¿Es el hombre un mero accidente biológico?, ¿Es el género humano una
simple etapa en un proceso evolutivo, ciego y sin sentido?, ¿Es esta vida
humana nada más que un destello entre la larga oscuridad que precede a la
concepción y la oscuridad eterna que seguirá a la tumba?
¿POR QUÉ, ESTOY AQUÍ?
¿Soy yo apenas una mota insignificante en el universo, lanzada al ser
por el poder creador de un Dios indiferente, como la cáscara que se arroja sin
pensar por encima del hombro?, ¿Tiene la vida alguna finalidad, algún plan,
algún propósito? ¿De dónde, en fin, vengo? ¿Y por qué estoy aquí?
Estas
cuestiones son las que cualquier persona normal se plantea en cuanto alcanza
edad suficiente para pensar con cierta sensatez. La Doctrina Cristiana es,
pues, sumamente lógica cuando nos propone como pregunta inicial: ¿Quién
nos ha creado?, pregunta a la que, una vez respondida, sigue inmediatamente
esta otra: ¿Quién es Dios? Pero, por el momento, me parece mejor retrasar el
extendernos en estas dos preguntas y comenzar, más bien, con la consideración
de una tercera. Es igualmente básica, igualmente urgente, y nos ofrece un mejor
punto de partida. La pregunta es: ¿Para qué nos hizo Dios?.
Hay dos
modos de responder a esa pregunta, según la consideremos desde el punto de
vista de Dios o del nuestro. Viéndola desde el punto de vista de Dios, la
respuesta es: Dios nos hizo para mostrar su bondad. Dado que Dios es un Ser
infinitamente perfecto, la principal causa por la que hace algo debe ser una
razón infinitamente perfecta. Pero sólo hay una con esta característica para
hacer algo, y es hacerlo por Dios. Por ello, seria indigno de Dios, contrario a
su infinita perfección, si hiciera alguna cosa por una razón inferior a Sí
mismo.
Quizá lo
veamos mejor si nos lo aplicamos a nosotros. Aun para nosotros, la mayor y
mejor razón para hacer algo es hacerlo por Dios. Si lo hago por otro ser humano
-aun algo noble, como alimentar al hambriento-, y lo hago especialmente por esa
razón, sin referirme a Dios de alguna manera, estoy haciendo una cosa imperfecta.
No es una cosa mala, pero sí menos perfecta. Esto sería así aun si lo hiciera
por un ángel o por la Santísima Virgen misma, prescindiendo de Dios. No hay
motivo mayor para hacer algo que hacerlo por Dios. Y esto es cierto tanto para
lo que Dios hace como para lo que hacemos nosotros.
La
primera razón, pues -la gran razón por la que Dios hizo al universo y a
nosotros-, fue para su propia gloria, para mostrar su poder y bondad infinitos.
Su infinito poder se muestra por el hecho de que existimos. Su infinita bondad
por el hecho de que quiere hacemos partícipes de su amor y felicidad. Y si nos
pareciera que Dios es egoísta por hacer las cosas para su propio honor y
gloria, es porque no podemos evitar pensarle en términos humanos. Pensamos en
Dios como si fuera una criatura igual que nosotros. Pero el hecho es que no hay
nada o nadie que merezca más ser objeto del pensamiento de Dios o de su amor
que Dios mismo.
Sin
embargo, cuando decimos que Dios creó el universo (y a nosotros) para su mayor
gloria, no queremos decir, por supuesto, que Dios la necesitara de algún modo.
La gloria que dan a Dios las obras de su creación es la que llamamos gloria
extrínseca. Es algo fuera de Dios, que no le añade nada. Es muy parecido al
artista que tiene gran talento para la pintura y la mente llena de bellas
imágenes. Si el artista pone algunas de ellas sobre un lienzo para que la gente
las vea y admire, esto no añade nada al artista mismo. No lo hace mejor o mis
maravilloso de lo que era.
Así, Dios
nos hizo primordialmente para su honor y gloria. De aquí que nuestra primera
respuesta a la pregunta ¿Para qué nos hizo Dios? sea: para mostrar su bondad.
Pero la principal manera de demostrarla se basa en el hecho de habernos creado
con un alma espiritual e inmortal, capaz de participar de su propia felicidad.
