Con su palabra, Jesús nos enseña a dirigirnos al Padre suplicando misericordia; con su ejemplo, a comprender y perdonar a nuestros semejantes
I. Padre, perdónanos nuestras
ofensas, pedimos todos los días en el Padrenuestro.
Somos
pecadores, y si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos,
y la verdad no está en nosotros (1), escribe San Juan en su primera Carta. La
universalidad del pecado aparece con frecuencia en el Antiguo Testamento (2) y
es enseñada también en el Nuevo (3).
Cada día
tenemos necesidad de pedir perdón al Señor por nuestras faltas y pecados. Le
ofendemos quizá en cosas pequeñas y sin una expresa voluntariedad actual, con
nuestras acciones y con omisiones; de pensamiento, de palabra y de obra. «Lo
que la revelación nos dice coincide con la experiencia. El hombre, cuando
examina su corazón, comprueba su tendencia al mal, se ve anegado por muchos
males. Esto explica la división íntima del hombre» (4).
Hoy,
mientras hacemos nuestra oración con el Señor, y a lo largo del día, podemos
hacer nuestra aquella jaculatoria del publicano que no se atrevía a levantar la
vista en el Templo, y que reconocía, como nosotros. haber ofendido al Señor:
¡Oh Dios! _decía, lleno de humildad y de arrepentimiento_, ¡ten compasión de
mí, que soy un pecador! (5). ¡Cuánto bien nos puede hacer esta breve oración,
repetida con un corazón humilde! La puso el Señor en boca del publicano de la
parábola, pero para que la repitiéramos nosotros.
Muchas
veces, los hombres suelen confundir el pecado con sus consecuencias. Y les
entristece entonces el fracaso que introduce en su vida personal, o la
humillación de haber faltado a un deber o los daños producidos a otras
personas. Ven el pecado en relación a su propio ideal roto o al mal causado a
otros.
Sin embargo,
no hay pecado sino en cuanto ofensa a Dios; secundariamente, también en
relación a uno mismo, a los demás y a toda la sociedad. He pecado contra Yahvé
(6), afirma el rey David cuando se da cuenta del delito que cometió contra
Urías. Había cometido un adulterio, procurando después la muerte, de forma
vergonzosa, al marido de la adúltera, un amigo y uno de sus mejores generales.
Sin embargo, el adulterio, el crimen perpetrado, el abuso de poder, el
escándalo dado al pueblo, por graves que hubieran sido, los juzgaba superados
en malicia por la ofensa a Dios.
Del
incumplimiento de la ley pueden derivarse desastres y sufrimientos, pero pecado
propiamente sólo existe ante Dios. He pecado contra el Cielo y contra Ti (7),
proclamará el hijo pródigo cuando vuelve arrepentido a la casa paterna. «Sin
estas palabras: He pecado, el hombre no puede entrar verdaderamente en el
misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, para sacar de ella los
frutos de la redención y de la gracia. Estas son palabras_clave. Evidencian
sobre todo la gran apertura interior del hombre hacia Dios: Padre, he pecado
contra Ti ( … ).
»El
Salmista habla aún más claramente: Tibi soli peccavi, contra Ti sólo pequé (Sal
50, 6).
»Ese
"Tibi soli" no anula las demás dimensiones del mal moral, como es el
pecado en relación a la comunidad humana. Sin embargo, "el pecado" es
un mal moral de modo principal y definitivo en relación con Dios mismo, con el
Padre en el Hijo. Así, pues, el mundo (contemporáneo) y el príncipe de este
mundo trabajan muchísimo para anular y aniquilar este aspecto en el hombre.
»En
cambio, la Iglesia ( … ) trabaja sobre todo para que cada uno de los hombres se
encuentre a sí mismo con el propio pecado ante Dios solo, y en consecuencia
para que acoja la penitencia salvífica del perdón contenida en la pasión y en
la resurrección de Cristo» (8).
¡Qué gran
don del Cielo es poder reconocer nuestros pecados, sin excusas ni mentiras, y
acercarnos hasta la fuente inagotable de la misericordia divina y poder decir:
Padre, perdónanos nuestras ofensas! ¡Qué paz tan grande da el Señor!
II. No basta con reconocer
nuestros pecados, «es preciso que su recuerdo sea doloroso y amargo, que hiera
el corazón, que mueva el alma al arrepentimiento; de modo que, sintiéndonos
angustiados interiormente, nos movamos a recurrir a Dios nuestro Padre,
pidiéndole con humildad que nos saque las espinas de los pecados, clavadas en
nuestra alma» (9).
El Señor
está dispuesto a perdonarlo todo de todos. Al que viene a Mí _nos dice_ Yo no
lo echaré fuera (10). No es voluntad de vuestro Padre que está en los cielos
_nos enseña en otro lugar- que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos (11).
Es más: como enseña Santo Tomás, la Omnipotencia de Dios se manifiesta, sobre
todo, en el hecho de perdonar y usar de misericordia, porque la manera que Dios
tiene de mostrar que tiene el supremo poder es perdonar libremente (12).
