Hace pocas fechas, Juan Pablo II
viajó a Siena, la ciudad de una de las mujeres más importantes en la historia
de la Iglesia: un acto de reconocimiento a aquella joven que devolvió al papado
la sede y el prestigio perdidos tras los controvertidos años de Aviñón.
1376. Palacio de los Papas de
Aviñón. Una joven dominica se presenta a las puertas exigiendo ver al Papa. Se
había hecho preceder por cartas en las que pedía, con un dulce descaro, al
Santo Padre que regresara a la diócesis de Pedro, a Roma. Nunca se sabrá por
qué, pero curiosamente el Papa devoraba las cartas de aquella muchacha de
Siena. La religiosa reprochaba al Sumo Pontífice que mantuviera el Papado en el
exilio. Lo hacía con la fuerza contagiante de la ternura: «Yo os digo, dulce Cristo en la tierra, de parte de
Cristo en el Cielo…» Así comenzaba siempre sus misivas en las que exigía
a Gregorio XI el mayor sacrificio que podría pedirle en su vida: regresar a
Roma.
Aviñón era residencia de los Papas
desde hacía 67 años. Las guerras intestinas en Europa, y especialmente en
Italia, llevaron al pontífice a huir de Roma para pedir protección al rey de
Francia. Cuando, a la muerte de Gregorio XI, fue elegido Urbano VI, los
cardenales huyeron de Roma. Se reunieron de nuevo en cónclave y eligieron por
unanimidad antipapa al cardenal Roberto de Ginebra, primo del rey de Francia.
Tomó el nombre de Clemente VII y partió para Aviñón.
Europa se dividió en la
obediencia a dos Papas. La gente no sabía a quién de los dos obedecer. Incluso
algunos santos, como san Vicente Ferrer, se adhirieron a Aviñón.
Catalina de Siena fue entonces el
único nexo de diálogo entre todas las partes. Desde la cátedra de sus
innumerables cartas exigió a unos y a otros la unidad por encima de todo. Su
actividad no se detuvo ante el Papa, a quien le pidió moderar su carácter: «Vuestro peso, que es tan grave, el amor lo hará ser
ligero…» Escribió al cardenal español Pedro de Luna, quien llegaría a
ser el antipapa Benedicto XIII: «Quiero pues, dulce
padre mío, que os enamoréis de la verdad». Escribió varias cartas a la
reina Juana de Nápoles. «Considero mía vuestra
alma…», le decía en señal de cariño.
Cuando murió Catalina de Siena en
1380, la Iglesia seguía desgajada. Sin embargo, el diálogo que emprendió
culminaría más tarde con la reunificación. Eran tiempos de profundo machismo,
donde las mujeres, incluidas las religiosas, eran analfabetas. Catalina, con la
fuerza del amor, demostró que la grandeza de la mujer no está en administrar el
poder temporal, sino en mover los corazones hacia Dios. Hoy día nadie se
acuerda de la larga lista de Papas y antiPapas que se sucedieron en aquellos
años. Sin embargo, todo el mundo conoce a aquella muchacha que murió a los 33
años, Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia.
Jesús Colina.
Roma
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