Sobre la Eucaristía como sacrificio se ha indagado y
discutido con fervor y se ha escrito sin tasa. Parece pedirlo la importancia
del tema y la dificultad de explicar en qué sentido es sacrificio la
eucaristía, en qué relación se encuentran las múltiples celebraciones, todas y
cada una, con el sacrificio único e irrepetible de Cristo en la cruz. Mi tarea
es modesta: ofrecer algunas reflexiones bíblicas sobre el tema, para enriquecer
nuestra participación.
1.
SC/OFRENDA: La
comunidad de Israel elabora un sistema complejo y diferenciado del culto, que
da origen también a una terminología diferenciada. Lo primero es distinguir
entre sacrificio y ofrenda (zebah y minha): en el primero se ofrece una víctima
animal, en el segundo se ofrece pan o harina, preparados en formas diversas, y
acompañados, según los casos, de aceite, sal, vino… Partiendo del ofertorio,
nuestros dones se parecen más a la «ofrenda» que
al sacrificio. La palabra minha significa tributo, o sea, la entrega del
vasallo al soberano: es a la vez acto de reconocimiento y aportación. Nuestros
dones sólo pueden expresar reconocimiento, no aportan nada a Dios. La palabra
zebab significa matar un animal para la comida, y el sustantivo puede
significar banquete. Este aspecto aparece en nuestro banquete eucarístico. SC-DE-COMUNION: Otra distinción importante se hace
entre holocausto Y sacrificio de comunión, \\’óla y zebah selamim. En el
primero se quema la víctima entera (\\’ola viene de la raíz \\’LH = subir:
¿porque sube al altar o porque sube a lo alto en forma de humo y aroma?); la
ceniza se echa en un vertedero especial. En los sacrificios de comunión, una
parte pertenece al Señor: la sangre se derrama en torno al altar; la grasa y
otras partes se queman; la carne se asa y reparte entre los participantes o
comensales del banquete sacro. Nuestra eucaristía reproduce rasgos de ambos
tipos. La entrega total de Cristo al Padre es como un holocausto;
metafóricamente, «se quema» y asciende como
aroma hacia el Padre. Por su muerte libremente aceptada, «se ha quemado»; a partir de ella subirá
glorificado al Padre (ascensión = subida = \\’ola). A partir de esa
glorificación puede comunicarse a los suyos en banquete sagrado. Nuestra
Eucaristía desemboca en un banquete, por lo que se parece mucho a los
sacrificios de comunión del AT. Los sacrificios de ambos tipos se ofrecen en
circunstancias diversas y con varías finalidades. Está, por ejemplo, el
sacrificio de alianza: es un sacrificio de comunión y un holocausto; la sangre
se reparte rociando el altar y al pueblo, la carne se come en banquete sagrado.
Así queda «sellado el pacto con un sacrificio» (Sal
50). Nuestra Eucaristía es explícitamente sacrificio de «la nueva alianza», sellada con la sangre de Cristo y rubricada
también con el banquete de su cuerpo que nos hace comensales de Dios. También
se ofrecen sacrificios para «expiación de pecados»;
el más importante es el que se ofrece el día de la expiación (yom
kippur). Nuestra Eucaristía lo menciona expresamente: «será
derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados». La
liturgia penitencial queda vinculada al banquete eucarístico. Lo precede,
porque nadie que esté manchado debe sentarse a esta mesa; por otra parte, el
banquete compartido ratifica la reconciliación. Dando un paso más, me atrevería
a decir que el sacrificio de la cruz, en cuanto expiación, está ordenado a la
Eucaristía en cuanto banquete. Otra finalidad puede ser la acción de gracias
(Lv 7, 12): es obvio que en este grupo entra la Eucaristía, como lo indica el
nombre, que significa acción de gracias (beraka). Aunque no se trate de
sacrificios, vale la pena recordar aquí la ofrenda de primicias (Dt 26). Siendo
Cristo primicia de la creación, primogénito de la humanidad y de los
resucitados (véanse: 1 Cor 15, 20; Rm 8, 29; Col 1, 15.18), se sigue que en la
Eucaristía ofrecemos al Padre nuestra primicia absoluta.