Aun en los asuntos humanos sentirnos que la bondad de una persona se muestra
por la generosidad con que comparte su persona y sus posesiones con otros.
Igualmente, la bondad divina se manifiesta, sobre todo, por el hecho de hacemos
partícipes de su propia felicidad, de hacemos partícipes de Sí mismo.
Por esta
razón, al responder desde nuestro punto de vista a la pregunta ¿Para qué nos
hizo Dios?, decimos que nos hizo para participar de su eterna felicidad en el
cielo. Las dos respuestas son como dos caras de la misma moneda, su anverso y
su reverso: la bondad de Dios nos ha hecho partícipes de su felicidad, y
nuestra participación en su felicidad muestra la bondad de Dios.
Bien, ¿y
qué es esa felicidad de la que venimos hablando y para la que Dios nos hizo?
Como
respuesta, comencemos con un ejemplo: el del soldado americano destinado en una
base extranjera. Un día, al leer el periódico de su pueblo que le ha enviado su
madre, tropieza con la fotografía de una muchacha. El soldado no la conoce.
Nunca ha oído hablar de ella. Pero, al mirarla, se dice: Vaya, me gusta esta
chica. Querría casarme con ella.
La
dirección de la muchacha esta al pie de la foto, y el soldado se decide a
escribirle, sin demasiadas esperanzas en que le conteste. Y, sin embargo, la
respuesta llega. Comienzan una correspondencia regular, intercambian
fotografías y se cuentan todas sus cosas. El soldado se enamora más y más cada
día de esa muchacha a quien nunca ha visto.
Al fin,
el soldado vuelve a casa licenciado. Durante dos años ha estado cortejándola a
distancia. Su amor hacia ella le ha hecho mejor soldado y mejor hombre: ha
procurado ser la clase de persona que ella querría que fuera. Ha hecho las
cosas que ella desearía que hiciera, y ha evitado las que le desagradarían si
llegara a conocerlas. Ya es un anhelo ferviente de ella lo que hay en su
corazón, y esta volviendo a casa.
¿Podemos
imaginar la felicidad que colmará cada fibra de su ser al descender del tren y
tomar, al fin, a la muchacha en sus brazos? ¡Oh! -exclamará al
abrazarla-, ¡si este momento pudiera hacerse eterno! Su felicidad es la
felicidad del amor logrado, del amor encontrándose en completa posesión de la
persona amada. Llamamos a eso la fruición del amor. El muchacho recordará siempre
este instante -instante en que su anhelo fue premiado con el primer encuentro
real- como uno de los momentos más felices de su vida en la tierra.
Es
también el mejor ejemplo que podemos dar sobre la naturaleza de nuestra
felicidad en el cielo: penosamente imperfecto, inadecuado en extremo, pero el
mejor que hemos podido encontrar, porque la primordial felicidad del cielo
consiste exactamente en esto: que poseeremos al Dios infinitamente perfecto y
seremos poseídos por Él, en una unión tan absoluta y completa que ni siquiera
remotamente podemos imaginar su éxtasis.
A quien
poseeremos no será un ser humano, por maravilloso que sea. Será el mismo Dios
con quien nos uniremos de un modo personal y consciente; Dios que es Bondad,
Verdad y Belleza infinitas; Dios que lo es todo, y cuyo amor infinito puede
(como ningún amor humano es capaz de hacer) colmar todos los deseos y anhelos
del corazón humano. Conoceremos entonces una felicidad arrebatadora tal, que ni
el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre, según la cita de San
Pablo (I Cor 2, 9). Y esta felicidad, una vez con- seguida, nunca se podrá
perder.
Pero esto
no significa que se prolongue durante horas, meses y años. El tiempo es algo
propio del perecedero mundo material. Una vez dejemos esta vida, dejaremos
también el tiempo que conocemos. Para nosotros la eternidad no será una
temporada muy larga. La sucesión de momentos que experimentaremos en el cielo
-el tipo de duración que los teólogos llaman aevum-
no serán ciclos cronometradles en horas y minutos. No habrá sentimiento de
espera, ni sensación de monotonía, ni expectación del mañana. Para nosotros, el
AHORA será lo único que contará.
