VATICANO, 13 Jun. 17 / 05:20 am (ACI).- El 19 de noviembre de 2017
se celebrará por primera vez la Jornada Mundial de los Pobres instituida por el
Papa Francisco el 21 de noviembre de 2016 al final del Jubileo Extraordinario
de la Misericordia. “A la luz del ‘Jubileo de las
personas socialmente excluidas’, mientras en todas las catedrales y santuarios
del mundo se cerraban las Puertas de la Misericordia, intuí que, como otro
signo concreto de este Año Santo extraordinario, se debe celebrar en toda
la Iglesia,
en el XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, la Jornada mundial de los pobres”,
explicó en esa ocasión el Papa.
En el Mensaje, el Pontífice asegura que “3l
amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su
ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres”.
NO AMEMOS DE PALABRA
SINO CON OBRAS
1. «Hijos
míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn
3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún
cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo
amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se
hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías
presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que
tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como
Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a
los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien,
y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero
(cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16). Un amor así no puede
quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir
nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier
persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y
pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la
gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra
voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la
misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede
llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de misericordia en
favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran necesitados.
2. «Si
el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha
comprendido la importancia de esa invocación. Está muy atestiguada ya desde las
primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan
a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría»
(6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin
duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó
en la escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque
comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en
una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del
Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino
de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre
todos, según la necesidad de cada uno» (Hch
2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de los
primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha
dedicado a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la
primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier
generación, y por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el
testimonio y animarnos a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol
Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual convicción,
utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos
hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para
hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman?
Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los
ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales?
[...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene
obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana
andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios
os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el
cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está
muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin
embargo, en que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento,
dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha
dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en
efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de
los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido
escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso
ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres. Entre ellos
destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo
largo de los siglos. Él no se conformó con abrazar y dar limosna a los
leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en
ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando
vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo
Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de
ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del
cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder
transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra
de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos
improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas
experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las
necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan,
deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un
compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el
camino del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se
transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma
de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la
carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que
toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la
comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en
la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros
y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales
las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si
queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no
honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del
templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom.
in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a
encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el
calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia
nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a
reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.
4. No olvidemos que para los
discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús
pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad
del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón
humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora
para superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos
creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide
considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición
para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condiciones para
que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades personales y
sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y
sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite
valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos
y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica
pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de
reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación
efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario
que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su
situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras
ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la
pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad que
surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza. Sin
embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor,
la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la
guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el
analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de
personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada.
La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles
intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista
inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la
injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos
pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza
descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con
frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad
humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la
sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni
tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos
jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el
sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de
favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y
reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de
quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de
la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la
Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso
en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29
septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las
manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen
esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la
religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de
la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin
«peros» ni «condiciones»: son manos que
hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la
Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para
que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y
mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más
necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis
predecesores, que son ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se
añada esta, que aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a
todas en su conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a
mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando
ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados
y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer
lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del
descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo
tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión
religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de
cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó
el cielo
y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado
fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la
humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades
cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este
año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se
comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de
solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los
voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo
que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey
del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con
todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la
cruz, pobre,
desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su
completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente
el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan
protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar
al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18,
3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser
maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza
y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia
alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la
providencia del Padre.
8. El fundamento de las diversas
iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre
la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los
pobres. La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades
básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración
manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la
existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús
que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que
recurren al único Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre
nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación y
responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la necesidad de
superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la alegría de la mutua
aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a
los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a
los pobres—, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos
y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada
Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución
concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia
creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos
de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad
más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir
para acoger y vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
FRANCISCO
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