A todo pecado, sea mortal o venial, hay que dar mucha importancia.
Por: José María Iraburu | Fuente: Catholic.net
–Padre nuestro, perdona
nuestras ofensas.
–Como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden.
Pecado
mortal y pecado venial. Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Reconciliatio et pænitentia (1984, 17), expone los
fundamentos bíblicos y doctrinales de la distinción real entre pecados mortales,
que llevan a la muerte (1Jn 5,16; Rm 1,32), pues quienes persisten en ellos no
poseerán el reino de Dios (1Cor 6,10; Gal 5,21), y pecados veniales, leves o cotidianos (Sant 3,2),
que ofenden a Dios, pero que no cortan la relación de amistad con Él. Ésta es,
en efecto, la doctrina tradicional, que Santo Tomás enseña (STh
I-II,72,5), como también el concilio de Trento
(Dz 1573, 1575, 1577).
–El
pecado mortal es una ofensa a Dios tan terrible, y trae
consigo unas consecuencias tan espantosas, que no puede producirse sin que se
den estas tres condiciones: –materia grave, o al menos apreciada subjetivamente como tal; –plena
advertencia, es decir, conocimiento suficiente de la malicia del acto; y –pleno consentimiento
de la voluntad. Un solo acto, si reune tales condiciones, puede
verdaderamente separar de Dios, es decir, puede causar la muerte del alma. En
este sentido, dice Juan Pablo II, se debe
«evitar reducir el pecado mortal a un acto de “opción fundamental” contra Dios –como hoy se suele decir–,
entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo» (Reconciliatio
17).
La maldad del pecado mortal
consiste en que rechaza un gran don de Dios, una gracia que era necesaria para la vida
sobrenatural. Mata, por tanto, ésta; separa al hombre de Dios, de su amistad
vivificante; desvía gravemente al hombre de su fin verdadero, Dios,
orientándolo hacia bienes creados. En este último sentido ha de entenderse la
expresión «actos desordenados», que hoy
–desafortunadamente– vienen a ser un eufemismo frecuente para evitar la palabra
«pecado».
–El
pecado venial rechaza un don
menor de Dios, algo
no imprescindible para mantenerse en vida sobrenatural. No produce la muerte
del alma, sino enfermedad y debilitamiento; no separa al hombre de Dios
completamente; no excluye de su gracia y amistad (Trento 1551, Errores
Bayo 1567: Dz 1680, 1920); no desvía al hombre totalmente de su fin, sino
que implica un culpable desvío en el camino hacia él. Un pecado puede ser venial
(de venia, perdón, venial, perdonable)
por la misma levedad de la materia, o bien por la imperfección del acto, cuando
la advertencia o la deliberación no fueron perfectos.
No
siempre el pecado venial es sinónimo de pecado leve,
apenas culpable, sin mayor importancia. Conviene saber esto y recordarlo. Así
como la enfermedad admite una amplia gama de diversas gravedades, teniendo al
límite la muerte, de modo semejante el pecado
venial puede ser leve o grave, casi mortal. Imaginen este diálogo:
–¿Esa enfermedad es mortal? –No, gracias a Dios. –Bueno, entonces es leve. –No,
es bastante o muy grave, y si no se sana a tiempo, puede llegar a ser una
enfermedad mortal.
Juan Pablo II, en el lugar citado, recuerda que «el pecado grave se identifica prácticamente, en
la doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal».
Sin embargo, ya se comprende que también el pecado venial puede tener
modalidades realmente graves. Cayetano usa la calificación de «gravia peccata venialia», y Francisco de Vitoria,
con otros, usa expresiones equivalentes (M. Sánchez, Sobre la división del pecado,
«Studium» 1974, 120-123). Pero, como es lógico, son particularmente los
santos, quienes más aman a a Dios, los que más insisten en la posible gravedad
de ciertos pecados veniales.