En el
Evangelio aparece la misericordia de Jesús para con los pecadores como una
constante que se repite una y otra vez: los recibe, los atiende, se deja
invitar por ellos, los comprende, los perdona. A veces los fariseos lo
criticaban por esto, pero Él los recrimina diciéndoles que no necesitan médico
los sanos sino los enfermos, y que el Hijo del hombre ha venido a buscar lo que
estaba perdido (13).
La ofensa
ha de ser perdonada por el ofendido. El pecado solamente puede ser perdonado
por el mismo Dios. Así lo hicieron notar a Jesús unos fariseos: ¿Quién puede
perdonar los pecados sino sólo Dios? (14). El Señor no rechazó estas palabras,
sino que se sirvió de ellas para mostrarles que Él tiene ese poder precisamente
porque es Dios.
Después
de la Resurrección, lo trasmitió a su Iglesia, para que Ella, por medio de sus
ministros, lo pudiese ejercer hasta el fin de los tiempos: Recibid el Espíritu
Santo _dijo a los Apóstoles_; a quienes perdonéis los pecados, les serán
perdonados, a quienes se los retuvierais les serán retenidos (15).
Al Señor
le encontramos siempre dispuesto al perdón y a la misericordia en el sacramento
de la Confesión. «Podemos estar absolutamente ciertos _enseña el Catecismo
Romano_ de que Dios está inclinado hacia nosotros de tal modo que con muchísimo
gusto perdona a los que de veras se arrepienten. Es verdad que pecamos contra
Dios (…), pero también es verdad que pedimos perdón a un Padre cariñosísimo,
que tiene poder para perdonarlo todo, y no sólo dijo que quería perdonar, sino
que además anima a los hombres para que le pidan perdón, y hasta nos enseña con
qué palabras lo hemos de pedir. Por consiguiente, nadie puede tener duda de que
_porque Él lo ha dispuesto_ en nuestra mano está, por así decir, recobrar la
gracia divina» (16).
III. Perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, rezamos cada día, quizá
muchas veces. El Señor espera esta generosidad que nos asemeja al mismo Dios.
Porque si vosotros perdonáis a otro sus faltas, también os perdonará vuestro
Padre celestial (17). Esta disposición forma parte de una norma frecuentemente
afirmada por el Señor a lo largo del Evangelio: Absolved y seréis absueltos.
Dad y se os dará… La medida que uséis con otros, ésa se usará con vosotros
(18).
Dios nos
ha perdonado mucho, y no debemos guardar rencor a nadie. Hemos de aprender a
disculpar con más generosidad, a perdonar con más prontitud. Perdón sincero,
profundo, de corazón. A veces nos sentimos heridos sin una razón objetiva; sólo
por susceptibilidad o por amor propio lastimado por pequeñeces que carecen de
verdadera entidad. Y si alguna vez se tratara de una ofensa real y de
importancia, ¿no hemos ofendido nosotros mucho más a Dios? Él «no acepta el
sacrificio de quienes fomentan la división: los despide del altar para que
vayan primero a reconciliarse con sus hermanos: Dios quiere ser aplacado con
oraciones de paz. La mayor obligación para Dios es nuestra paz, nuestra
concordia, la unidad de todo el pueblo fiel en el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo» (19).
Con
frecuencia debemos hacer examen para ver cómo son nuestras reacciones ante las
molestias que en alguna ocasión la convivencia puede llevar consigo. Seguir a
Cristo en la vida corriente es encontrar, también en este punto, el camino de
la paz y de la serenidad. Debemos estar vigilantes para evitar la más pequeña
falta de caridad externa o interna. Las pequeñeces diarias _normales en toda
convivencia_ no pueden ser motivo para que disminuya la alegría en el trato con
quienes nos rodean.
Si alguna
vez tenemos que perdonar alguna ofensa real, entendamos que ésa es una ocasión
muy particular de imitar a Jesús, que pide perdón para los que le crucifican;
nos hará saborear el amor de Dios, que no busca su propia ventaja; se enriquece
el propio corazón, que se hace más grande, con mayor capacidad de amar. No
debemos olvidar entonces que «nada nos asemeja tanto a Dios corno estar siempre
dispuestos al perdón» (20). La generosidad con los demás conseguirá que la
misericordia divina perdone tantas flaquezas nuestras.
1 I Jn, 8.
2 Cfr. Job 9, 2; 14, 4; Prov 20, 9; Sal 13, 1 1 ss.: etc. , 50; 4_
3 Cfr. Rom 3, 10 18. _
4 CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, 13.
5 Lc 18, 13.
6 2 Sam 12, 13.
7 Lc 15,
18. –
8 JUAN
PABLO II, Angelus 16_III_1980.
9
CATECISMO ROMANO, IV, 14, n. 6.
10 Jn 10,
37.
11 Mt 18,
14.
12 SANTO
TOMÁS, Suma Teológica, 1, q. 25 a. 3 ad 3.
13 LC 19,
10.
14 Cfr.
LC 5, 18 25. _
15 Cfr.
Jn 20, 19 23. _
16
CATECISMO ROMANO, IV, 24, n. 11.
17 Mt 14,
15.
18 Cfr.
LC 6, 37 38. – _
19 SAN
CIPRIANO, Tratado de la oración del Señor, 23.
20 SAN JUAN
CRISÓSTOMO, Homilías sobre San Mateo, 19, 7.
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