La elección de estos siete verbos -TENER HAMBRE – COMPARTIR MESA – RECORDAR – ENTREGAR –
ANTICIPAR – «TRAGARSE» A JESÚS – BENDECIR- está hecha mirando aquello
que en la celebración de la Eucaristía aparece recordado, representado, dicho y
recibido y que puede ir configurando la vida de los que participamos en ella.
En realidad, más que de «acceso» habría
que hablar de «circularidad», porque
tratar de vivirlos nos adentra en la Eucaristía; pero es el misterio que allí
celebramos lo que de verdad nos reenvía a vivirlos en nuestra existencia
cotidiana.
Llamo «elementales»
a estos verbos en la misma perspectiva de estas preguntas que también lo
son:
«¿Cómo se puede explicar el hecho -dice J.M. Castillo-
de que una persona se pase gran parte de su vida
comulgando a diario y, después de muchos años recibiendo cada día a Jesús en la
Eucaristía, resulte que tiene los mismos defectos que al principio, o incluso
que tenga defectos y faltas más importantes que cuando empezó a comulgar? ¿Cómo
se puede explicar que tanta gracia, acumulada durante tantos años, no se note,
al menos de alguna manera, en la vida concreta de esa persona?»
2. «¿Cómo es posible -se
pregunta A. Paoli- que, en países de mayoría católica,
mucha gente piadosa que frecuenta la Iglesia, que todos los días recibe la
Eucaristía y que habla de Cristo y adora a Cristo, viva indiferente ante la
injusticia y la desigualdad y, más aún, contribuya con sus opciones políticas y
económicas a mantener cada vez más la desigualdad y la injusticia?»
3. No me considero capaz de contestar a la
radicalidad de esas preguntas. Solamente pretendo provocar una reflexión que
puede hacerse en ámbito comunitario y que al menos nos ayude a planteárnoslas
con un poco más de honradez.
1.
Tener hambre
DESEO/HAMBRE/COMIDA: En una
asamblea numerosísima de religiosas en una casa en medio del campo, celebraba
la Eucaristía un obispo. Todo estaba resultando extremadamente solemne, las
rúbricas eran escrupulosamente observadas, y la homilía versaba sobre la
Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, a razón de diez minutos por nota. En
el jardín había una algarabía de pájaros acomodándose en los árboles al
atardecer, y me distraje pensando que si estuviera Jesús sentado entre los
fieles, como laico que era, a lo mejor se habría levantado y le habría pedido
con muchísimo respeto al obispo si no le importaba callarse un momentito para
que todos pudiéramos escuchar a los pájaros. Eso me inundó de consolación, que
llegó a su cumbre cuando, en el ofertorio, el que ayudaba a misa tropezó,
empujó el cáliz, se derramó el vino, y la agitación que provocó hizo que
aquello empezara a parecerse a una cena de verdad.
Y es que a fuerza de estilizar los símbolos, de
respetar los ritos y de cuidar la liturgia, corremos el peligro de olvidar que
en el origen de lo que celebramos hubo una cena de despedida, y que a lo que
estamos invitados es, no a un espectáculo, ni a una representación, ni a una
conferencia, sino a una comida fraterna.
Y, para comer, lo primero que uno necesita es tener
hambre. Esta realidad, estremecedora en dos tercios de nuestro mundo y que
tendría que quitarnos el sueño al tercio restante, tiene mucho que ver con un
cierto «estado de vigilia» que
mantiene despierto el deseo.
De entre todas las estrategias pastorales de las
que echamos mano a la hora de motivar a la gente para que participe en la
Eucaristía (y de motivarnos nosotros, que buena falta nos hace), quizá ésta de
invitar a contactar con la autenticidad del deseo sea de las más olvidadas. Y,
sin embargo, es la que toca la zona más honda de nuestro ser.
Lo que ocurre es que requiere un trabajo de poda
que no siempre estamos dispuestos a hacer, porque al Deseo con mayúscula lo
debilitan y lo adormecen los pequeños deseos parásitos que se encarga de
inocularnos una sociedad especialista en generarlos. Y así andamos, ingenuos y
desprevenidos, dejándonos invadir en zonas de nuestro ser que deberían ser el
espacio de ese deseo que expresa tan bien el simbolismo del AT:
«Mi alma te ansía en la noche, mi
espíritu en mi interior madruga por ti, ¡con qué ansia por tu nombre y tu
recuerdo!» (Is 26,8-9).