Así Santa Teresa: «Pecado
por chico que sea, que se entiende muy de advertencia que se hace, Dios
nos libre de él. Yo no sé cómo tenemos tanto atrevimiento como es ir contra un
tan gran Señor, aunque sea en muy poca cosa, cuanto más que no hay poco siendo
contra una tan gran Majestad, viendo que nos está mirando. Que esto me parece a
mí que es pecado sobrepensado, como quien dijera: “Señor, aunque os
pese, haré esto; que ya veo que lo véis y sé que no lo queréis y lo entiendo,
pero quiero yo más seguir mi antojo que vuestra voluntad”. Y que en cosa
de esta suerte hay poco, a mí no me lo parece, sino mucho y muy mucho»
(Camino Perf. 71,3). La reincidencia desvergonzada agrava aún más
la culpa: «que si ponemos un arbolillo y cada día le regamos, se hará tan
grande que para arrancarle después es menester pala y azadón; así me parece es
hacer cada día una falta –por pequeña que sea– si no nos enmendamos de ella» (Medit.
Cantares 2,20).
* * *
–Imperfecciones.
Por otra parte, grandes
autores nos hablan de las imperfecciones, junto a los pecados
mortales y veniales (San Juan de la Cruz, 1 Subida 9,7; 11,2). La
imperfección suele definirse como «la deliberada omisión de un bien mejor».
Pudiendo hacer un bien mayor, se elige hacer un bien menor… ¿Realmente es
pecado? Otros piensan que, más bien, la imperfección es una obra buena, pero no
perfecta. Otros –y yo con ellos– estimamos que es simplemente un pecado venial,
aunque sea muy leve.
No
creemos que existan actos humanos moralmente indiferentes (decimos actos humanos, por tanto conscientes y deliberados). Podrá
haber actos del hombre (andar, comer, escribir) indiferentes por su
especie, es decir, considerados en abstracto. Pero considerados en concreto, en
la acción individual, tales actos serán buenos o malos, según la moralidad
derivada de las circunstancias y del fin del agente (STh I-II,18,9).
Ahora bien, si no hay actos morales
indiferentes, no hay imperfecciones: los
actos humanos o son buenos o son malos –venial o mortalmente pecaminosos–. Así
pues, «la imperfección moral es pecado venial»
(B. Zomparelli, imperfection morale, Dict. de Spiritualité, París 1970,
1625-1630).
Dejemos a un lado en esto si tal cosa es de
precepto o consejo, si es un bien en sí mayor o menor, etc., y veamos la
cuestión sencillamente. Siempre que el hombre
rechaza la íntima moción de la gracia de Dios, peca –venial o mortalmente–; trátese de precepto o
consejo, bien mayor o menor. Si, por ejemplo, una persona tiene conciencia
moral cierta de que Dios quiere darle su gracia para que vaya a misa
diariamente, si no va y se aplica a otra obra buena (trabajar, estudiar, lo que
sea), no incurre simplemente en una imperfección, sino en un pecado venial
–pues el don rechazado no es vital, sino sólo conveniente y precioso–. Y ya
sabemos, por supuesto, que no hay precepto que mande participar diariamente en
la Misa.
* * *
–Evaluación subjetiva del pecado concreto
La división teórica de la gravedad de los
distintos pecados es relativamente sencilla. Pero a la hora de evaluar en
concreto la gravedad de ciertos pecados cometidos, surgen a veces en las
conciencias problemas no pequeños. Señalemos, pues, algunos criterios en orden
al discernimiento.
1.–Aunque
somos personas humanas, hacemos pocos «actos
humanos», si entendemos por
éstos los que proceden de razón y libertad (ST I-II, 1,1; ib.
ad 3m). Los hombres espirituales
tienen una vida muy consciente y deliberada, pero son pocos. La mayoría de los
hombres son carnales, y el sector
consciente y libre de sus vidas es bastante reducido. Obran muchas veces
movidos por su costumbre, por la moda, por las circunstancias, por lo que le
apetece, por lo que le piden. En gran medida, pues, «no
saben lo que hacen» (Lc 23,34; cf. Rm 7,15). Más aún, los que
pecan mucho ponen sus almas tan oscuras, que acaban confundiendo vicio y
virtud, mal y bien. Todos, más o menos, sufrimos estas oscuridades, y todos
hemos de decir ante el Señor: «¿Quién conoce sus
faltas? Absuélveme de lo que se me oculta» (Sal 18,13).
Ahora bien, si en aquello que en nuestra
conciencia hay de consciente y libre nos empeñamos sinceramente en no ofender a
Dios, llegaremos a no ofenderle tampoco en aquellas cosas de las que hoy
todavía apenas somos conscientes. Es decir, la reducción de los pecados
formales, amplía e ilumina cada vez más nuestra conciencia, y nos va librando
incluso de aquellos que llamamos pecados
materiales, que no son realmente
culpables, por faltar en ellos el conocimiento o la voluntariedad. Por el contrario, en los cristianos plenamente crecidos en la gracia
casi todos los actos son humanos, pues en ellos la voluntad obra
según la razón y según «la fe operante por la
caridad» (Gal 5,6).
