos del 380 y del 383, define la misma doctrina. Por ello, desde el
concilio de Calcedonia, se le considera ecuménico.
- Efeso (431). Convocado por Teodosio II, condena y depone
a Nestorio, que negaba la maternidad divina de María (Teotokós). Lo presidió
San Cirilo de Alejandría como delegado del Papa Celestino I. No redacta nueva
fórmula dogmática, pero aprueba la II Carta de Cirilo a Nestorio como auténtica
interpretación del Símbolo de Nicea.
- Calcedonia (451). Convocado por el emperador Marciano, con la
aprobación de S. León Magno, define la existencia en Cristo de dos naturalezas
aceptando así la Epistola dogmatica ad Flavianum del papa S. León I, que
condenaba el monofisismo.
- Constantinopla II ( 553). Convocado por Justiniano I, condena los
“Tres capítulos doctrina de Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciros e Ibas de
Edesa, que era sospechosa de nestorianisimo.
- Constantinopla III (681). Convocado por Constantino Pogonato de
acuerdo con el Papa Agatón, condena el monotelismo, afirmando la existencia de
dos voluntades en Cristo.
- Nicea II (787).
Convocado por la emperatriz Irene, condena a los iconoclastas, definiendo la legitimidad
del culto a las imágenes.
- Constantinopla IV (869-870). Convocado por Basilio el Macedonio,
depone a Focio. Tiene carácter disciplinar.
- Letrán I (1123). Convocado por el papa Calixto II, consagra
la solución dada al problema de las ínvestiduras en el concordato de Worms
(1122). Es el primer concilio celebrado en Occidente.
- Letrán II (1139). Convocado por el Papa Inocencio II, se
refiere a cuestiones disciplinares: simonía, usura y nicolaísmo.
– Letrán III (1179). Convocado por Alejandro III,
condena a los cátaros. Trata cuestiones disciplinares de gran trascendencia,
como las referentes a la elección pontificia.
- Letrán IV (1215). Convocado por Inocencio III, es el más
importante de los concilios medievales. Condena a cátaros y albigenses y trata
importantes cuestiones de disciplina (sacramentos, matrimonio, predicación,
inquisición … ).
- Lyon I (1245). Convocado por el Papa Inocencio IV, condena
al emperador Federico II.
- Lyon II (1274).
Convocado por Gregorio X, tuvo como finalidad la reducción del cisma de
Oriente. Contó con la colaboración del emperador Miguel Paleólogo. No alcanzó
éxito.
- Vienne (1311-12). Convocado por Clemente V, tuvo como
principal finalidad el enjuiciamiento de los templarios, junto a temas
doctrinales.
- Constanza (1414-18).
Convocado por Gregorio XII está íntimamente unido al cisma de Occidente. En él
se elige a Martín V como Papa. Condena las doctrinas de Wicleff y Huss, sus
decretos “in materiis fidei conciliariter” fueron aprobados por Martín V, pero
no “aliter nec alio modo”.
- Florencia (1439-45).
Convocado por Eugenio IV, fue un nuevo intento de terminar con el cisma griego,
que también fracasó.
- Letrán V (1512-17).
Convocado por Julio II, fue terminado por León X. Su finalidad primordial fue
la reforma del clero.
- Trento (1545-63).
Convocado por Paulo III, fue proseguido por sus sucesores Julio III y Pío IV;
durante los pontificados de Marcelo II y Paulo IV no hubo actividad conciliar.
Significa la reacción de la Iglesia frente a la reforma protestante, tanto en
el plano dogmático, como en el disciplinar.
- Vaticano I (1869-70). Convocado por Pío IX, fue suspendido el
20 de octubre de 1870. Elaboró dos importantes definiciones dogmáticas, la Const.
Dei Filius, acerca de la Fe y el racionalismo, y la Const. Pastor Aeternus,
sobre la infalibilidad del Papa.
- Vaticano II (1962-65). Convocado por Juan XXIII, continuó con
sus trabajos bajo Paulo VI, quien aprobó y promulgó sus decisiones.
Debe
tenerse en cuenta que los decretos del Concilio Ecuménico, sólo tienen fuerza
obligatoria si, habiendo sido aprobados por el Romano Pontífice juntamente con
los Padres conciliares, son confirmados por el Papa y promulgados por el
mandato suyo.
Transcribimos
la fórmula de aprobación que se empleó en los documentos del Concilio Vaticano
II:
Todas y cada una de las cosas que se prescriben en esta Constitución
Dogmática (Decreto, etc.) han obtenido el PLACET de los Padres. Y por la
potestad Apostólica que nos ha sido entregada por Cristo, junto con los Padres
Venerables, las aprobamos en el Espíritu Santo, las prescribimos y las
establecemos, y mandamos que lo así establecido sinodalmente se promulgue para
la gloria de Dios”.
13.2 EL TRIPLE PODER
13.2.1 Fin de la
Iglesia
Podemos
distinguir en la Iglesia un fin remoto y un fin próximo.
lo. Su fin remoto es la salvación de los hombres.