«Mi garganta tiene sed de ti, mi
carne tiene ansia de ti, como tierra seca, agostada, sin agua…
Me saciaré como de enjundia y de
manteca y mis labios te alabarán jubilosos» (Sal 63,2.6).
«Escucha, pueblo mío, por lo que
más quieras, Israel, a ver si me escuchas: abre toda tu boca, que yo la
llenaré….
Ojalá me escuchara mi pueblo y
caminara Israel por mi camino: te alimentaría con flor de harina, te saciaría
de miel silvestre… » (Sal 81,9.16).
«¡Cuánto he deseado cenar con
vosotros esta pascua antes de padecer … !» (Lc 22,14), decía Jesús; pero
nosotros andamos desganados o aparentemente satisfechos, entretenidos en mil
distracciones, y el deseo hondo del Señor y su Reino nos resultan demasiado
exigentes, y su pretensión de totalizar nuestra vida una exageración propia de
tiempos juveniles que se quedaron ya atrás.
«Cuando vuelva el hijo del Hombre,
¿encontrará deseo en la tierra?», podríamos decir parafraseando la frase de
Lucas (cf. /Lc/18/08). Porque quizá nosotros tenemos ya bastante con programar
un viaje o planear unas vacaciones, estar al tanto de las últimas noticias, conseguir
que nos conozca y reconozca una docena más de personas, obtener la felicitación
de un jefe, no tener ni un minuto libre (la agenda llena nos inunda de un
prestigio estresado que se lleva mucho… ), escribir el artículo que dará que
hablar, o lograr, por fin, aquel coche que no desmerece de nuestra importancia…
Es difícil «tener hambre» si son ésas o parecidas las claves desde donde
nos movemos.
Cuenta el libro de los Reyes que, cuando Elías
caminaba por el desierto hacia el Horeb y desfallecía en la marcha, un ángel lo
reconfortó con pan y agua, «y con la fuerza de
aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta llegar al Horeb,
el monte de Dios» (1 Re 19,8). Experimentamos hambre cuando estamos
en marcha hacia algún «Horeb», cuando
nos desgasta el trabajo por el Reino, la preocupación por los otros, la lucha
por un mundo más humano y por abrir caminos al Evangelio; pero el andar
pendientes del «que si subo – que si bajo», agarrados
a la barra del caballo del tío-vivo que gira en torno a nosotros mismos, nos
anestesia peligrosamente y paraliza la urgencia de acudir a ese Pan que
sostiene nuestras fuerzas.
«Querellémonos de nosotros -decía Juan
de Ávila-, que, por querer mirar a muchas partes,
no ponemos la vista en Dios y no queremos cerrar el ojo que mira a las
criaturas para, con todo nuestro pensamiento, mirar a sólo él. Cierra el
ballestero un ojo para mejor ver con el otro y acertar en el blanco, ¿y no
cerraremos nosotros toda la vista a lo que nos daña, para mejor acertar a cazar
y herir al Señor?. Coja y recoja su amor y asiéntelo en Dios quien quiere
alcanzar a DIOS» (4).
La teología y la espiritualidad han dado un giro, y
nos parece fatal eso de «no mirar a las
criaturas»; pero su equivalente fin de siglo sería eso que A.
Chércoles llama «la mirada carroñera», que
ve la realidad como adquisición y revela nuestra codicia posesiva. «Sin Eucaristía no podríamos vivir», dicen
que decían los primeros cristianos, ballesteros determinados a dar en el
blanco, convencidos de necesitar un alimento de vida que viniera de fuera de
ellos mismos, y revelando una actitud que está en las antípodas de la
autosuficiencia y de la dispersión.
Y nosotros ¿nos atreveríamos a decir con sinceridad
que no podríamos vivir sin Eucaristía, o ésta es para nosotros una especie de
«plus piadoso», un complemento alimenticio que no nos dejaría hambrientos si
prescindiéramos de él… ?