2.–La
gravedad o levedad de un pecado concreto ha de ser juzgada según el pensamiento
de la fe, esto es, a la luz de la sagrada Escritura y de la enseñanza de
la Iglesia; y no según el temperamento personal o el ambiente en que se vive.
De otro modo, los errores en la evaluación pueden ser enormes.
Las personas juzgan
frecuentemente la gravedad de un pecado según su temperamento y modo de ser. Tal
caballero antiguo no hace casi problema de conciencia si mata a otro en un
duelo de pura vanidad; pero si dijera una mentira grave sentiría terriblemente
manchado su honor y su conciencia. Esta señora rezadora es incapaz de faltar
contra la castidad en los más mínimo, pero maltrata a su empleada, y no ve en
ello nada de malo; ve en ello, más bien, una muestra noble de energía y
autoridad.
Influye también mucho el
ambiente, y también, por supuesto, el mismo medio
eclesial concreto. Faltas, por ejemplo, contra la abstinencia penitencial que
son muy tenidas en cuenta en tal época o Iglesia particular, en otro tiempo y
lugar apenas se consideran. Se dan, pues, en esto errores
de época, graves errores colectivos,
de los cuales, por supuesto, no se libran los cristianos carnales de
nuestro tiempo. Tantos de ellos, por ejemplo, no consideran pecado mortal la
inasistencia a la Misa dominical durante años. Su conciencia está deformada, quizá
a causa de predicaciones falsas.
3.–A
todo pecado, sea mortal o venial, hay que dar mucha importancia. El
dolor por la culpa ha de ser siempre máximo, y en este sentido no tiene mayor
interés llegar a saber si tal pecado fue mortal o venial, venial leve o grave.
Por lo demás, insistimos en que un pecado,
aunque no sea mortal, puede ser muy grave.
En pecados, por ejemplo, contra la caridad al prójimo, desde una
antipatía apenas consentida, pasando por murmuraciones y juicios temerarios,
hasta llegar al insulto, a la calumnia o al homicidio, hay una escala muy
amplia, en la que no se puede señalar fácilmente cuándo un pecado deja de ser
venial para hacerse mortal.
4.–EI
pecado de los cristianos tiene una gravedad especial. «Si pecamos voluntariamente después de haber recibido el
conocimiento de la verdad» ¿qué castigo mereceremos? Si era condenado a
muerte el que violaba la ley de Moisés, «¿de qué
castigo más severo pensáis que será juzgado digno el que haya pisoteado al Hijo
de Dios, y haya profanado la sangre de su Alianza, en la que fue santificado, y
haya ultrajado al Espíritu de la gracia?» (Heb 10,26. 29). A éstos «más les valía no haber conocido el camino de la
justificación, que, después de haberlo conocido, echarse atrás del santo
mandamiento que se les ha transmitido. Les ha pasado lo del acertado proverbio:
“El perro ha vuelto a su propio vómito”, y “el cerdo, recién lavado, se
revuelca en el lodo”» (2Pe 2,21-22).
5.–El
cristiano que habitualmente vive en gracia de Dios, en la duda, debe presumir que
su pecado no fue mortal. Y la presunción será tanto más firme cuanto más
intensa y firme sea su vida espiritual. Recordemos que gracia, virtudes y dones
son hábitos
sobrenaturales infundidos por Dios en el hombre. Y el hábito es
«qualitas difficile mobilis»: implica permanencia y estabilidad, como dice
Santo Tomás (STh I-II, 49,2 ad 3m). La gracia da al hombre una habitual
inclinación al bien, así como una habitual tendencia a evitar el pecado (De
veritate 24,13). Por eso tanto la vida en pecado como la vida en gracia
poseen estabilidad, y la persona no pasa de un estado al otro con facilidad y
frecuencia. Por eso aquellos buenos cristianos que con excesiva facilidad
piensan que tal pecado suyo fue mortal suelen estar equivocados, quizá porque
recibieron una mala formación o porque son escrupulosos. Estiman que puede
perderse la gracia de Dios como quien pierde un paraguas, por puro olvido o
despiste.