La
pluralidad cúltica del AT nos sirve para iluminar aspectos diversos de nuestra
celebración.
2. Toda esa institución queda de algún modo
relativizada por otra serie de textos que ahondan en su sentido profundo o lo
trasladan a otros actos.
SC-HUMANOS:
Ante todo, el sacrificio humano,
conocido en la antigüedad y en varias culturas. El AT es categórico contra los
sacrificios humanos (solían ser de niños primogénitos, «primicias
de la virilidad»): Lv 20, 2; Dt 12, 30s; 2 Re 16, 3; 17, 31; 23, 20; Sal
106.37s; Jr 7, 30ss; 19, 3ss; Ez 16. 20; Sab 12, 4s. Sobre esa condenación
unánime destaca el llamado sacrificio de Isaac. Legalmente es el primogénito;
el rito se practicará del modo prescrito, es decir, la víctima es matada y
después quemada en la pira. Holocausto, entero para Dios. ¿Lo rechaza Dios? -Lo
sustituye por un animal. Es decir, Dios acepta como sacrificio de Abrán lo que
buscaba: la sumisión y entrega personal del patriarca. En cuanto a su expresión
externa, se consuma en una víctima animal. Definitivamente quedan abolidos los
sacrificios humanos. Con todo, la tradición unánime ha aplicado este pasaje al
Padre y a Cristo, como si Dios aceptara al final lo que rechazó un tiempo: un
sacrificio humano. Hay que leer con distancia crítica. Si la muerte de Cristo
es sacrificio, no sigue el ritual del culto, antes lo contradice. Un «criminal» colgado de un patíbulo es abominable a
Dios (Dt 21, 23). La forma parece negación punto por punto del ritual: no
templo, sino colina de ajusticiados; no altar, sino cruz ignominiosa; no animal
perfecto, sino hombre condenado; tampoco puede haber ni combustión ni banquete.
Y con semejante negación ritual parece salvarse el sentido auténtico del
sacrificio, que es reconocimiento y entrega.
No voy a
hablar aquí de la polémica profética contra sacrificios ofrecidos en situación
de injusticia o producto de ésta. Selecciono dos textos clásicos que intentan
una corrección o ampliación del sentido del sacrificio. Uno es el Salmo 51, que
sería necesario explicar unitariamente con el precedente, como dos tiempos de
una liturgia penitencial (véase mi libro Treinta Salmos, págs. 189-230).
Entresaco tres versos:
50,14:
Sea tu sacrificio a Dios confesar tu pecado.
23:
Confesar el pecado es sacrificio que me honra.
51,19:
Sacrificio para Dios es un espíritu quebrantado.
Con la
confesión compungida el hombre se humilla ante Dios, el cual acepta esa actitud
profunda como sacrificio valioso, que le honra. A la víctima de la Pascua no se
le ha de «romper=quebrantar» ningún hueso;
un espíritu o conciencia «quebrantado» por
el arrepentimiento es sacrificio que Dios acepta. Cristo no puede confesar
pecados propios; puede solidarizarse con los hombres pecadores y entregarse
compasivamente por ellos. Entrega que puede tener valor sacrificial, según los
textos aducidos. El salmo 40 nos ofrece unos versos que cita y comenta la carta
a los Hebreos 10, 5-10:
40,
7: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas; en cambio, me abriste el oído; no
pides holocaustos ni sacrificios expiatorios;
8:
entonces yo digo: «Aquí estoy»,
9:
porque está escrito en el libro que cumpla tu voluntad.
Dios mío,
lo quiero, llevo tu ley en las entrañas.
La plena
aceptación del designio concreto de Dios sobre la persona equivale a un
sacrificio de sí mismo; y sustituye con creces a holocaustos, sacrificios y
ofrendas. La entrega plena de Cristo al designio del Padre, hasta la muerte,
hasta la muerte en cruz, es sacrificial en sentido profundo, y puede abolir y
sustituir con creces todos los sacrificios precedentes. Pues bien, esa oferta y
entrega de Cristo al Padre, la ofrecemos nosotros como sacrificio eucarístico.