1. Podemos preguntamos por nuestros
deseos/hambres:
- dónde los tenemos puestos
- cómo los alimentamos
- cuáles son nuestros «deseos
parásitos»…
2. Puede resultar liberador poner nombre a nuestras
tentaciones de saciedad satisfecha para mantener despierto el deseo de otro Pan
diferente del que intentan vendernos desde tantos mercados.
2.
Compartir mesa
«No serás amigo de tu amigo hasta
que os hayáis comido juntos un celemín de sal», dice un
proverbio árabe. Y eso supone tiempo compartido, conversación prolongada,
confidencias entre amigos… Compartir la mesa es el gran símbolo de la
convivialidad, de la reconciliación y la inclusión; y, desde el AT, los
banquetes son la mejor metáfora de lo que Dios prepara a su pueblo:
«El Señor de los ejércitos prepara
para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos, un
festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos.
El Señor Dios aniquilará la muerte
para siempre, enjugará las lágrimas de todos los rostros y alejará el oprobio
de su pueblo de todo el país, lo ha dicho el Señor»
(ls 25,6-8).
La imagen que elige Jesús para hablarnos de lo que
es central en el Reino, no es la visión extática y beatífica que ha contaminado
de platonismo nuestras imágenes de vida eterna, sino un banquete, una comida
festiva. Su gesto de compartir mesa con gente marginal no era un acto
eucarístico en el sentido estricto del término, pero sí prefiguraba y preparaba
la Eucaristía como culminación de algo que se había ido gestando y expresando
en aquellas comidas en las que los últimos eran acogidos y tenían un lugar
preferente. La primera comunidad recordaba este gesto, profundamente subversivo
precisamente porque incluía a judíos y no judíos, a libres y esclavos, a
mujeres y hombres, a pobres y ricos.
«Partir el pan expresaba y creaba la
fraternidad, porque suprimía las barreras discriminatorias. No era un rito de
evasión o de enclaustramiento, sino un compromiso y una toma de posición frente
a una sociedad dividida en grupos opuestos. Partir el pan iba unido a la
preocupación por que comieran los pobres y desposeídos de la comunidad, y esto
no sólo por razones humanitarias, sino, sobre todo, por una exigencia de formar
la Iglesia concreta, que tiene el deber de rechazar la distinción entre ricos y
pobres» (5).
1. Preguntarnos
- cómo y con quiénes compartimos el
banquete de nuestra vida;
- a quiénes sentamos a nuestra mesa:
la de nuestro tiempo, nuestra amistad, nuestros bienes, nuestro interés…
- a quiénes excluimos y por qué.
2. Dejarnos «provocar»
por estos textos, tratar de detectar qué dinamismos de inclusión están
ya presentes y actuantes dentro y fuera de la Iglesia, para adherimos a ellos.
Discurrir cómo podemos crecer en ese talante de incorporar, agregar, atraer,
vincular… Proyectar «estrategias de inclusión»,
modos concretos de continuar en lo corriente de nuestra vida la
experiencia de ser incluidos que vivimos en cada Eucaristía.
«La Eucaristía es la \\’operación
igualdad\\’. Eucaristía es el pequeño grupo desmenuzado, individualizado y
desigual de Hch 4,32, que se hace comunidad, es decir, se hace \\’un solo
corazón y una sola alma\\’. Y se hace comunidad porque \\’nadie llama
suyos a sus bienes, sino que todo lo tiene en común\\’.
A Dios se le glorifica única y
exclusivamente de una manera eucarística; se le glorifica con el pan y el vino;
se le glorifica repartiendo, comunicando, realizando la comunión real y
material, económica entre nosotros. Existe una sola forma de glorificar a Dios:
es la forma de crear comunión entre nosotros. Toda forma de glorificación de
Dios, si no pasa por la Eucaristía, por esta voluntad absoluta de compartir con
los demás, de celebrar, de comprometerse para celebrar una reconciliación con
los hombres, no es culto a Dios, es una burla» (6).
«Primero sea el pan, después la
libertad.
La libertad con hambre es una flor
encima de un cadáver.
Donde hay pan, allí está Dios .