Esto es
lo maravilloso del cielo: que nunca se acaba. Estaremos absortos en la posesión
del mayor Amor que existe, ante el cual el más ardiente de los amores humanos
es una pálida sombra. Y nuestro éxtasis no estará atado por el pensamiento que
un día tendrá que acabar, como ocurre con todas las dichas terrenas.
Por
supuesto, nadie es absolutamente feliz en esta vida. A veces la gente piensa
que lo sería si pudiera alcanzar todo lo que desea. Pero cuando lo consiguen
-salud, riqueza y fama; una familia cariñosa y amigos leales- encuentran que
aún les falta algo. Todavía no son sinceramente felices. Siempre queda algo que
su corazón anhela. Hay personas más sabias que saben que el bienestar material
es una fuente de dicha que decepciona. Con frecuencia, los bienes materiales
son como agua salada para el sediento, que en vez de satisfacer el ansia de
felicidad, la intensifica. Estos sabios han descubierto que no hay felicidad
tan honda y permanente como la que brota de una viva fe en Dios y de un activo
y fructífero amor de Dios. Pero incluso estos sabios encuentran que su
felicidad en esta vida nunca es perfecta, nunca completa. Más aún, son ellos,
más que nadie, quienes conocen lo inadecuado de la felicidad de este mundo, y
es precisamente por eso -por el hecho de que ningún humano es jamás
perfectamente dichoso en esta vida- por lo que encontramos una de las pruebas de
la existencia de la felicidad imperecedera que nos aguarda tras la tumba. Dios,
que es infinitamente bueno, no pondría en los corazones humanos este ansia de
felicidad perfecta si no hubiera modo de satisfacerla. Dios no tortura con la
frustración a las almas que Él ha hecho.
Pero
incluso si las riquezas materiales o espirituales de esta vida pudieran
satisfacer todo anhelo humano, todavía quedaría el conocimiento de que un día
la muerte nos lo quitaría todo -y nuestra felicidad sería incompleta-. En el cielo,
por el contrario, no s6lo seremos felices con la máxima capacidad de nuestro
corazón, sino que tendremos, además, la perfección final de la felicidad al saber
que nada nos la podrá arrebatar. Está asegurada para siempre.
¿QUÉ DEBO HACER?
Me temo
que mucha gente vea el cielo como un lugar donde hallaran a los seres queridos
difuntos, más que el lugar donde encontraran a Dios. Es cierto que en el cielo
veremos a las personas queridas, y que nos alegrará su presencia. Cuando
estemos con Dios, estaremos con todos los que con él están, y nos alegrará
saber que nuestros seres queridos están allí, corno Dios se alegra de que
est6n. Querremos que aquellos que dejamos alcancen el cielo también, como Dios
quiere que lo alcancen.
Pero el
cielo es algo más que una reunión de familiar. Para todos, Dios es quien
importa. En una escala infinitamente mayor, será como una audiencia con el
Santo Padre. Cada miembro de la familia que visita el Vaticano está contento de
que los demos están allí. Pero cuando el Papa entra en la sala de audiencias,
es a él, principalmente, a quien los ojos de todos se dirigen. De modo
parecido, nos conoceremos y amaremos todos en el cielo, pero nos conoceremos y
amaremos en Dios.
Nunca se
resaltará bastante que la felicidad del cielo consiste, esencialmente, en la
visión intelectual de Dios -la final y completa posesión de Dios, al que hemos
deseado y amado débilmente y de lejos-. Y si éste ha de ser nuestro destino
-estar eternamente unidos a Dios por el amor-, de ello se desprende que hemos
de empezar a amarle aquí en esta vida.
Dios no
puede llenar lo que ni siquiera existe. Si no hay un principio de amor de Dios
en nuestro corazón, aquí, sobre la tierra, no puede haber la fruición del amor
en la eternidad. Para esto nos ha puesto Dios en la tierra, Para que, amándole,
pongamos los Pimientos necesario Para nuestra felicidad en el cielo.
