Un fenómeno cultural de Semana Santa, nos gustan los Domingos de Ramos, pero nos incomodan los Viernes Santos.
Por: Sebastián Campos | Fuente: Catholic-link.com
La contradictoria realidad de un Jesús que el domingo es recibido por
centenares de personas que lo vitorean y reconocen públicamente como Rey
y Mesías; para que, cinco días más tarde, todos esos que se animaban a hablar
de Él en público, a acompañarlo y festejarlo, lo nieguen, se esconden, lo
ignoran, y se callen. Hoy en día,
¿repetimos la misma historia? No sé cómo será en tu ciudad, pero en la mía y en la inmensa mayoría de
las ciudades de mi país (Chile), el Domingo de Ramos es una celebración masiva.
No solo es un éxito estadístico para las parroquias atiborradas de
feligreses que hacen todos sus esfuerzos técnicos para recibir a tal cantidad
de creyentes, sino que también los vendedores de “ramitos”
hacen de las suyas, ofreciendo su producto cual souvenir religioso, imperdible, vital,
litúrgicamente obligatorio.
El Domingo de Ramos se invita a que se haga una
procesión, desde el lugar donde se bendicen los ramos (generalmente un lugar
público) y donde se recuerda la gloriosa y triunfante entrada de Jesús a
Jerusalén; hasta el templo, donde se realiza la Eucaristía del domingo en donde
se lee la pasión de Cristo. Familias
completas acuden a esta fiesta, hasta los niños van y mueven sus ramitos, lo
hemos visto, pues la fe, junto con ser una experiencia personal, también es una
experiencia cultural, propia de nuestros pueblos, por lo que muchas
familias (aunque no vayan a Misa en todo el año) no se pierden ésta, pues es
sumamente necesario que una familia católica tenga “el
ramito bendecido” en casa.
Pero no es la única procesión de la semana. El Viernes Santo, el día más doloroso
del año litúrgico, sin Eucaristía, se apaga la lámpara que todo el resto del
año titila junto al Sagrario. Sin fiesta ni alegría, también se invita a
realizar una procesión, también por las calles o en un lugar público, (tal como
el domingo). Acompañamos el camino del condenado a muerte, del torturado, del
humillado. Caminamos sus pasos, intentamos comprender sus dolores y
llenamos el corazón de agradecimiento, de contrición; porque cuesta
dimensionar su amor expresado en todo eso que ha experimentado voluntariamente.
Pero algo ocurre con la inmensa
feligresía que llenaba hasta el último pasillo del templo el domingo. Ya no se
ven niños, son pocas las familias, más bien vemos personas solas (en su
mayoría adultos mayores) que con mirada solemne, avergonzada, cabizbaja, a paso
arrastrado, meditan cada estación con dolor. Dolor por el Señor torturado,
dolor por su amor inmerecido, dolor porque la procesión podría ser más grande,
dolor por la vergüenza que siente al ver que su pueblo que ha vuelto a negar a
su Señor. Yo mismo he sentido ese dolor. Ese nudo en la garganta porque las
voces apenas dan para entonar alguna famélica canción, porque al final de la
procesión la gente no medita, conversa, se distrae, opina cuál estación es más
linda o si el sistema de audio es malo y no se escucha nada. Mucho más escueto
es el grupo, si la procesión se hace de noche, en un día frío.
Yo no tengo claro qué es lo que ocurre aquí.
Seguro necesitamos que sociólogos y antropólogos que nos expliquen el fenómeno.
Quizás se van de vacaciones aprovechando el feriado, quizás el almuerzo rico en
pescados y mariscos, más la mezcla con vino blanco tan propia de la “abstinencia” de Viernes Santo en Latinoamérica,
dejó a más de algún creyente con pocas energías para caminar. Quizás la
programación televisiva cargada a las historias bíblicas, estaba más
entretenida que vivir en carne propia esas mismas historias. Quizás escapamos
del dolor y de la culpa de sentir que al que van a crucificar está así por
causa mía. Quizás sea todo eso o quizás nada de eso.