\\’El arroz es el cielo\\’, dice un
poeta de Asia; la tierra es un plato gigantesco de arroz, un pan inmenso y
nuestro para el hambre de todos.
Dios se hace pan, trabajo para el
pobre, dice el profeta Ghandi.
La Biblia es un menú de pan fraterno
Jesús es el Pan vivo.
El universo es nuestra mesa, hermanos»
(7).
3.
Recordar
Tengo asociado el tema del recuerdo con una tarde
de Jueves Santo en la Escuela Bíblica de Jerusalén, durante la procesión en la
que se lleva el Stmo. Sacramento al monumento. Los celebrantes eran muchos,
casi todos ellos ilustres profesores de Sagrada Escritura; y entre el gótico
simple de la iglesia, los hábitos dominicanos, las facha impresionante de
aquellos hombres, la ciencia que se suponía detrás de cada uno y las voces
graves y bien timbradas con que cantaban el Pange Lingua, el impacto estético
era fortísimo.
Y en aquel momento tuve la sensación -y que me
perdonen los liturgistas- de que toda aquella belleza era ambigua. Es verdad que
abría un camino hacia la trascendencia, pero suponía a la vez una amenaza por
su capacidad de distraemos sutilmente de aquello que estábamos recordando. La
solemnidad, el incienso, el latín, el gótico, las velas y las flores podían
alejarnos de la historia dramática de la que estábamos haciendo memoria: un
galileo arrastrado por las calles de Jerusalén, torturado en unos sótanos,
abucheado por la multitud, sentenciado por las autoridades, ejecutado
públicamente fuera de la ciudad.
Soy consciente de que éste es un tema delicado;
pero, si nos atrevemos a abordarlo, quizá llegaríamos a un reconocimiento
sanante de nuestra tendencia a «transfugamos»
hacia la estética, la ritualización, la majestuosidad, la privatización
o la «lightización» de todo lo que
tenemos a nuestro alcance.
Porque «partir el
pan» es mucho más que un gesto ritual: es una forma de comer que expresa
una forma de vivir. Hacemos memoria de Jesús para seguir haciendo lo que él
hizo: «partirse la vida», «vaciarse hasta la muerte»,
según la expresión del cuarto canto del Siervo (ls 53,12). De esa memoria nace
nuestra fraternidad, y sólo se «reconoce a Jesús
al partir el Pan» cuando el estilo de vida que él expresó en su
entrega se hace presente, aunque sea germinalmente, en los que pretendemos seguirle.
(10).
«Cuidado: guárdate muy bien de
olvidar los hechos que presenciaron tus ojos, que no se aparten de tu memoria
mientras te dure la vida» (Dt 4,9).
Recordar qué es lo que «presenciaron
nuestros ojos», lo que significa para cada uno «hacer memoria de Jesús» y confesarnos las
razones secretas por las que preferimos vivir desmemoriados a volver una y otra
vez al recuerdo perturbador de quien llegó por nosotros «hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8). Y
comprobar desde la propia experiencia cómo ese síndrome amnésico suele ir unido
a la despreocupación y el olvido de todos los que hoy siguen en la cruz. (2).
El texto que viene a continuación puede
ser terapéutico para nuestras evasiones ritualistas y tentaciones de
trivialización:
«Aquella noche Jesús se acordó del
amor de su Padre y de la confianza que le permitía hablar con autoridad; veía,
además, los conflictos a los que le habían arrastrado, poco a poco, sus
solidaridades. Acorralado, como otros muchos antes y después de él; consciente
de que habría podido hallarse del otro lado, del de los fuertes y poderosos, y
sabiendo que aún podía luchar espada en mano, lo que hizo fue tomar un trozo de
pan, partirlo y distribuirlo entre sus amigos diciendo: \\’Ésta es mi vida y os
la doy a vosotros. Siempre que, de una u otra forma, os encontréis en mis
circunstancias, acordaos de mí y haced lo que yo hago ahora\\’. Ésta es la
historia que mueve a los cristianos a reunirse de cara a sus decisiones, sus
opciones de solidaridad y los riesgos de su existencia para acordarse de Jesús,
cuya vida y la de ellos mismos comparten bajo la forma de pan, continuando hoy
de este modo en sus vidas lo que él vivió: su muerte y el sacrificio de su
existencia en fidelidad a sus solidaridades. La muerte de Jesús se halla en el
centro mismo de la Eucaristía, porque ésta remite a los cristianos a los
conflictos históricos en que se encuentran metidos. Les indica que es
precisamente en esos conflictos y en esas crisis y no en las nubes donde se
puede discernir quien es Dios y cuál es el Dios de Jesús. La ejecución de éste
plantea, con toda la seriedad que conllevan la muerte y el rechazo, la cuestión
de nuestras solidaridades y de las solidaridades de Dios» (8).