2o. Su fin próximo es santificar a los hombres mediante
la comunicación de los bienes espirituales que Cristo puso en sus manos, a
saber: la enseñanza de su doctrina, el cumplimiento de sus mandamientos y la
recepción de sus sacramentos.
Vemos,
pues, que el fin próximo de la Iglesia consiste en procurar el cumplimiento de
los medios necesarios para la consecución de su fin remoto.
13.2.2
Poderes
Para la
consecución de este fin Cristo dejó a su Iglesia tres poderes; de enseñar, de
santificar y de gobernar a los hombres.
El poder
de enseñar se llama doctrinal o profético; el de santificar, sacerdotal; y el
de gobernar, pastoral.
Estas
tres palabras son fáciles de retener, si se recuerda que al doctor (de donde se
deriva doctrina) le compete enseñar; al sacerdote, santificar; y al pastor,
gobernar el rebaño.
a) Potestad
profética o doctrinal
El poder
doctrinal de la Iglesia consiste en el derecho y deber que tiene de enseñar y
defender la doctrina de Cristo, de la cual es depositaria. Cristo confió a la
Iglesia este poder cuando dijo a sus Apóstoles: “todo
poder se me ha dado en el cielo y en la tierra. Id y enseñad a todas las naciones”
(Mt. 28, 18).
La
Iglesia ejercita este poder por medio de la predicación y enseñanza de la
doctrina cristiana. “Somos embajadores de Cristo, y
es Dios quien os exhorta por nuestra boca” (II Cor. 5, 20).
En virtud
de este poder de enseñar, la Iglesia defiende la integridad de la fe y de la
moral cristiana, condena los errores, y vigila la enseñanza para que no se
deslice en ella nada contra la fe y las buenas costumbres.
Suelen
distinguirse dos etapas en la función Profética: 1) El acceso a la fe, paso de
las tinieblas a la luz: es la evangelización o Kerygma. 2) El desarrollo v
educación de la fe, hacer la vida y acrecentarla: es la catequesis.
b) Potestad
sacerdotal o de orden
El poder
sacerdotal consiste en el derecho y deber que tiene la Iglesia de procurar la
santificación de las almas. Cristo le confirió este poder cuando dijo a los
Apóstoles: “Bautizad a todas las gentes en el
nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28, 19).
Anteriormente
les había dicho también: “Haced esto en memoria
mía”. “A quienes perdonareis los pecados les serán perdonados” (Poder de
confeccionar la Eucaristía y administrar la Confesión), etc.
La
Iglesia ejercita el poder de santificar por medio de su actividad litúrgica:
primordialmente, el Santo Sacrificio de la Misa, los sacramentos y todo el
culto de oración y alabanza a Dios (Oficio Divino).
En virtud
del poder de santificar, tiene derecho: a) a poseer lugares propios para
ejercitarlo, a saber, templos y cementerios, b) a tener los bienes materiales
necesarios para el culto, c) a reglamentar el culto, en especial en lo
referente a los sacramentos.
En
consecuencia, ella es la única que puede establecer impedimentos matrimoniales
y dispensar sobre ellos.
c) Potestad
pastoral o de régimen
El poder
pastoral de la Iglesia consiste en el derecho y deber de gobernar a sus
súbditos. Cristo dijo a sus Apóstoles: “Hacedles observar cuanto os he mandado”
(Mt. 28, 20).
Desde
el principio la Iglesia comprendió que su autoridad y su responsabilidad espirituales
no serían eficaces si no dispusiera del poder de:
–
Dictar leyes. Es un
poder comprendido en el de atar y desatar (cfr. Mt. 16, 18; 18, 18), y puede
ser considerado el más elevado en el orden de la jurisdicción pastoral.
Los
Apóstoles de hecho ejercen ese poder como algo de suyo evidente por formar
parte de su misión” (cfr. Act. 15, 28; 16, 4; I Cor 6, 1-6; 11, 1-34; I Tim 3,
2-13).
–
Juzgar. Dictar
leyes no es suficiente; es necesario conseguir que sean aplicadas (cfr. Mt. 18,
15-27).
Del
ejercicio de este poder la Sagrada Escritura nos da varios ejemplos precisos:
condena de Ananías y Safira (cfr. Act. 5, 1-10), exclusión del incestuoso de
Corinto (cfr. ICor. 5, 1-5), o de Himeneo y Alejandro (cfr. I Tim. 1, 20).
-Sancionar.
Es la consecuencia lógica del
poder anterior (cfr. I Cor. 4, 18-21; II Cor. 10, 5-6; 13, 2 ss.) y no siempre
se reduce a imponer penas necesariamente espirituales (cfr. Dz. 1504-1505;
1724).
Directa y
esencialmente, la autoridad pastoral de la Iglesia se ejerce tan sólo al nivel
que le es propio, el espiritual. Sin embargo, por razón de su misión puede
ejercerlo también en otros niveles, en la medida exacta en que se pueden poner
en juego las realidades morales o espirituales (cfr. Dz. 1866).
