Tres han sido los jefes de Estado
que han tenido algún detalle feo con el Papa. El primero fue Putín que las dos
veces que ha visto al Papa, las dos han llegado tarde. La última vez, una hora.
Evidentemente, esto no fue porque hubo mucho tráfico. Fue algo querido. Un
detalle del ultranacionalista. ¿Qué decir de Putin? Putin se define a sí mismo.
Ya no hay nada que añadir.
No me imagino a Putin echando con
cuidado como Nerón una lágrima suya en una lacrimario por la muerte de
Petronio. Primero, porque no hay ningún Petronio en los alrededores de Putin.
El Putin Russicus es una especie que no deja crecer ningún Petronio a su alrededor.
Segundo, si tuviéramos que buscar una película que definiera a este hombre no
sería precisamente Quo Vadis la
escogida, sino alguna de Coppola. (Si me está leyendo alguien de la embajada
rusa, me refiero a Lost in translation.)
La otra que llegó tarde fue la
Reina de Inglaterra. Fue un episodio bien conocido de todos que llegó tarde,
porque así lo quiso. Un ayudante le advirtió que era la hora de marchar, cuando
ya estaban en la sobremesa del almuerzo con el presidente italiano. Y ella
quiso quedarse. Algo lógico en un personaje llevado entre algodones desde que
nació. Ese tipo de ambientes son óptimos para acabar convenciéndose de que el
mundo gira alrededor de uno mismo. Curiosamente, ella es bien conocida por no
admitir este tipo de “descortesías” cuando
se refieren a ella misma. Su ultraexigencia respecto al honor que considera que
le deben los demás choca con ese detalle respecto a lo que ella considera “un igual”. Y no nos olvidemos, la descortesía
deshonra al que la hace, por grande que sea.
El último en sumarse a la lista
ha sido Trump, pidiendo bien tarde (en un acto deliberado) una audiencia con el
Papa. El viejete millonario debió pensar que así “castigaba”
al Papa. Hagámosle un feo, debió indicar Trumpo al Secretario de Estado.
Puro estilo Donald.
Frente a este tipo de detalles,
la elegancia es no darse por aludido. Un detalle descortés sólo infama al que
lo hace.
Pocas veces, muy pocas, y no al
nivel de jefes de Estado, se puede responder con humor a la descortesía, como
en la (falsa) anécdota de Lady Astor cuando le dijo a Churchill:
Si yo fuera su esposa, le pondría veneno en su café.
Si yo fuera su esposa, le pondría veneno en su café.
A lo que
respondió Churchill:
Nancy, si yo fuera su marido, me lo bebería.
Nancy, si yo fuera su marido, me lo bebería.
P. FORTEA
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