4.
Entregar
Es éste un verbo que resulta extraño a nuestra
cultura, en la que se conjugan precisamente los contrarios: apropiarse,
guardar, retener, acumular, poseer…
Acostumbrados a la lógica del cálculo, de la medida
y la cautela, no nos es fácil entrar en la lógica de la Eucaristía, en la que
celebramos el máximo derroche, el total despilfarro.
Pero es precisamente eso lo que se nos llama a
celebrar y a vivir: «haced esto en recuerdo mío».
No dice «meditad», «escribid», «reflexionad
teológicamente», «componed himnos», «bordad ornamentos», «organizad
procesiones», «celebrad congresos», sino, sencillamente «hacedlo». No como una ejecución mimética,
sino como algo que nace de dentro, de ese rincón secreto de nuestra verdad
última.
Gracias al relato de la Cena, sabemos (podemos «conocer internamente», diría Ignacio de
Loyola) lo que había en el interior de Jesús ante su muerte. Sin la Eucaristía,
sería posible pensar que murió por una especie de «lógica
de la necesidad», porque no podía ser de otro modo. Sabemos que no fue
así: la noche en que iba a ser entregado, cuando su vida estaba en peligro,
pero aún no había sido detenido y todavía estaba abierta la ocasión de escapar
de una muerte que le pisaba los talones, él hizo el gesto de ponerse entero en
el pan que repartió, e hizo pasar la copa con el vino de una vida que iba a
derramarse hasta la última gota. Y aquel gesto y aquellas palabras, recordadas
en cada Eucaristía, nos permiten adentrarnos en el misterio de una voluntad de
entrega que se anticipa a la pérdida: nadie puede arrebatarle la vida, es él
quien la entrega voluntariamente (cf. Jn 10, 18).
Siempre he pensado que las explicaciones «satisfactorias» (todo aquello de la ofensa
infinita y de un dios neurótico necesitado de una víctima que le diera
reparación adecuada) están grabadas de manera tan indeleble en el pueblo
cristiano porque, en el fondo, nos hacen el favor de dejarnos a nosotros fuera
de ese «ajuste de cuentas» entre el
Padre y Jesús. Y eso nos resulta más cómodo que hacer de su entrega un estilo
de vida, un camino de seguimiento, una llamada perentoria a continuar viviendo
eucarísticamente, es decir, escapando de la espiral de la codicia y de la
posesividad para entrar en la danza de la vida que no se retiene, en el gozo
extraño de ofrecerse y darse, de desvivirse, de entregar todo lo que se es y se
tiene.
1. Podríamos visualizar a cámara lenta el gesto del
ofertorio, con todo lo que implica de desapropiación, desprendimiento, alegría
de poder regalar, disponibilidad, esfuerzo por liberar la posesividad de
nuestras manos. Y observar qué resistencias sentimos si lo que ofrecemos es el
tiempo, las fuerzas, la atención desplazada de nosotros mismos hacia los demás,
la tarjeta de crédito, las llaves de nuestra casa, esos días de «puente» largo que reservábamos para nosotros…
2. Al leer este poema de Rilke, podemos encontrar un
reflejo de la actitud posesiva, que es la opuesta a la del don y en la que
quizá nos reconoceremos «penitencialmente»…
«No te inquietes, Dios.
Ellos dicen \\’mío\\’ a todas las cosas
que son pacientes.
Son como el viento que roza la rama y
dice \\’mi árbol\\’.
Ellos apenas notan cómo arde su mano,
de modo que también en su limbo último podrían sostenerlo sin quemarse.