Sólo podemos unirnos a él si asumimos el designio de Dios sobre nosotros,
sacrificando también nuestro radical interés y egoísmo. No es difícil entroncar
este texto con el mencionado de Abrán, y también con la conocida advertencia de
Samuel a Saúl, 1 Sm 15, 22: «Obedecer vale más que
un sacrificio; ser dócil, más que grasa de carneros». La diferencia
consiste en que el salmo 40 no compara o, si lo hace, es para afirmar el
sentido profundo de unas prácticas desvirtuadas.
3. De nuestra cultura. Este dato no es propiamente
bíblico, aunque entronca con un aspecto del pensamiento de Israel. En muchas
lenguas modernas se llama «sacrificio» a
cualquier renuncia que una persona hace por un valor superior. Es frecuente
este uso cuando se refiere al bien de otros.
María
Moliner define: «Renunciar a algo o imponerse una
privación o un trabajo para beneficiar a otro… ». «Los padres se sacrifican por
los hijos», «es una profesión muy sacrificada», etc. Una primera
reacción puede considerar tal uso como un secularizar lo sacro: se llama
sacrificio sin ser sagrado. Una reflexión atenta nos hace descubrir un aspecto
muy valioso del sacrificio de Cristo y de su celebración eucarística.
En
efecto: no se trataba solamente de una formalidad, de someterse al designio del
Padre fuera el que fuera; el contenido contaba también. El designio del Padre
es que su Hijo se sacrificara por los hombres: «por
nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo… padeció y murió».
El
AT conoce la idea de un personaje
inocente que padece por causa y en beneficio de otros (Is 53), pero no lo llama
sacrificio. En cambio, la carta a los Hebreos, que trata ampliamente el tema
del culto judío y cristiano, aconseja:
Hb 13,
15: Por medio de Jesucristo ofrezcamos continuamente a Dios un sacrificio de
alabanza, es decir, el tributo de labios que bendicen su nombre. 16: No os
olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los
que agradan a Dios.
Los
labios que «bendicen» (beraka) «ofrecen un sacrificio de alabanza», y hacer el
bien es «sacrificio» que Dios acepta. Hay
aquí una notable concentración de lenguaje cúltico. No vale minimizarlo con
pretexto de que son metáforas, pues puede suceder que esa práctica cristiana
merezca el nombre de sacrificio mejor que prácticas puramente rituales.
Creo que
este aspecto del sacrificarse por el prójimo, junto a otros aspectos más
bíblicos, nos ayuda a comprender la Eucaristía como sacrificio.
4. Los dos momentos. Podemos observar en todo
sacrificio un momento de destrucción y otro de exaltación. Quemar y elevarse
vuelto aroma; renunciar a un bien y verlo aceptado por aquel a quien estimamos
sumamente; sacrificarse y ver con-sagrado, o sea, sacarlo de mi esfera humana e
interesada y verlo transportado a la esfera divina.
Lo
primero es realidad y expresión. El israelita degüella la víctima, la quema
sobre la leña del altar, y con ello expresa su aniquilamiento ante Dios,
reconoce que su entero ser viene y depende y es de Dios. No algo que posee,
sino él mismo; o él mismo que se posee por la conciencia y libertad. Se da como
un holocausto interior que se expresa en el holocausto real de la víctima
ofrecida. El hombre se siente «polvo y ceniza» (Gn
18, 27; job 30, 19; 42, 6): el polvo que era antes de ser hombre, la ceniza en
que acaba una combustión. En ese reducirse espiritualmente a polvo y ceniza, el
hombre se abre a la transcendencia y es arrastrado por Dios. Como la víctima
aceptada en forma de aroma (reh niboh: Gn 8, 21; frecuente en Lv y Nm).
