Un bellísimo texto que nos invita a tener más amor y
confianza en la Madre de Dios que también es Madre nuestra: María.
Hoy
recabo la presencia de un amigo, pequeño, zascandil, chisgarabís y poeta. Esto
último le salva. También se orna con ribetes de filósofo, y a menudo me
interroga sobre ciertas grandes cuestiones que escrutan los sabios (no siempre
con éxito). Pero se muestra seguro en asuntos como el que ha de ocuparnos
enseguida. Lo encontré en Belén, pero lo había visto ya en Nazaret, cuando el
Arcángel San Gabriel anunció a María.
Ahora
dice hallarse en una época azul. Sucede, en su opinión, que el azul es el color
mariano por excelencia, y basta que se abra un claro entre las nubes para que
exclame con entusiasmo:
–
¡Mira, el manto azul de la Virgen!
A su
juicio, el cielo visible, cuando está limpio, es el manto de la Madre de Dios.
Así, siempre, dondequiera que va, se encuentra guarecido, seguro, entero,
firme, inexpugnable bajo los pliegues del manto -inmenso o breve, según se
mire-, pero siempre humano. Porque -como ha leído en algún lugar-, para quien
lo sabe amar el mundo pierde el disfraz de infinito «y
se hace pequeño como una canción, como un beso de lo eterno».
El ama
tiernamente los cielos tersos, los lagos altos, limpios, tranquilos de la
montaña y los mares sosegados del mediodía. En ellos percibe con todos los sentidos
la presencia de la Inmaculada.
También
gusta de contemplar, bajo el manto azul, cómo vienen las nubes de lejos,
enormes blancuras que se arrebolan, forman y deforman, se hacen y deshacen con
belleza fascinante ante su mirada absorta. Son pinceladas divinas, luces de
maravilla con las que juega la Luz, envidia de Velázquez, Goyas y Tizianos. Al
fondo, siempre el azul, dando unidad y armonía al cuadro entero; es lo
permanente, lo eterno que presta al alma aquel sosiego sin el cual no vive.
Yo le
pregunto:
-¿Y de noche, no lloras un poco?
Entonces
abre los brazos, solemne, y sentencia:
-Donde el sol se oculta, estalla el cielo. Si de noche
lloras por el sol, no verás las estrellas. Nunca se debe llorar o temer. La luz
no ha desaparecido; se ha ido a los luceros, para cantarnos la inmensidad del
universo, en el que reina como Emperatriz la Madre de Dios. Yo creo en las
noches, concluye el pequeño, con Rilke.
Sigo
indagando:
-¿Pero cuando cae la niebla y nada se ve, o las nubes densas no dejan
resquicio al cielo alto?
-Entonces -explica-,
el corazón se yergue, lo traspasa todo, hasta donde
jamás deja de brillar el sol y es diamantino el azul. También la ausencia
consciente es un modo de presencia, quemazón saludable, que enciende el deseo
de ver y tener. Hay soledades sonoras, músicas calladas, vacíos llenos de
plenitud, como aquel «¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!». Nunca
el Padre Dios -y la Madre Virgen- estuvieron tan metidos en el Corazón de
Cristo. La ausencia viva es presencia aguda, dulce, aunque un poco dolorosa.
Algo así acontece cuando se trata a la Humanidad Santísima de Jesús: Él pone en
el alma un hambre insaciable, un deseo “disparatado” de contemplar su Faz.
En esa
ansia -que no es posible aplacar en la tierra-, hallarás muchas veces tu
consuelo
En esa
ansia -que no es posible aplacar en la tierra-, hallarás muchas veces tu
consuelo (del Via Crucis, del Beato Josemaría)
¿Qué
será, además, contemplar el otro rostro bellísimo, el de la Virgen Santa, que
aguarda allá, tras el manto azul?
Sabiduría antigua
Cuando
son negras las nubes y rugen con la luz lívida del relámpago, mi pequeño amigo
asevera:
-Ya está el diablo metiendo el rabo. Siempre anda como león rugiente,
buscando presa que devorar (esto lo ha leído en San Pedro).
Y yo
inquiero por qué nuestra Madre buena, que podría enviar al infierno el Infierno
entero, permite que el demonio meta el rabo bajo su manto.
El
pequeño teólogo se ajusta las gafas en el ceño y acto continuo extiende el
brazo cuan largo es, vibrando su dedo índice hacia mi cara:
-No debemos olvidar que es muy antigua la sabiduría de la Madre de Dios.
Ella sabe bien que si vemos bajo su manto, algunas veces, el rabo del gran
cornúpeta -corniabierto y astifino-, sabremos inferir que fuera está el diablo
entero, y no saldremos de la zona de seguridad. Aunque el demonio meta el rabo,
¡ahí no pasa nada!
