Hoy es un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace en
el sepulcro y la Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros este
Señor nuestro. Guarda silencio para aprender del Maestro, al contemplar su
cuerpo destrozado.
Cada uno
de nosotros puede y debe unirse al silencio de la Iglesia. Y al considerar que
somos responsables de esa muerte, nos esforzaremos para que guarden silencio
nuestras pasiones, nuestras rebeldías, todo lo que nos aparte de Dios. Pero sin
estar meramente pasivos: es una gracia que Dios nos concede cuando se la
pedimos delante del Cuerpo muerto de su Hijo, cuando nos empeñamos por quitar de
nuestra vida todo lo que nos aleje de Él.
El Sábado
Santo no es una jornada triste. El Señor ha vencido al demonio y al pecado, y
dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su gloriosa Resurrección.
Nos ha reconciliado con el Padre celestial: ¡ya somos hijos de Dios! Es
necesario que hagamos propósitos de agradecimiento, que tengamos la seguridad
de que superaremos todos los obstáculos, sean del tipo que sean, si nos
mantenemos bien unidos a Jesús por la oración y los sacramentos.
El mundo
tiene hambre de Dios, aunque muchas veces no lo sabe. La gente está deseando
que se le hable de esta realidad gozosa -el encuentro con el Señor-, y para eso
estamos los cristianos. Tengamos la valentía de aquellos dos hombres -Nicodemo
y José de Arimatea-, que durante la vida de Jesucristo mostraban respetos
humanos, pero que en el momento definitivo se atreven a pedir a Pilatos el
cuerpo muerto de Jesús, para darle sepultura. O la de aquellas mujeres santas
que, cuando Cristo es ya un cadáver, compran aromas y acuden a embalsamarle,
sin tener miedo de los soldados que custodian el sepulcro.
A la hora
de la desbandada general, cuando todo el mundo se ha sentido con derecho a
insultar, reírse y mofarse de Jesús, ellos van a decir: dadnos ese Cuerpo, que
nos pertenece. ¡Con qué cuidado lo bajarían de la Cruz e irían mirando sus
Llagas! Pidamos perdón y digamos, con palabras de San Josemaría Escrivá: yo
subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de
Cristo, con el fuego de mi amor…, lo desclavaré con mis desagravios y
mortificaciones…, lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo
enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y
ahí, Señor, descansad!
Se
comprende que pusiesen el cuerpo muerto del Hijo en brazos de la Madre, antes
de darle sepultura. María era la única criatura capaz de decirle que entiende
perfectamente su Amor por los hombres, pues no ha sido Ella causa de esos
dolores. La Virgen Purísima habla por nosotros; pero habla para hacernos reaccionar,
para que experimentemos su dolor, hecho una sola cosa con el dolor de Cristo.
Saquemos
propósitos de conversión y de apostolado, de identificarnos más con Cristo, de
estar totalmente pendientes de las almas. Pidamos al Señor que nos transmita la
eficacia salvadora de su Pasión y de su Muerte. Consideremos el panorama que se
nos presenta por delante. La gente que nos rodea, espera que los cristianos les
descubramos las maravillas del encuentro con Dios. Es necesario que esta Semana
Santa -y luego todos los días- sea para nosotros un salto de calidad, un
decirle al Señor que se meta totalmente en nuestras vidas. Es preciso comunicar
a muchas personas la Vida nueva que Jesucristo nos ha conseguido con la
Redención.
Acudamos
a Santa María: Virgen de la Soledad, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a
comprender -como escribe San Josemaría- que es preciso hacer vida nuestra la
vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la penitencia, para
que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo,
con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás. Sólo así
se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una sola cosa con Él.
Mons.
Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
Comentarios
a la Semana Santa emitidos por la cadena de radio EWTN. Miami, 4 al 11-IV-2004.
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