En el
epígrafe precedente hablábamos de un soldado que, estacionado en una base
lejana, ve el retrato de una muchacha en un periódico y se enamora de ella. Comienza
a escribirle y, a su regreso al hogar, termina por hacerla suya. Es evidente
que si, para empezar, al joven no le hubiera impresionado la fotografía, o si,
tras unas pocas cartas, hubiera perdido el interés por ella, cesando la
correspondencia, aquella muchacha no habría significado nada para él a su
regreso. Y aun en el caso de que se encontrara en el andén a la llegada del
tren, para él su rostro hubiera sido uno más en la multitud. Su corazón no se
sobresaltaría al verla.
De igual
modo, si no empezamos a amar a Dios en esta vida, no hay modo de unirnos a Él
en la eternidad. Para aquel que entra en la eternidad sin amor de Dios en su
corazón, el cielo, simplemente, no existirá. Igual que un hombre sin ojos no
podría ver la belleza del mundo que le rodea, un hombre sin amor de Dios no
podrá ver a Dios; entra en la eternidad ciego. No es que Dios diga al pecador
impenitente (el pecado no es más que una negativa al amor de Dios): Como tú no
me amas, no quiero nada contigo. ¡Vete al infierno!. El hombre que muere sin
amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su propia
elección. Dios está allí, pero él no puede verle, igual que el sol brilla
aunque el ciego no pueda verlo.
Es
evidente que no podemos amar a quien no conocemos. Y esto nos lleva a otro
deber que tenemos en esta vida. Tenemos que aprender todo lo que podamos sobre
Dios, para poder amarle y mantener vivo nuestro amor y hacerle crecer.
Volviendo a nuestro imaginario soldado: Si ese joven no hubiera visto a la
muchacha, está claro que nunca habría llegado a amarla. No podría haberse
enamorado de quien ni siquiera había oído hablar. Y aun después de ver su
fotografía y quedar impresionado por su apariencia, si el joven no le hubiera
escrito y por la correspondencia conocido su atractivo, el primer impulso de
interés nunca se habría hecho amor ardiente. Por eso estudiamos religión. Por
eso tenemos clases de catecismo en la escuela y cursos de religión en la
enseñanza media y en la superior. Por eso oímos homilías los domingos y leemos
libros y revistas doctrinales. Por eso asistimos a círculos de estudio,
seminarios y conferencias. Son parte de lo que podríamos llamar nuestra
correspondencia con Dios. Son parte de nuestro esfuerzo por conocerle mejor
para que nuestro amor por Él pueda crecer, desarrollarse y conservarse.
Hay, por
descontado, una única piedra de toque para probar nuestro amor por alguien. Y
es hacer lo que complace a la persona amada, lo que le gustaría que hiciéramos.
Tomando una vez más el ejemplo de nuestro soldadito: Si, a la vez que dice amar
a su chica y querer casarse con ella, se dedicara a gastar su tiempo y dinero
en prostitutas y borracheras, sería un embustero de primera clase. Su amor no
sería sincero si no tratara de ser la clase de hombre que ella querría que
fuese.
Parecidamente,
hay un solo modo de probar nuestro amor a Dios, y es haciendo lo que Él quiere
que hagamos, siendo la clase de hombre que Él quiere que seamos. El amor de
Dios no esta en los sentimientos. Amar a Dios no significa que nuestro corazón
deba dar saltos cada vez que pensamos en Él. Algunos pueden sentir su amor de
Dios de modo emocional, pero esto no es esencial. Porque el amor de Dios reside
en la voluntad. No es por lo que sentimos sobre Dios, sino por lo que estamos
dispuestos a hacer por Él, como probamos nuestro amor a Dios. Y cuanto más
hagamos por Dios aquí, tanto mayor será nuestra felicidad en el cielo. Quizá
parezca una paradoja afirmar que en el cielo unos serán más felices que otros,
cuando antes habíamos dicho que en el cielo todos serán perfectamente felices.
Pero no hay contradicción. Aquellos que hayan amado más a Dios en esta vida
serán más dichosos al consumarse ese amor en el cielo. Un hombre que ama a su
novia sólo un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero otro que la ame más
será más dichoso que el primero en la consumación de su amor. De igual modo, al
crecer nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su voluntad) crece nuestra
capacidad de ser felices en Dios.