En su
concepto, como en el de ilustres pensadores, el mundo entero es una gran
parábola del Reino de los Cielos. Las parábolas de Jesús no son tan sólo un
modo pedagógico de elevar la mente humana desde las cosas más asequibles a los
más altos misterios, son también una muestra de la más honda y veraz lectura
del mundo. El mero físico, o químico, o biólogo, no entiende casi nada. Sólo ve
en el agua, H2O; y en la vida, DNA.
Pero la
realidad es mucho más. El agua es río y mar, cascada, refrigerio para la boca
cuarteada, pulcritud para el manchado, motivo siempre de encendida acción de
gracias. Las cosas todas son señales indicadoras del Amor divino,
transparencias del poder creador de Dios, de quien proceden y a quien conducen.
El materialismo, el positivismo -¡ay, esos “ismos”…!- han puesto a las gentes
anteojos de madera. Incluso inteligencias agudas que leen y entienden
voluminosos libros ininteligibles, ya no saben leer en las cosas más sencillas
y elocuentes. Les urge volver a la escuela, escuela primaria, a empezar de
nuevo: la eme con la a, ma.
Pero,
cuidado, es preciso escoger bien.
La mejor escuela
La mejor
es, sin duda, la escuela de Santa María, escogida por Dios mismo cuando quiso
hacerse Niño y aprender a ser Hombre. Ella es Sedes sapientiae, Asiento de una
sabiduría más antigua que el mundo. La Liturgia pone en labios de la Madre de
Dios estas palabras de la Escritura: Antes de los siglos, desde el principio me
creó, y por los siglos subsistiré. No es, éste, un principio de orden
cronológico, sino de lógica divina, trascendente al tiempo. Antes del comienzo
de la creación, Dios tiene en su mente la criatura de insuperable belleza,
compendio de toda humana perfección.
Es la que
puede decir: El Señor me estableció al principio de sus tareas, al comienzo de
sus obras antiquísimas. En un tiempo remotísimo fui formada.
Por eso,
hay un clásico que le canta:
Fuera de Dios no hay quien sea tan antigua como vos.
Y le hace
decir Quevedo:
Soy más antigua que el tiempo (…)
Infinitos
siglos antes que criara el firmamento, ya él me había criado en mitad de aquel
silencio.
Pero
oigamos la voz autorizada: “Cuando colocaba los
cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo;
cuando sujetaba el cielo en la altura, y fijaba las fuentes abismales. Cuando
ponía un límite al mar, y las aguas no traspasaban sus mandatos; cuando
asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como aprendiz, yo
era su encanto cotidiano…”.
Niña de los ojos de
Dios
Parece
que la creación entera contiene un cierto sello, un dulce y vigoroso toque
mariano. Cabe una lectura mariana del mundo. Tienen fundamento los versos de
Lope: Vos sois
aquella Niña con que el Señor del cielo y tierra mira.
También
Calderón de la Barca llama a la Virgen niña, Niña de los ojos de Dios. Y
nuestro pequeño amigo remacha gozoso: ¡cabe una lectura mariana del mundo!
Yo
quiero, Madre mía, que tú seas la Niña de mis ojos; ver las cosas todas a tu
luz. Y así, ¡cuánto más hermoso se ve el Niño! Y José, qué espléndido, qué bien
plantado, qué bien trabaja, qué bien habla y qué bien calla; qué santazo es
José: no hay otro como él.
¿Y el
establo? ¡si no huele sino a clavel! ¡si es un palacio lleno de Ángeles, los
Príncipes del Cielo!
¿Y el
sudor de la frente cuando se trabaja recio? Son perlas que se engarzan en la
corona del Rey de reyes. La fatiga ya no enoja, es medio y fuente de santificación.
Incluso las mayores contrariedades, incomprensiones, calumnias, persecuciones,
son piedras preciosas que fulgen y adornan la Cruz victoriosa de Nuestro Señor
Jesucristo.
Y el
infierno ya no son “los otros”, como
acontece en el angustiado mundo ateo de un Jean Paul Sartre. El infierno es lo
que vio Paul Claudel, tras su fulgurante conversión: “pocas
horas me bastaron para enseñarme que el Infierno está allí donde no está
Jesucristo”. ¡Qué mal se pasa si Él no está! Y si se pasa “bien” en apariencia, qué vacío, luego.
El
encuentro con los demás es siempre un encuentro con Cristo. Cristo, que sufre
en los enfermos del cuerpo. Cristo, que sufre más en los enfermos del alma.
Cristo, que triunfa en las almas que están en gracia de Dios y caminan hacia la
santidad.
