A medida que los tiempos
transcurrían, la fisonomía que los cristianos le anticipaban al Anticristo
venturo pasó de la monstruosidad de sus rasgos a una compostura ladina de los
mismos, sin dudas más adecuada al supremo engañador que la historia habrá alcanzado
a conocer. Los siglos medios «empezaron a imaginar
una especie de Nerón redivivo y cuadruplicado -dice Castellani-, y lo adornaron de toda suerte de vicios […] No sería
reconocido como salvador de los hombres ni adorado si fuera una monstruosidad
acumulativa de todos los degenerados emperadores romanos de la casa de los
Flavios. Pero los antiguos Padres y los teólogos medievales eran demasiado
sanos para imaginarse todavía más maldad de aquélla», pues la que hoy
pudiera encarnar un césar capaz de amparar su protervia en la monserga
filantrópica, en la impostura de los derechos humanos y en la nauseante levedad
de las costumbres cívicas tras dos siglos largos de liberalismo, esa maldad,
decimos, perdido el sentido del mal, debe ser tanto más indescifrable al común
como recóndita y profunda, extendida en toda la vastedad de las entrañas del
Enemigo, una metástasis de malos designios oportunamente camuflados bajo un
manto de indulgencia falaz, opuesta al integrismo irreductible, alultramontanismo
de aquellos cristianos que aún queden en el desierto del orbe (sin merma de
que no fue la dinastía flavia sino la de los Claudios, con nenes como Tiberio,
Calígula y Nerón, la que sintetizó crudamente cuanto podía suponerse de malvado
en los primeros siglos de nuestra era).
Hoy es más factible adecuar la facha del Adversario al canon democrático
y pluralista, y así lo han hecho los autores que se ocuparon de él en el último
siglo y medio. De nuestra parte, nos permitiremos la licencia de aplicarle el
apelativo de «Anticristo» a los depositarios
del doble orbital poder (civil y religioso) en los tiempos finales, aun cuando
se acostumbre reservar el nombre para el solo investido con la potestad civil.
Fundamos esta dicción en la primera carta de san Juan, que habla de «muchos anticristos» salidos de la Iglesia -que no
del Imperium-, y en el triple ministerio que de Cristo proclamamos, el
de sacerdote, profeta y rey, lo que hace que «Anticristo», por
consecuencia, pueda decirse no sólo de aquel rey contrario a la reyecía del
Señor, sino de aquel “sacerdote” y “profeta” que también pretenden impugnarlo y
usurpar su dignidad. Benson, aplicándole el término a la potestad política,
hace del Anticristo una especie de protector de la humanidad aterrada ante la
perspectiva de guerras y hambrunas, un benefactor implacable de cuantos se le
sujetan voluntariamente. Soloviev lo muestra incluso austero en sus formas,
vegetariano y amigo de los animales. Poco antes Dostoievski, en la Leyenda
del gran Inquisidor, y pese a la diatriba anti-romana de sus líneas,
anticipa increíblemente algo del programa y el espíritu de la Jerarquía
eclesiástica de nuestros días, convencida de que «para el hombre y para la
sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad», capaz de
enrostrarle a Cristo el no haber sucumbido a la primera de sus tentaciones en
el desierto, la de convertir las piedras en panes para comprar con su poder
taumatúrgico la obediencia de los hombres, capaz también de reprocharle a Jesús
la exigencia de su doctrina, hecha para ser observada sólo por los elegidos.
Estos sacerdotes de Satanás podrán afirmar cínicamente, ante la misma faz del
Señor, que nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su
condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar […] Nosotros, entonces, les
daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una
felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad — no,
como Tú, el orgullo […] Hasta les permitiremos pecar — ¡su naturaleza es tan
flaca!—. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo,
infantil. Les diremos que todo pecado cometido
con nuestro permiso será perdonado […] Y nos adorarán como a
bienhechores.
Yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he
soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los
que corrigen tu obra.Menos conocido y más reciente es un texto de Dietrich von Hildebrand escrito en 1969, que tomamos de Una Fides y del que no se nos ofrece mención de la fuente original. Sabemos que el autor incluyó en su El caballo de Troya en la Ciudad de Dios un capítulo dedicado a Teillard de Chardin -esa nueva autoridad rescatada por el magisterio más reciente, y que Von Hildebrand califica simplemente como de «falso profeta»-, pero el Retrato que sigue a estas líneas, de estremecedora actualidad, no sale de esas páginas. Vaya dedicado a quien le quepa el sayo.
Quien niega el pecado original y la necesidad de redención del género humano, anula el significado de la muerte de Cristo en la cruz y es un falso profeta.
Quien olvida que la redención del mundo a través de Cristo es la única fuente de verdadera felicidad y que nada en el mundo puede ser comparado a este único hecho glorioso, ese tal no es más un verdadero cristiano.
Quien no acepta más la absoluta supremacía del primer mandamiento de Cristo -ama a Dios por sobre cualquier otra cosa- y sostiene en cambio que el amor de Dios se expresa sólo en el amor del prójimo, ése es un falso profeta.
Quien ya no sabe entender que el desear una íntima unión con Cristo y una transformación en Cristo es el verdadero significado de nuestra vida, ése es un falso profeta.
Quien proclama que toda moral se basta a sí misma, y por lo tanto no principalmente en la relación del hombre con Dios sino en las cosas que conciernen al bienestar de la humanidad, ése es un falso profeta.
Quien en el daño infligido a nuestro prójimo ve sólo el mal causado a éste y no ve la ofensa a Dios que está implícita en el mismo daño, ése es víctima de la enseñanza de un falso profeta.
Quien ya no percibe la radical diferencia existente entre caridad y benevolencia humanitaria, ése se ha vuelto sordo al mensaje de Cristo.
Quien se halla impresionado y conmovido por las “conquistas cósmicas” y por la “evolución” y por las especulaciones científicas más que por la luz de la Sagrada Humanidad de Cristo reflejada en un santo, o por la victoria sobre el mundo representada por la vida de un santo, ése ya no está compenetrado de espíritu cristiano.
Quien se preocupa por el bienestar material del hombre más que por su santificación, ése ha perdido el sentido cristiano del Universo.
Flavio Infante
[Fuente: In Expectatione]
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