Dicen \\’mío\\’ como el que al
conversar con campesinos llama amigo al príncipe si el príncipe es muy grande y
está lejos.
Dicen \\’mío\\’ y llaman su posesión a
lo que se cierra cuando se acercan, al modo que un insulso charlatán llama acaso
suyo al sol y al relámpago… » (9)
3. Para tener memoria agradecida, nos ayudaría «levantar acta» de tantas actitudes de
entrega gratuita como existen a nuestro alrededor y que quizá no reconocemos
por pura miopía del corazón…
5.
Anticipar
Si algo fue difícil de encajar para los primeros cristianos,
fue el retraso de la llegada del Señor y del Reino. Detrás de muchas imágenes
de las parábolas que llamamos «escatológicas»,
se esconde el intento de descifrar una realidad desconcertante: por eso
hablan de «noche», de «ausencia», de «retraso»…
; por eso su fe necesitó, como la nuestra, dirigir su mirada a «las cosas últimas», escucharlas,
simbolizarlas, imaginarlas, convertirlas en palabras pronunciables. A esa
necesidad profunda de «anticipar», de
pre-gustar ya aquí algo de lo que será definitivo, responde «literariarnente» el Apocalipsis, y «sacramentalmente» la
celebración eucarística.
«El hebreo, viviendo entre las
demás cosas, las ve todas como promesas: para el hebreo la piedra no
\\’tiene\\’ dureza, no \\’es\\’ dura en el sentido que el griego daría a estas
palabras. La piedra, por eso que llamamos dureza suya, se le presenta como
permaneciendo firme en el futuro, comportándose sólidamente en él. La piedra
\\’es\\’ dura significa: la piedra permanecerá. La verdad no es así un atributo
del presente, sino una promesa del futuro. (… ) La verdad no está oculta tras
el movimiento, como en Grecia, sino tras la historia. La verdad es cuestión de
tiempo. Lo que las cosas son, su destino, será transparente cuando llegue la
\\’consumación de los siglos» (10).
«La verdad es cuestión de tiempo».
La
Eucaristía nos revela cómo será el futuro: una humanidad reconciliada y
fraterna; una mesa para todos, en la que circularán el Pan y la Palabra; una
comunidad reunida en torno al Resucitado y participando de su Vida. Al
acercamos a ella desde la experiencia dolorosa de un mundo dividido y roto,
nuestra esperanza se rehace al celebrar anticipadamente la realización del
sueño de Dios sobre su mundo. Vivir la Eucaristía como anticipación utópica,
como «maqueta» del mundo que el Padre
quiere, nos hace volver a lo cotidiano más capaces de perdonar y de ser
perdonados, más decididos a trabajar por ensanchar espacios en los que cada
hombre y cada mujer encuentren su lugar en torno a la mesa común, más
dispuestos a ser pan compartido y presencia real del amor de Dios para los
últimos. (10).
«Al comulgar aquel día en aquel
pueblecito cerca de La Habana, sentí que el día anterior había vivido la más
grande y verdadera \\’procesión del Santísimo\\’. Al pasear por sus calles,
entrar en las casas, compartir los dolores, la alegría, el milagro de la vida
con la mujer diabética recién parida, la tarta compartida para seis donde no
hay ni harina ni azúcar…. habíamos sido Eucaristía unos para otros, nos
habíamos entregado mutuamente desde lo más profundo y mejor de nosotros… Sentí
la necesidad de adorar a Jesús-Eucaristía en nosotras y en los hermanos
cubanos. Éramos una misma cosa, un mismo corazón entregado y compartido» (Reflexión
de una provincial de mi congregación a raíz de una visita a Cuba).
Podemos evocar otras situaciones en las que el
vivir «eucarísticamente» nos ha hecho
gustar de antemano lo que es nuestro destino final.
2. «Mis manos, esas
manos y Tus manos hacemos este gesto, compartida la mesa y el destino, como
hermanos, las vidas en Tu muerte y en Tu vida.
Unidos en el pan los muchos granos, iremos
aprendiendo a ser la unida Ciudad de Dios, Ciudad de los humanos.
Comiéndote sabremos ser comida.
