La
reproducción humana artificial, llamada generalmente «asistida»,
goza ya de una amplia aceptación social. Da la impresión de que, por
fin, la ciencia ha encontrado la manera de proporcionar hijos a quienes no los pueden
tener y de eliminar así sufrimientos, sin perjudicar a nadie. Sin embargo, las
apariencias engañan. La opinión políticamente correcta no coincide con la
opinión científica y éticamente bien fundada. Lo saben también todas las
personas que se han formado un juicio propio de acuerdo con los datos de la
ciencia y los principios de la ética humanista y no siguiendo los eslóganes y
las informaciones interesadas de la industria productora de niños y de los
laboratorios de investigación biomédica. Todos ellos saben que, a pesar de
ciertas apariencias y de los éxitos técnicos conseguidos, la producción de
seres humanos en los laboratorios es una práctica que choca con la dignidad de
la persona y que trae consigo numerosos abusos y atentados contra las vidas humanas
incipientes, es decir, contra los hijos. La acción técnica de producir es
apropiada para fabricar objetos, pero es completamente inapropiada para ser
aplicada a las personas.
Cuando se producen
seres humanos en el laboratorio, se comete una injusticia con ellos, porque se
les está tratando como si fueran cosas. La dignidad del ser humano exige que
los niños no sean producidos, sino procreados. La industria productora de seres
humanos ha dado lugar, por primera vez en la historia, a la acumulación en los
centros de reproducción de un número incalculable de embriones humanos que no
van a poder ser gestados por ninguna madre que les dé a luz. El embrión humano
merece, pues, el respeto debido a la persona humana, porque no es una cosa ni
un mero agregado de células vivas, sino el primer estadio de la existencia de
un ser humano. El comienzo de la vida humana sigue y seguirá ligado a las
relaciones sexuales entre el varón y la mujer, que al unirse en el abrazo
conyugal perfeccionan su unión de vida y amor y, al mismo tiempo, generan a los
hijos.
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