Lo que sí sé, es que este fenómeno cultural de Semana Santa lo repetimos en otros momentos del
año. Nos gustan los Domingos de Ramos, pero nos incomodan los Viernes
Santos.
1. Prefiero a un
Jesús victorioso y con poder
Es natural, de cada diez veces que miramos al
cielo, seguro que nueve son para pedir ayuda. Nos gusta un Dios resolutivo, capaz, poderoso, que tenga nuestras vidas
en sus manos. Alguien de confianza. Qué incómodo creer en un Dios que
experimenta dolor, que sufre, que fracasa, que es abandonado por sus amigos.
Un Dios que muere.
Entonces muchas veces, sin quererlo, editamos el
Evangelio de esa misma forma al momento de vivir nuestra vida. Nos gusta creer
que los que esperan en el Señor renuevan sus
fuerzas como las águilas (cf
Isaías 40, 31) o que si creemos todo es posible (cf Marcos 9, 23). Nos
apasiona la idea de que para los hombres es
imposible más para Dios todo es posible (cf Mateo19, 26).
Pero pocas veces nos hacemos camisetas con los versículos que hablan de morir a
nosotros mismos, de incomodarnos, de abrazar la cruz. Nos gusta leer las
historias de las primeras comunidades, que a la sombra de Pedro se sanaban los
enfermos (cf Hechos 5, 15) y que cada vez que se predica a Jesús se convierten
miles a la fe. Pero olvidamos que la mayoría de los discípulos experimentaron
el sufrimiento, la tortura, la soledad y la muerte.
2. Yo lo escupí, yo lo insulté, yo lo negué; y lo sigo
haciendo
Nacimos después de Cristo, es cierto, pero cada
paso que caminamos hoy es un paso afectado por su Salvación, y cada tropezón
que damos es una zancadilla en su camino al Calvario. Hablo por mí. Yo lo escupí, yo me reí en su cara, yo blasfemé en su
contra. Lo he mirado con desprecio al ver su rostro deforme y he sacado cuentas
con avaricia al mirar su túnica hecha de una sola pieza. Yo estuve ahí. Aunque las metidas de patas
son de ahora, dolieron ahí, golpearon ahí, mataron ahí. Y ya no quiero más.
Quiero dejar de ser uno de los morbosos que se acercaba tentado por el circo de
sangre que montaron los romanos, mas, quiero ser como la Verónica y enjugar su
rostro. Que mi vida, hoy dos mil años después, deje de ser ese acero del
martillo que golpeaba sus clavos más y más adentro de sus manos y sus pies. Ya
no quiero ser más responsable de la muerte de un hombre inocente.
3. Mi vida es Domingo de Ramos, Viernes Santo y Domingo de
Resurrección
La vida no es solo Domingo de Ramos. Es una
ilusión infantil pensar que todo consiste en cantar alegremente y esperar a que
se me reciba con alabanzas en cada lugar que llegue. Toda vida es una Semana Santa, con entradas triunfantes, caminos de Cruz
y calvario, y Domingos de Resurrección. Querer pasar de la entrada
gloriosa a la resurrección (sin pasar por la Cruz) tiene más que ver con la
magia que con la fe.
Contemplemos entonces, el regalo de la vida
cristiana no como un castigo o una resignada forma de ganarse el cielo a costa
de sufrimientos y duras pruebas, sino como la oportunidad de imitar el paso de
Jesús por la tierra, con amigos, sufrimientos, milagros, soledad, con días
llenos de fe y otros de desierto y duda, con traiciones y nuevos y mejores
amigos.
Que el vivir el Domingo de Ramos, sea una
expresión de abrazo amoroso a Jesús, un abrazo de bienvenida en donde podamos
aprovechar para decirle al oído: «gracias
por venir al Jerusalén de mi vida, sé lo que vas a hacer por mi esta semana,
por eso he venido a recibirte» y que sigamos sus pasos durante
estos días, cenando junto a Él y sus discípulos, acompañándolo en Getsemaní,
caminando la empinada cuesta hacia su muerte en Cruz y esperando en vela su
gloriosa Resurrección.
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