Cristo,
en la lectura mariana del Evangelio, aparece en toda su belleza, sencilla y
magnífica, humana y divina. Cada detalle de cada gesto, de cada palabra y de
cada silencio de Jesús, adquiere un relieve de intensidad conmovente. Se
desvanecen los temores infundados: la época azul resulta la más cristocéntrica
que pueda pensarse. Nunca se está más cerca de Jesús que cuando se está con su
Madre: ¡El Señor es contigo!
Leer los
grafismos del mundo, siendo María la Niña de nuestros ojos, es descubrir siempre
nuevas bellezas en lo creado y redimido por Cristo; abrirse a la posibilidad
apasionante de hacer de la prosa de cada día, endecasílabos, verso heroico
(Esto lo aprendió el pequeño, como tantas otras cosas, del Beato Josemaría
Escrivá). Una mañana de octubre, de 1967, que esplendía bajo el manto azul de
Navarra, en el campus de la Universidad, con millares de personas embebidas,
nuestro hombre escuchó con emoción contenida estas palabras antológicas: Os
aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de
Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación
cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea
del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde
de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida
ordinaria.
Y qué
gozoso resulta andar, con la Niña de Nuestros Ojos, descubriendo ese algo
divino que en los detalles se encierra. ¡Los detalles! Ahí está sobre todo la
Madre de Dios: en los detalles.
Cualquier
momento es óptimo para comenzar o recomenzar a vivir en el encanto de una
nueva, definitiva e insuperable época azul. Ya no se ansía otra, porque ésta
está siempre abierta a nuevas y mayores maravillas.
PIROPOS A LA MADRE
VIRGEN
Al
pequeño filósofo, como a cualquier hijo de María Santísima, le encanta
encontrar más piropos -antiguos y nuevos- a la Madre de Dios. Por ejemplo, este
de Gómez Manrique: Toda eres toda bella.
No es
poco lo que afirma Jerónimo del Río, que debió de ser un excelente jugador de
ajedrez: Dama con que el Rey mata al diablo, ¡al gran cornúpeta!
En el
Cancionero general de Hernando del Castillo, se encuentra una letanía espléndida:
clara lumbre
luz del día
espejo de Dios
templo santo
perla
zafiro
vaso blanco cristalino
paraíso
huerto precioso
planta de fértil rosa
Rosa
flor de flores
rosa de rosas
madre preciosa
madre cristalina
la rosa entre las flores
lucero amado
Y en el
Poema de la Bestia y el Ángel, se dice que éste es el dogma de María:
…que tiene finura de cristal, hipérbole de amores y gracias de
requiebro.
Todo es
muy razonable si se tiene en cuenta que Ella es el Sol que da a luz al Sol
hermoso (Lope), Madre de fremosura (Alfonso X, Cantiga X), Madre del Amor
hermoso.
Y como es
a la vez Madre de Dios y Madre nuestra, bien dice Calderón cuando en El cubo de
la Almudena explica la universal experiencia de los buenos hijos de Dios: Si
trabajando vosotros aclamáis a María bella, cuidando nosotros de ella, Ella
cuida de nosotros.
Y
Hernando de Talavera, del XVI:
Llena de inmensidad
De aquel Dios inmensurable,
Dios de Dios;
Llena de sonoridad
Del Verbo eterno inefable.
Pero
ahora nos sorprenden unos versos con una enseñanza inesperada, en el Tratado de
la Asunción, del sin par Juan del Encina:
Dame tu gracia graciosa,
gracia de gracia de Dios,
pues, aquél y tu sois dos
en querer sois una cosa,
¡o Madre de Dios y Esposa!
ven, Señora, ven a mí,
que no ay fuerza tan forzosa
que pueda ser poderosa
de escribir de ti y sin ti.
Luego, es
evidente que Ella está con nosotros, los que de Ella escribimos y, sin duda
también, con los que de Ella leemos.
En fin,
para acabar de un plumazo, si no, no habría final, leamos lo dicho por Fray
Pedro Manrique del Beato Alonso de Orozco, que “lo
más de la vida gastó en alabanzas suyas (de María Santísima): perdía el seso en
la consideración de esta Señora, de lo que fue y de lo que merecía”.
Oh, si
esto pudiera decirse del pequeño poeta… Perder el seso, querer con locura a la
Madre de Dios. Esta es una expresión muy del Beato Josemaría Escrivá de
Balaguer: amar a la Virgen con locura: Te daré un consejo, que no me cansaré de
repetir a las almas: que ames con locura a la Madre de Dios, que es Madre
nuestra.
COLECCIÓN ARVO, Nº 130. AÑO XII. DICIEMBRE 1992.
Pbro Dr. Antonio Orozco Delclós
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