13.3 LA COMUNIÓN DE LOS
SANTOS
13.3.1 Triple estado de
la Iglesia
Podemos
distinguir tres estados en la Iglesia: la Iglesia militante, la triunfante y la
purgante, que comprende respectivamente los fieles de la tierra, del cielo y
del purgatorio.
La
Iglesia del cielo se llama triunfante, porque en ella ya se triunfa; la de la
tierra, militante, porque en ella aún se combate y la del purgatorio, purgante,
porque en ella purgan las almas las penas debidas por sus pecados.
Los
condenados no forman parte de la Iglesia, pues ni ésta tiene poder sobre ellos,
ni ellos pueden obtener el fin que la Iglesia se propone: la salvación.
Es de fe
que entre estas diferentes partes de la Iglesia hay una comunicación de bienes,
que se llama comunión de los santos.
Comunión
aquí significa comunicación. Se llama de los santos, porque los miembros del
cielo ya están en posesión de Dios, los del purgatorio están en camino seguro
de esa posesión; y los de la tierra han sido santificados con el bautismo y son
llamados a la santidad necesaria para llegar a ella.
Esta
comunicación de bienes puede verificarse, porque todos los fieles de los tres
estados de la Iglesia somos miembros de un mismo cuerpo Místico, cuya cabeza es
Cristo.
Los
miembros de un cuerpo son solidarios y se deben ayudar el uno al otro. Dice San
Pablo: “Así como tenemos varios miembros en un solo
cuerpo, y todos los miembros no tienen la misma función; así nosotros que somos
muchos no formamos sino un cuerpo en Cristo” (Rom. 12, 4 v 5). Y ponía
personalmente en práctica su doctrina cuando escribía a los Romanos: -Ayudadme con nuestras oraciones cerca de Dios” (Rom.
15, 30).
13.3.2 Comunicación de
bienes en la Iglesia
Los
bienes que se comunican son:
a) los méritos infinitos de Cristo;
b) los méritos superabundantes de María Santísima y de
los santos;
c) el fruto de la Misa y de los sacramentos;
d) las oraciones y buenas obras de los fieles. Estos
bienes se llaman el tesoro espiritual de la Iglesia.
Los
méritos de María Santísima y de los santos se llaman superabundantes porque merecieron
de lo que necesitaban para salvarse; y de esa superabundancia podemos
participar nosotros.
Es
posible que se nos comuniquen méritos ajenos, porque en toda obra buena hay dos
partes: una parte personal, que corresponde exclusivamente al que la hace; y
otra de que puede disponer en favor de los demás. Y ésta es la que se nos
aplica.
13.3.3
Modo como se comunican
“Comunión de los Santos. -¿Cómo te lo diría?- ¿Ves lo que son las
transfusiones de sangre para el cuerpo? Pues así viene a ser la comunión de los
Santos para el alma. (San
Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n. 544).
Esta
comunicación de bienes se hace de la siguiente manera:
lo. Entre la Iglesia triunfante y la de la tierra, en
cuanto los santos piden a Dios por nosotros y nos alcanzan gracia y favores; y
nosotros les damos culto y nos encomendamos a su protección.
2o. Entre nosotros y la Iglesia purgante, en cuanto
nosotros ofrecemos sufragios y limosnas por las benditas ánimas; y ellas se
convierten en poderosos intercesores nuestros al llegar al cielo.
3o. Entre los mismos fieles de la tierra, en cuanto
podemos ayudarnos unos a otros; y en cuanto todos los fieles participan del
fruto de la Misa, buenas obras y oraciones de toda la Iglesia.
Por eso
aconseja el Apóstol Santiago: “Orad unos por otros,
para que seáis salvos; pues vale mucho la oración perseverante del justo” (5,
16).
13.3.4
Quiénes participan de estos bienes
Participan
de ellos todos los que pertenecen a la Iglesia Católica.
lo. Los que están en gracia participan abundantemente
ya que la gracia es la que nos hace miembros vivos del Cuerpo de Cristo.
Esta
participación se hace según las leyes de justicia y de la misericordia divina,
en una proporción que nos es desconocida.
Tratándose
de los fieles de la tierra, ordinariamente Dios ha de tener en cuenta su gracia
y su fervor; y respecto a las benditas ánimas,. los méritos que alcanzaron en
esta vida.
2o. Los que están en pecado mortal pierden la mayor
parte de estos bienes. Sin embargo, por ser miembros del cuerpo de la Iglesia,
participan de algo, especialmente en cuanto reciben gracias para su conversión.
3o. Los que no son miembros de la Iglesia, los
infieles, herejes, apóstatas, cismáticos y excomulgados no participan de dichos
bienes.
“El que deja de luchar causa un mal a la Iglesia, a su empresa
sobrenatural, a sus hermanos, a todas las almas.
-Examínate:
¿no puedes poner más vibración de
amor a Dios, en tu pelea espiritual?
-Yo
rezo por ti… y por todos. Haz tú
lo mismo” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, . 107).
Pbro. Dr. Pablo Arce Gargollo
No hay comentarios:
Publicar un comentario