En
consecuencia, aunque es cierto que cada bienaventurado será perfectamente
feliz, también es verdad que unos tendrán mayor capacidad de felicidad que
otros. Para utilizar un ejemplo antiguo: una botella de cuarto y una botella de
litro pueden ambas estar llenas, pero la botella de litro contiene más que la
de cuarto. 0 para hacer otra comparación: seis personas escuchan una sinfonía;
todos están absortos en la música, pero cada uno la disfruta en seis grados
distintos, que dependerán de su particular conocimiento y apreciación de la
música.
Es, pues,
todo esto lo que el catecismo quiere decir cuando pregunta ¿Qué debemos hacer
para adquirir la felicidad del cielo?, a lo que contesta diciendo: Para
adquirir la felicidad del cielo debemos conocer, amar y servir a Dios en esta
vida. Esa palabra del medio, amar, es la palabra clave, lo esencial. Pero el
amor no se da sin previo conocimiento, hay que conocer a Dios para poder
amarle. Y no es amor verdadero el que no se manifiesta en obras: haciendo lo
que el amado quiere.
ASÍ PUES, DEBEMOS
TAMBIÉN SERVIR A DIOS
Pero,
antes de dar por concluida nuestra respuesta a la pregunta ¿Qué debo hacer?,
conviene recordar que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana debilidad
en este asunto de conocerle, amarle y servirle. La felicidad del cielo es una
felicidad intrínsecamente sobrenatural. No es algo a lo que tengamos derecho
alguno. Es una felicidad que sobrepasa nuestra naturaleza humana, que es
sobrenatural. Aun amando a Dios no sería imposible contemplarle en el cielo si
no nos diera un poder especial. Este poder especial que Dios da a los
bienaventurados, que no forma parte de nuestra naturaleza humana y al que no
tenemos derecho, se llama lumen gloriae. Si
no fuera por esta luz de gloria, la felicidad más alta a que podríamos aspirar
seria la natural del limbo. Esta felicidad sería muy parecida a la que goza el
santo en esta vida cuando está en unión cercana y extática con Dios, pero sin
llegar a verle.
La
felicidad del cielo es una felicidad sobrenatural. Para alcanzarla, Dios nos
proporciona las ayudas sobrenaturales que llamamos gracias. Si Él nos dejara
con sólo nuestras fuerzas, nunca conseguiríamos el tipo de amor que nos
merecería el cielo. Es una clase especial de amor a la que llamamos caridad, y
cuya semilla Dios implanta en nuestra voluntad en el bautismo. Mientras
cumplamos nuestra parte buscando, aceptando y usando las gracias que Dios nos
provee, este amor sobrenatural crece en nosotros y da fruto.
El cielo
es una recompensa sobrenatural que alcanzamos viviendo vida sobrenatural. Y
esta vida sobrenatural es conocer, amar y servir a Dios bajo el impulso de su
gracia. Es todo el plan y toda la filosofía de una vida auténticamente
cristiana.
¿QUIÉN ME
ENSEÑARÁ?
He aquí
una escenita que bien pudiera suceder: El director de una fábrica lleva a uno
de sus obreros ante una nueva máquina que acaba de instalarse. Es enorme y
complicada. El director dice al trabajador: Te nombro encargado de esta máquina.
Si haces un buen trabajo con ello, tendrás una bonificación de cinco mil
dólares a fin de año. Pero como es una máquina muy cara, si la estropeas, te
echo a la calle. Ahí tienes un folleto que te explica la máquina. Y ahora, ¡a
trabajar!
Un
momento -seguramente diría el obrero-. Si esto significa o tener un montón de
dinero o estar sin trabajo, necesito algo más que un librillo. Es muy fácil
entender mal un libro. Y, además, a un libro no se le pueden hacer preguntas.
¿No sería mejor traer a uno de esos que hacen las máquinas? Podría explicármelo
todo y asegurarse de que lo he entendido bien.
Y sería
razonable la petición del obrero. Igualmente, cuando se nos dice que toda
nuestra tarea en la tierra consiste en conocer, amar y servir a Dios, y de que
nuestra felicidad eterna depende de lo bien que lo hagamos, podemos con razón
preguntar: ¿Quién me va a explicar la manera de hacerla? ¿Quién me dirá lo que
necesito saber?