El vino de sus venas nos provoca.
El pan que ellos no tienen nos
convoca a ser Contigo el pan de cada día.
Llamados por la luz de Tu memoria, marchamos
hacia el Reino haciendo Historia, fraterna y subversiva Eucaristía»
(11)
6.
«Tragarse» a Jesús
Por más que lo he intentado, no he conseguido
encontrar otro verbo menos áspero que éste, que al menos tiene la ventaja de
ser familiar en nuestro vocabulario: «no trago a
tal persona»; «ese disgusto aún no me lo he tragado… »; «todavía lo
tengo aquí» (y señalamos la garganta)… Nos es fácil sacar la lengua
o poner la mano para comulgar y tragamos el Pan, y luego volver a nuestro sitio
con recogimiento y dar gracias lo mejor que podemos. Pero, de vez en cuando,
tendríamos que cambiar la expresión «comulgar»
por la de «tragarnos a Jesús», para
caer un poco más en la cuenta de lo que significaría «tragamos»
su mentalidad (es el metanoeite [«cambiad
de mentalidad»] de Mc 1, 15, o el «tened
los mismos sentimientos que Cristo Jesús» de Flp 2,5), sus
preferencias, sus opciones, su estilo de vida, su extraña manera de vivir, de
pensar y de actuar.
Recuerdo una devota costumbre que me inculcaron de
niña que se llamaba «hacer una comunión
espiritual»: consistía en mandar el Corazón al sagrario (se
recomendaba mucho hacerlo en los viajes, al divisar un campanario) y desear
recibir a Jesús espiritualmente, ya que no podía hacerse sacramentalmente. Se
me ocurre que podría ser un buen ejercicio hacer algo parecido abriendo el
Evangelio al azar y, cuando leamos, por ej.: «El
que quiera ser el mayor entre vosotros que sea vuestro servidor» (Mt
23,12); «No te digo que perdones hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete» (Mt 18,22); «Me dan compasión estas gentes, dadles vosotros de
comer» (Mc 6,34.37 ); «No amontonéis
tesoros en la tierra» (Mt 6,19); «Las
prostitutas os precederán» (Mt 21,3 1) «Prestad
sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35)…, hacer el gesto interior de «tragarnos» eso, de comulgar con ello, de desear,
al menos ir poniéndonos de acuerdo con Jesús, creciendo en afinidad con él,
pidiendo al Padre, con la pobreza de quien se siente incapaz desde sus fuerzas,
que «nos ponga con su Hijo» y nos haga ir teniendo «parte
con él» (cf. Jn 13,8), con las
consecuencias de que sea el «Primogénito de una
multitud de hermanos … »
Este fragmento de un poema de Benjamín
González Buelta puede ayudamos a continuar esta reflexión en una actitud más
orante:
«Te ofreces a nosotros para que
comulguemos con tu presencia y, al acogerte a ti, hecho de tiempo y de historia
nuestra, acojamos también la vida de los otros que en ti se ha hecho sacramento
cercano.
Te ofreces a nosotros para que
comulguemos con tu proyecto que congrega y resucita tantas horas humanas desmenuzadas
como harina por mecanismos que giran como prensas y molinos.
Un día, toda la historia descansará
en tu encuentro, reconciliada eternidad, como el pan y el vino de la vida tuya
y nuestra, compartidos sin codicia en la mesa fraterna donde festejaremos sin
ocaso » (12)
7.
Bendecir
Es el verbo central de la Eucaristía y la médula de
nuestra vida. La palabra griega eucharistía (acción de gracias) tuvo más
fortuna en el NT que eulogia (alabanza), la otra palabra con que la Biblia
griega traduce la berakah hebrea (bendición); y cuando decimos «eucaristía», estamos recogiendo toda la
herencia de bendición, de alabanza y de agradecimiento desbordante que recorre
todo el AT. Una de las experiencias más gozosas de Israel es la de reconocer
que la bendición de su Dios le concede vida, fecundidad, protección. Decir «bendición» es decir regalo, don gratuito
(el «bendecir» de Dios es «bienhacer», dice Alonso Schökel), y los creyentes bíblicos reaccionan con una «bendición
ascendente» que dirige hacia el
Señor su alabanza y su acción de gracias. La bendición es el término que condensa
la riqueza y la originalidad de la tradición en que aprendió a orar Jesús.