Tengamos en cuenta ante todo que cuando el Señor
agarra al hombre fuertemente por su gracia, no consiente tan fácilmente que por
el pecado mortal se le escape. Viviendo normalmente en gracia, caminamos
fuertemente tomados de la mano de Dios. Y como dice Jesús, «lo que me dio mi
Padre es mejor que todo, y nadie podrá arrancar
nada de la mano de mi Padre» (Jn
10,29). Y San Pablo: «¿Quién podrá arrancarnos al
amor de Cristo?… [Nada] podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús,
Señor nuestro» (Rm 8,35.39).
–No
conviene cavilar en exceso tratando de evaluar exactamente la gravedad de un
pecado. Lo que hay que hacer es arrepentirse de él con
todo el corazón. Y aunque el pecado fuere pequeño, sea muy grande el
arrepentimiento.
Los que atormentan su alma
intentando evaluar su culpa, dándole
vueltas y más vueltas, no sacan nada en limpio. Muchas veces son escrupulosos.
Imaginemos que un niño, desobedeciendo a su madre, ha dado un portazo –por
prisa, por enfado, por negligencia, por lo que sea–. Triste sería que luego el
niño, encogido en un rincón, se viera corroído por interminables dudas: «¿Fue un portazo muy fuerte?… No tanto. ¿Quizá trato de
quitarme culpa? Muy suave no fue, ciertamente. ¿Pero hasta qué punto me di
cuenta de lo que hacía?» etc. … Poco tiene eso que ver con la sencillez
de los hijos de Dios, que viven apoyados siempre en el amor del «Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo»
(2Cor 1,3). En no pocos casos, estas cavilaciones morbosas proceden en el fondo
de un insano deseo de controlar humanamente la vida de la gracia y cada una de
sus vicisitudes. Pero muchas veces la evaluación del pecado concreto es
moralmente imposible: «Ni a mí mismo me juzgo –decía
San Pablo–. Quien me juzga es el Señor» (1Cor
4,3-4).
* * *
–Pecados
de omisión. Todos
los días pedimos al Señor en la Misa que perdone nuestros pecados de «pensamiento, palabra, obra u omisión». Estos
pecados de omisión pueden ser muy graves: vivir habitualmente
desvinculado de la santa Misa, ignorar más o menos conscientemente la situación
de un familiar que necesita una ayuda con urgencia, no prestar suficiente
atención de amor al cónyuge, centrándose durante los tiempos libres en alguna
de las tantísimas aficiones que pueden cautivar a la persona; etc. Muchas veces
los pecados de omisión van unidos a pecados de obra. En todo caso, al ser omisiones, con
frecuencia no son advertidos por la conciencia, que capta con más facilidad los
pecados de obra positiva.
Cristo señala y reprueba en
varias ocasiones pecados que son de omisión.
Condena la higuera infructuosa (Mc 11,12-14, 20-21). Las vírgenes imprudentes
de la parábola no se ven privadas del banquete por pecado de comisión, sino de
omisión (Mt 25,11-13). Igualmente es castigado el siervo que no empleó
debidamente su talento (Mt 25, 27-29). En el Juicio final el Señor castiga por
los muchos bienes que, pudiendo hacerlos, no fueron hechos (Mt 25, 41-46). El
rico de la parábola es condenado no por haber causado algún mal al pobre
Lázaro, sino por haberlo ignorado, teniéndolo en la misma puerta de su casa,
sin prestarle nunca ayuda (Lc 16,19-3 l). La omisión de aquellas buenas obras
debidas en justicia o en caridad, que son posibles, ciertamente constituyen un
pecado, un pecado de omisión. Esta verdad nos lleva a reafirmar otra verdad
fundamental que le precede.
* * *
–Las
buenas obras son necesarias para la salvación. Dice
Jesús: «Sed perfectos, como perfecto es vuestro
Padre celestial» (Mt 5,48). «En esto será
glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos» (Jn
15,8). Nosotros, pues, como hijos de Dios, hemos de «andar de una manera digna del Señor, procurando serle
gratos en todo, dando frutos de toda obra buena» (Col 1,10). Por lo
demás, al final de los tiempos vendrá el Señor «para
dar a cada uno según sus obras» (Ap 22,12; cf. Mt 25,19-46; Rm
14,10-12; 2Cor 5,10). Y entonces «saldrán los que
han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado
el mal para la resurrección de condena» (Jn 5,29).
