Vivimos en una sociedad que nos
repite continuamente que todo es relativo, todo fluye, cambia, se transforma.
Nada tiene vigencia más allá de nuestros deseos y el tiempo en que se mantienen
los consensos humanos.
El lenguaje que utilizamos nos
juega constantemente malas pasadas, ya que impera un entendimiento nominalista de lo que nos rodea. Nadie
hubiera pensado que las tesis de Guillermo de Ockham pudieran crearnos tantos
problemas en la actualidad.
La verdadera
libertad es para el bien. Elegir el mal es carencia, privación de libertad. La
razón de esto es fácil. La voluntad humana es libre. Pero resulta que el objeto
propio de la voluntad es el bien. Luego, si es libre, es libre para elegir el bien, que es su objeto, o para
rechazarlo, pero no para elegir el mal. El libre albedrío ha sido dado
para amar el bien. Y ésta es la verdad más auténtica, aunque es muy poco creída. (San Agustín, La Ciudad
de Dios. Notas al capítulo XVI)
Nos atrevemos a hablar de
verdades absolutas y relativas, como si pudiera existir más de una Verdad, que
es Cristo. Elevamos las realidades
individuales al rango de la misma Verdad, alejando de nosotros toda posibilidad
de trascendencia. La trascendencia sólo se puede comunicar cuando
Verdad, Belleza y Bondad están presentes en la justa y debida proporción. Esto
sólo puede ser alcanzado cuando actuamos guiados por la Gracia de Dios.
Pero, aunque tengamos claro todo esto,
es normal que nos sintamos cansados de luchar contra la marea social, que nos
intenta arrastrar con razones prácticas, útiles y placenteras. El Papa
Francisco nos habla de ello:
"Vivimos una época de escepticismo
respecto a la Verdad. El papa Benedicto XVI se refirió en numerosas ocasiones
al relativismo, la tendencia a creer
que nada es definitivo y que la verdad viene dada por el consenso y por
lo que creemos y por ello en esta época marca por el relativismo es necesario
preguntarnos como Pilato: ¿Que es la Verdad?"
El Papa añadió que “la Verdad, con mayúscula, no es una idea que nosotros nos
hacemos o que consensuamos, sino una
persona con la que nos encontramos. Cristo es la Verdad, que se ha hecho
carne y el Espíritu Santo hace posible que le reconozcamos y lo confesemos como
Señor”. (Papa
Francisco, Audiencia 15/5/13)
Con la paralización de la reforma
de ley del aborto, en España vivimos unos momentos complicados. Con toda la
razón, solicitamos a los políticos católicos que se retraten y se posicionen a
favor de la vida. Tristemente, hasta
ahora, pocas y honradas personas han dado el paso adelante. Hay que
comprender que en este momento, el político se mueva un milímetro de la línea
oficial, perderá toda posibilidad de seguir adelante en su partido.
¿Qué tendrían que hacer entonces?
¿Dar el paso y dejar de tener influencia en su partido o esperar a mejores
momentos para intentar arreglar lo poco que sea posible? No es una decisión
sencilla cuando nos movemos dentro del relativismo postmodernos imperante. Santo Tomás Moro podría ser un buen ejemplo
para evidenciar que una postura coherente nos puede llevar al martirio y hoy en
día sólo pensamos en los santos como supermanes o estatuas de mármol. La
santidad y el martirio parece que no son opciones para el ser humano del siglo
XXI.
Pero, demos la vueltas que demos
¿Podemos conformarnos con más de
100.000 niños abortados cada año? ¿Podemos ser cómplices de esta
tremenda injusticia? Las respuestas dependerán de lo maleable que tengamos
nuestra moral. Dependerá de que actuemos simulando que somos coherentes
respecto de a la realidad en la que mejor nos sintamos.
Como decía en otro post en este
blog, el problema de nuestra sociedad no es que vivamos en realidades
adaptables y adecuadas, sino que hemos dejado de creer que exista otra forma de
vivir. Desde que nacemos nos
acostumbran a actuar simulando que lo que hacemos es verdadero, olvidando que
sólo existe una única Verdad común y trascendente, que es Cristo.
Por desgracia, hasta los
sacramentos se convierten en simulacros que nos ayudan a esconder nuestra falta
de Fe en Dios. Simulacros que alejan a Cristo y lo sustituyen por la comunidad.
Si aceptamos que Dios es un dios lejano, ausente, es natural que la muerte de cien mil inocentes al año se
convierta en un peaje que aceptamos pagar, a cambio de una aparente y simulada
libertad. Como si pudiéramos ser realmente libres aceptando la muerte de
estos inocentes como un mal justificable.
La
libertad ha dejado de ser un acto guiado por la Gracia de Dios. Ahora es, tan
sólo, la capacidad de optar por un
simulacro social u otro, según nuestra ideología personal. Tristemente,
incluso dentro de la Iglesia, muchas personas han aceptado esta visión tibia y
acomodaticia. Dicen que mejor que nos dejen optar para que, al menos, tengamos
la ilusión de ser libres. Pero, como deja claro San Agustín, nunca se es libre para elegir el mal, aunque
sea una opción adecuada y socialmente bien vista.
Néstor Mora Núñez
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