Dios se
ha anticipado a nuestra pregunta y la ha respondido. Y Dios no se ha limitado a
ponemos un libro en las manos y dejar que nos apañemos con su interpretación lo
mejor que podamos. Dios ha enviado a Alguien de la Casa Central para que nos
diga lo que necesitamos saber para decidir nuestro destino. Dios ha enviado
nada menos que a su propio Hijo en la Persona de Jesucristo. Jesús no vino a la
tierra con el único fin de morir en una cruz y redimir nuestros pecados. Jesús
vino también a enseñar con la palabra y el ejemplo. Vino a enseñarnos las
verdades sobre Dios que nos conducen, a amarle, y a mostrarnos el modo de vida
que prueba nuestro amor.
Jesús, en
su presencia física y visible, se fue al cielo el jueves de la Ascensión. Sin
embargo, ideó el modo de quedarse con nosotros como Maestro hasta el fin de los
tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús se modeló un nuevo
tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el que permanece en la
tierra. Las células de su Cuerpo son personas en vez de protoplasma. Su Cabeza
es Jesús mismo, y el Alma es el Espíritu Santo. La Voz de este Cuerpo es la del
mismo Cristo, quien nos habla continuamente para enseñarnos y guiarnos. A este
Cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, llamamos Iglesia.
Es esto
lo que quiere decir el catecismo al preguntar -como nos hemos preguntado
nosotros-. ¿Quién nos enseña a conocer, amar y servir a Dios?, y responder:
Aprendemos a conocer, amar y servir a Dios por Jesucristo, el Hijo de Dios,
quien nos enseña por medio de la Iglesia. Y para que tengamos bien a la mano
las principales verdades enseñadas por Jesucristo, la Iglesia las ha condensado
en una declaración de fe que llamamos Credo de los Apóstoles. Ahí están las
verdades fundamentales sobre las que se basa una vida cristiana.
El Credo
de los Apóstoles es una oración antiquísima que nadie sabe exactamente cuándo
se formuló con las palabras actuales. Data de los primeros días de los
comienzos del Cristianismo. Los Apóstoles, después de Pentecostés y antes de
comenzar sus viajes misioneros por todo el mundo, formularon con certeza una
especie de sumario de las verdades esenciales que Cristo les había confiado.
Con Él, todos se aseguraban de abarcar estas verdades esenciales en su
predicación. Serviría también como declaración de fe para los posibles
converses antes de su incorporación al Cuerpo Místico de Cristo por el
Bautismo.
Así,
podemos estar bien seguros de que cuando entonamos Creo en Dios Padre omnipotente
… recitamos la misma profesión de fe que los primeros convertidos al
Cristianismo –Cornelio y Apolo, Aquila, Priscila y los demás- tan
orgullosamente recitaron y con tanto gozo sellaron con su sangre.
Algunas
de las verdades del Credo de los Apóstoles podíamos haberlas hallado, bajo unas
condiciones ideales, nosotros mismos. Tales son, por ejemplo, la existencia de
Dios, su omnipotencia, que es Creador de cielos y tierra. Otras las conocemos
sólo porque Dios nos las ha enseñado, como que Jesucristo es el Hijo de Dios o
que hay tres Personas en un solo Dios. Al conjunto de verdades que Dios nos ha
enseñado (algunas asequibles para nosotros y otras fuera del alcance de nuestra
razón) se le llama revelación divina, o sea, las verdades reveladas por Dios.
(Revelar viene de una palabra latina que significa retirar el velo.)
Dios
empezó a retirar el velo sobre Sí mismo con las verdades que dio a conocer a
nuestro primer padre, Adán. En el transcurso de los siglos, Dios siguió
retirando el velo poquito a poco. Hizo revelaciones sobre Sí mismo -y sobre
nosotros- a los patriarcas como Noé y Abraham; a Moisés y a los profetas que
vinieron tras Él, como Jeremías y Daniel.
Las
verdades reveladas por Dios desde Adán hasta el advenimiento de Cristo se
llaman revelación precristiana. Fueron la preparación paulatina para la gran
manifestación de la verdad divina que Dios nos daría por su Hijo Jesucristo. A
las verdades dadas a conocer ya directamente por Nuestro Señor, ya por medio de
sus Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo, las llamamos revelación
cristiana. . Por medio de Jesucristo, Dios completó la revelación de Sí mismo a
la humanidad. Ya nos ha dicho todo lo que necesitamos saber para ir al cielo.