A través de ella, el creyente israelita entra en
una triple relación con Dios, con el mundo y con los demás: al repetir
insistentemente a lo largo del día «Bendito
seas, Señor, Dios del universo, por… », reconoce a Dios como origen
de todo lo que existe, al mundo como un don que hay que acoger, y a los demás
como hermanos con los que hay que participar del único banquete de la vida.
«Bendecir significa revelar la
última identidad de las cosas, su profunda interioridad, que consiste en hacer
entrar en relación con el Creador» (13). Los objetos, la actividad, el trabajo, las
relaciones, el espesor de la vida… pueden volverse opacos y ser ocasión de
desencuentro; pero la bendición consigue que la realidad se vuelva translúcida:
ilumina nuestra mirada y la hace llegar hasta llegar hasta Dios, que es su
origen (14).
La Eucaristía, que nació en ese contexto («Tomó el pan y, pronunciada la bendición, se lo dio… »
[Mc 14,22; cf. Mt 26,26; Lc 22,15;1 Cor 11,241) es para nosotros la ocasión de
convertir en bendición nuestra vida entera, de «arrastrar»
hasta ella todo el peso de nuestro agradecimiento, todo lo que en
nosotros y en toda la creación está llamado a convertirse en canción, en «un himno a su gloriosa generosidad» (Ef
1,14).
Tenemos en las manos y en el corazón la opción de
vivir «en clave de murmuración»
(quejas, resentimiento y desencanto, como Israel en el desierto (cf. Ex 16-171)
o «en clave de bendición», descubriendo
en la vida, más allá de su opacidad, la presencia que hacía estremecerse de
alegría a Jesús (cf. Mt 11,25) cuando sentía la «afinidad»
de sus preferencias con las del Padre.
La Eucaristía nos invita a comulgar con su
bendición, su gozo se nos ofrece como un pan que se parte: «Al que venga, le daré un maná escondido… »
(Ap 2,17). «Estoy a la puerta y llamo: si
alguien escucha mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él,
y él conmigo» (Ap 3,20).
Quizá sólo seamos capaces de esos gestos
elementales: poner la mesa, estar despiertos, quedarnos en silencio, vigilar,
reconocer una voz, abrir la puerta, acoger agradecidos ese maná escondido.
2. «Sólo hay sacramento donde hay experiencia
de fe»: Sal Terrae 67/11 (1979) 739-748.
3. Notas mecanografiadas de una conferencia
pronunciada en Medellín.
4. «Carta a una señora en
tiempo de Adviento», en Obras Completas del Beato Juan de Ávila, I,
Madrid 1952, p. 563.
5. M. DíAZ MATEOS, «Te
reconocimos, Señor, al partir el pan»: Páginas 89-90 (Lima, abril 1988)
35.
6. A. PAOLI, Op. cit., p. 7.
7. P. CASALDÁLIGA, Fuego y ceniza al viento,
Santander 1984, p. 81.
8. G. FOUREZ, Sacramentos y vida del hombre.
Celebrar las tensiones y los gozos de la existencia, Santander 1983.
9. R.M. RILKE, «El Libro
de las horas». Antología poética, Madrid 1980.
10. X. ZUBIRI, «Sobre el
problema de la filosofía»: Revista de Occidente 118 (1933) 95-96.
11. P. CASALDÁLIGA, Todavía estas palabras, Estella
1989, p. 80.
12. En el aliento de Dios. Salmos de gratuidad,
Santander 1995, pp. 57-59.
13. C. DI SANTE, La priére d\\’Israél. Aux sources de
la liturgie chrétienne, Paris 1986, p. 48.
14. Son ideas del Rabino BARUK GARZÓN en una
conferencia sobre la oración judía que pronunció en la Facultad de Teología de
Comillas (Madrid) en enero de 1995. SAL TERRAE 1995/05. Págs. 340-354
Por Dolores ALEIXANDRE - Religiosa
del Sagrado Corazón - Profesora de Sagrada Escritura en la Universidad Comillas
- Madrid
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