El
cristiano está destinado a la perfección, y exige obras la perfección (per-fectus,
de per-facere). En efecto, «la operación es
el fin de las cosas creadas» (STh I,105,5), pues las potencias se
perfeccionan actualizándose en sus obras propias. Por eso los cristianos,
cooperando con la acción de la gracia divina –que es la que actúa en la persona
«el querer y el obrar» (Flp 2,13)–, alcanzamos la perfección actuando
las virtudes y dones en sus propias obras. Es fácil de entenderlo: si no nos
ejercitáramos en las obras buenas, resistiríamos la gracia de Dios, pues Él quiere
fecundar nuestra libertad dándole una operosidad abundante, de modo que por
ella lleguemos nosotros a la perfección, y al mismo tiempo ocasionemos la de
otros. «Así ha de lucir vuestra luz ante los
hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que
está en los cielos» (Mt 5,16).
Advirtamos, en todo caso, que cuando hablamos de
obras nos referimos igualmente a las obras externas,
que tienen expresión física, como a la realización de obras internas,
de condición predominantemente espiritual
–como, por ejemplo, orar, perdonar una ofensa, renunciar a una reclamación
justa, acordarse de Dios al paso de las horas, etc.–.
El
peligro de tener muchas palabras, y pocas obras siempre
ha sido denunciado por los maestros espirituales, comenzando por los mismos
Apóstoles. San Pedro nos dice que Jesús «pasó
haciendo el bien» (Hch 10,38). Y San Pablo: «Dios no reina cuando se habla, sino cuando se actúa»
(1 Cor 4,20). Y San Juan: «No amemos de
palabra ni de boca, sino con obras y de verdad» (1Jn 3,18). Los pecados
de omisión van directamente en contra de esa operosidad benéfica, que no es
sino docilidad a la gracia de Dios.
San Juan de la Cruz advierte que «para
hallar a Dios de veras no basta sólo orar con el corazón y la lengua,
sino que también, con eso, es menester obrar de su parte lo que es en
sí. Muchos no querrían que les costase Dios más que hablar, y aun eso
mal, y por El no quieren hacer casi nada que les cueste algo» (Cántico
3,2). Santa Teresa insiste siempre: «Vosotras,
hijas, diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf.
32,8). El amor que tenemos al Señor ha de ser «probado
por obras» (3 Moradas 1,7; cf. Cuenta conc. 51). «Obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11). Y
en la más alta perfección cristiana no queda el cristiano inerte y quieto, sino
que, por el contrario, es entonces cuando florece en cuantiosas y preciosas
obras buenas: «De esto sirve este matrimonio
espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (7 Moradas 4,6).
Y lo mismo dice Santa Teresa del Niño Jesús:
«los más bellos pensamientos nada son sin las obras» (Manuscritos
autobiog. X,5).
Así
pues, la fe fiducial luterana, sin obras, es una fe muerta, sin
caridad, pues si estuviera vivificada por la caridad, florecería necesariamente
en obras buenas. No es, por tanto, una fe salvífica: «la
fe, si no tiene obras, es de suyo muerta» (Sant 2,17).
La fe fiducial presuntamente salvífica es, pues,
una caricatura de la fe viva cristiana, que es, bajo la acción de la gracia de
Dios, «la fe operante por la caridad» (Gal 5,6) . En efecto, «no son justos ante Dios los que oyen la Ley, sino
los que cumplen la Ley: ésos serán declarados justos» (Rm 2,13).
Tampoco basta con clamar al Señor, abandonándose pasivamente a su misericordia,
pues «no todo el que dice “¡Señor, Señor!”
entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21).
Pues
bien, el campo católico de trigo no está hoy libre de la cizaña luterana.
Cuando un cristiano deja de ir a Misa, cuando la comunión frecuente no va
acompañada de la confesión frecuente, cuando la absolución sacramental se
imparte y se recibe sin esperanza real de conversión, como una imputación extrínseca
de justicia, cuando tantos creyentes viven tranquilamente en el pecado
mortal habitual –adulterio o lo que sea–, confiados a la misericordia de Dios, que es tan bueno, ¿no
estamos con Lutero ante una vivencia fiducial de
la fe? ¿No se da, aunque sea calladamente, una instalación pacífica
en el simul peccator et iustus?
José María Iraburu, sacerdote
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