El
hombre, o la comunidad humana, busca relaciones estables con la divinidad; o
mejor, Dios se adelanta a ofrecerlas. Dios se compromete libremente,
soberanamente; el hombre acepta libremente. Vamos a sellar o marcar el
compromiso. El hombre pone su vida a disposición, al servicio de Dios; la vida
que está en la sangre. Y lo expresa derramando y ofreciendo la sangre de una
víctima. Dios la recibe y consagra, y con ella marca las dos partes: marca el
altar, que es su mesa exclusiva, y marca al pueblo rociándolo (Ex 24, 5-8). Se
lee en voz alta el documento del pacto, se pronuncia en voz alta la aceptación,
y el pacto queda sellado con sangre de sacrificio. En la nueva alianza cumple
esa función la sangre de Cristo, ofrecida al Padre en la cruz y a los hombres
en la Eucaristía.
El «aliado» de Dios quiere ser anfitrión y comensal
de Dios. Para ello «sacrifica» alguna
posesión valiosa (una parte de su ganado, por ejemplo). De este modo anula su
valor útil, renuncia a su posesión y se la ofrece gozosamente a la divinidad,
que la acepta. En ese punto queda consagrada, no puede destinarse a usos
profanos. Aquí sí que vale más la voluntad que el don; porque Dios no se va a
alimentar de esas ofrendas: «¿Comeré yo carne de
toros, beberé sangre de machos cabríos?» (Sal 50, 13). Al aceptar con
agrado la voluntad y el gesto del hombre, Dios establece una comunicación o
comunión. En ese sentido se hace invitado, comensal del hombre. Porque Dios no
se alimenta; o se alimenta de sí mismo, porque su ser es la plenitud sin
límites. (Notemos que el espíritu humano puede alimentarse y enriquecerse con
su pensar y sentir y querer). El hombre quiere ser también comensal de Dios,
como consecuencia de haber invitado a Dios; esto puede suceder sólo por una
comunicación-comunión de Dios, la cual se expresa invitando al banquete de la
víctima sacrificada.
En el
Nuevo Testamento el sacrificio de comunión es la Eucaristía. Hay una renuncia
del hombre a los dones, como expresión. Hay sobre todo una renuncia total de
Cristo como víctima. Sólo atravesando ese momento, puede Cristo comunicar su
nueva vida consagrada, y lo hace consagrando los dones ofrecidos. Aquí retorna
el momento de la glorificación. Es el momento correlativo de la anulación de la
muerte. Es además la condición para comunicarnos su vida, cosa imposible antes:
«¿Cómo puede éste darnos a comer su carne…? Este
modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?» (jn 6, 52.60).
La glorificación es como un vértice: correlativo de la muerte y correlativo de
unos dones. Participando del banquete, también la comunidad queda consagrada.
Renunciando a su vida puramente biológica, puede participar de la vida de
Cristo y hacerse cristiana. Este es el sacrificio de comunión.
5. Fórmulas litúrgicas. Repasemos ahora cómo se
formula este aspecto en los textos de la nueva liturgia. Es común a todos, como
parte del llamado ofertorio, esta invitación y respuesta:
«Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a
Dios Padre Todopoderoso. El Señor reciba de tus manos este sacrificio, para
alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa
Iglesia.»
Dos veces
se llama sacrificio; se indica la oferta y la aceptación; se indica su doble
finalidad (con algo de alianza) para Dios y para los hombres; se afirma su
sentido eclesial.
Todas las
fórmulas, al referirse expresamente a la muerte y resurrección o al misterio
pascual, implican el tema del sacrificio El primer prefacio de la Eucaristía
resume con admirable concisión lo más importante:
«El cual, al instituir el sacrificio de la eterna alianza, se ofreció a
sí mismo como víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en
conmemoración suya. Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos
fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica.»
La
anáfora primera pide «que aceptes y bendigas estos
dones, este sacrificio santo y puro que te ofrecemos»; Y lo repite en
forma afirmativa después de la narración de la institución: «el sacrificio puro… pan de vida eterna y cáliz de eterna
salvación».