Nos ha dicho todo lo que necesitamos saber para cumplir nuestro fin y alcanzar
la eterna unión con el mismo Dios. Consecuentemente, tras la muerte del último
Apóstol (San Juan), no hay nuevas verdades que la virtud de la fe exija que
creamos.
Con el
paso de los años, los hombres usarán la inteligencia que Dios les ha dado para
examinar, comparar y estudiar las verdades reveladas por Cristo. El depósito de
la verdad cristiana, como un capullo que se abre, se irá desplegando ante la
meditación y el examen de las grandes mentes de cada generación. Naturalmente,
nosotros, en el siglo XX, comprendemos mucho mejor las enseñanzas de Cristo que
los cristianos del siglo I. Pero la fe no depende de la plenitud de
comprensión. En lo que concierne a las verdades de fe, nosotros creemos
exactamente las mismas verdades que creyeron los primeros cristianos, las
verdades que ellos recibieron de Cristo y de sus portavoces, los Apóstoles.
Cuando el sucesor de Pedro, el Papa, define solemnemente un dogma -como el de
la Asunción-, no es que presente una nueva verdad para ser creída. Simplemente
nos da pública noticia de que es una verdad que data del tiempo de los
Apóstoles y que, en consecuencia, debemos creer.
Desde el
tiempo de Cristo ha habido muchas veces en que Dios ha hecho revelaciones
privadas a determinados santos y otras personas. Estos mensajes se denominan
revelaciones privadas. A diferencia de las revelaciones públicas dadas por
Jesucristo y sus Apóstoles, aquellas solo exigen el asentimiento de los que las
reciben. Aun apariciones tan famosas como Lourdes y Fátima, o la del Sagrado
Corazón a Santa Margarita María, no son lo que llamamos materia de fe divina.
Si una evidencia clara y cierta nos dice que estas apariciones son auténticas, sería
una estupidez dudar de ellas. Pero aun negándolas no incurriríamos en herejía. Estas
revelaciones privadas no forman parte del depósito de la fe.
Ahora que
estamos tratando del tema de la revelación divina, sería bueno indicar el
volumen que nos ha guardado muchas de las revelaciones divinas: la Santa
Biblia.
Llamamos
a la Biblia la Palabra de Dios porque fue el mismo Dios quien inspiró a los
autores de los distintos Libros que componen la Biblia. Dios les inspiró
escribir lo que Él quería que se escribiera, y nada más. Por su directa acción
sobre la mente y voluntad del escritor (sea éste Isaías o Ezequiel, Mateo o
Lucas), Dios Espíritu Santo dictó lo que quería que se escribiera. Fue, por
supuesto, un dictado interno y silencioso.
El
escritor redactaría según su estilo de expresión propio. Incluso sin darse cuenta
de lo que le movía a consignar las cosas que escribía. Incluso sin percatarse
de estar escribiendo bajo la influencia de la divina inspiración. Y, sin
embargo, el Espíritu Santo guiaría cada rasgo de su pluma. Es, pues, evidente
que la Biblia no está libre de error porque la Iglesia haya dicho, tras un
examen minucioso, que no hay en ella error. La Biblia está libre de error
porque su autor es Dios mismo, siendo el escritor humano no en un mero
instrumento de Dios. El cometido de la Iglesia ha sido decirnos qué escritos
antiguos son inspirados, conservarlos e interpretarlos.
Sabemos,
por cierto, que no todo lo que Jesús enseñó está en la Biblia. Sabemos que
muchas de las verdades que constituyen el depósito de la fe se nos dieron por
enseñanza oral de los Apóstoles y se han transmitido de generación en
generación por los obispos, sucesores de los Apóstoles. Es lo que llamamos
Tradición de la Iglesia: las verdades transmitidas a través de los tiempos por
la viva Voz de Cristo en su Iglesia.
En esta
doble fuente -la Biblia y la Tradición- encontrarnos la revelación divina
completa, todas las verdades que debemos creer.
Fuente Leo J. Trese: La fe
explicada.
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