La
anáfora segunda lo expresa de otro modo, que resultará claro a la luz de las
explicaciones precedentes:
«El, en cumplimiento de tu voluntad… extendió sus brazos en la cruz… El
cual, cuando iba a ser entregado a su pasión, voluntariamente aceptada…»
La
anáfora tercera suena:
«Te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo…
reconoce en ella la víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu
amistad… Esta víctima de reconciliación… »
De
la anáfora cuarta cito:
«Para cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte, y
resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida. … te ofrecemos su Cuerpo
y Sangre, sacrificio agradable a ti… »
Es
peculiar de esta plegaria eucarística el vincular, como dos víctimas, a Cristo
y a su Iglesia:
«Dirige tu mirada sobre esta víctima que tú mismo has preparado a tu
Iglesia, y concede, a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que,
congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos con Cristo víctima
viva para tu alabanza.»
Ahí
resuena la enseñanza antes citada de la carta a los Hebreos. El sacrificio
eucarístico que celebramos nos inculca el sentido de sacrificio que tiene la
vida cristiana, en su doble vertiente de renuncia y consagración.
6.
Voy a recoger y completar los
datos propuestos. El sacrificio de Cristo es el despojo total de sí para
ofrecerse íntegramente al Padre: «No mi voluntad,
sino la tuya». Para ser íntegra, la entrega ha de incluir la muerte. No
se busca la muerte para poner a prueba (Sab 2), se busca la muerte para poner a
prueba (Sab 2), se acepta la muerte como prueba de amor: «nadie tiene más amor que el que da la vida por los
amigos». Aceptar un designio del Padre que incluye la muerte es despojo
total de sí. Anulándose a sí, se ofrece entero al Padre: es su sacrificio
(Salmo 40). Al aceptarlo, el Padre lo transforma: ¿introduciéndolo en la esfera
divina? -Cristo ya pertenecía a ella. ¿Divinizando la humanidad? -Las
naturalezas no se confunden ni transmutan. El Padre lo transforma glorificando
la humanidad por la resurrección. El sacrificio consagra en cuanto que traslada
de un modo nuevo a la esfera sacra, divina.
Nosotros
reconocemos que todo lo recibimos de Dios, hasta la raíz del ser. En tanto
somos, existimos, en cuanto recibimos ser de Otro. Ahora, en cuanto personas,
poseemos nuestro ser: lo conocemos y realizamos libremente. Para reconocer
nuestra deuda de gratitud total nos despojamos de ello. No por aniquilación,
que no honraría a Dios, sino renunciando a la posesión, para poder ser poseídos
totalmente por el dador. Eso es sacrificarnos. Cuando Dios lo acepta, lo
traspasa a la esfera divina, lo consagra.
Para expresar
nuestro despojo-sacrificio, nos desprendemos de cosas útiles y las ofrecemos a
Dios. Nos desprendemos de su disfrute o consumo. Anulamos su valor útil, las
llenamos de significado o expresión; las ofrendamos. Así puede uno sacrificar
sus flores para adornar una fiesta; los «panes
presentados» en tiempo de carestía significan «quitarse
el pan de la boca». Si Dios acepta nuestras ofrendas, las con-sagra o
sacrifica, las conduce a su esfera. ¿Cómo lo acepta Dios? No materialmente,
pues no lo come ni bebe (Salmo 50). Lo acepta como expresión válida, y puede
emplear símbolos que indiquen la aceptación: consumiendo en el fuego, que es
elemento de la divinidad. En forma de aroma, que es menos material que el
comer, más ligado al aliento vital, a la respiración. Así el incienso
transformado en perfume al quemarse. Pero, por encima de todas nuestras
ofrendas, en un orden diverso, la comunidad cristiana, que es cuerpo de Cristo,
ofrece de nuevo al Padre el sacrificio de su Hijo: la entrega total, el
sacrificio por amor, la muerte, la glorificación. Y se ofrece a Sí para el
designio del Padre, para la vida cristiana del amor fraterno.
LUIS ALONSO SCHÖKEL - MEDITACIONES BÍBLICAS SOBRE LA EUCARISTÍA - SAL-TERRAE
SANTANDER 1987. Págs. 111-121
www.mercaba.org
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