Una de las mayores necesidades del hombre es la de sentirse perdonado.
Pues bien, hay por ahí arrumbado
en las sacristías un Sacramento que se llama el "Sacramento del
Perdón". Y se da gratis, no cuesta nada, pero la gente ya casi no lo pide.
Yo quisiera decir que la confesión
es un encuentro con Dios. Un encuentro auténtico con Él, no deja igual,
¡transforma!.
Así como los encuentros de la
Samaritana, de Zaqueo, de Pablo, etc., en esos encuentros hay un algo que hacer
saltar la chispa de sentir a Dios como la medicina adecuada, la solución, el
sentido de la vida, el que andaba buscando, lo que más necesitaba. La medicina
toca en la llaga abierta, pero no para abrirla más, sino para curarla.
El pecador ante Dios no se siente
descubierto, sino perdonado. Ante Cristo Crucificado el pecador no debe sentir
vergüenza sino amor. La confesión es un encuentro peculiar: la miseria choca
con la misericordia, el pecador y el redentor se abrazan, el hijo pródigo y el
padre se vuelven a encontrar. Pero; ¡qué manía de confesarse con el hombre y no
con Dios!
Porque
las sogas que me atan son de esta estopa: ¿Qué va a pensar el Padre?, el
hombre? El Padre no piensa nada, no debe de pensar nada. ¿Cómo le digo esto sin
descomponerme? No me atrevo, mañana me confieso, para lo mismo responder mañana.
Y, ¡qué manía de confesarse
consigo mismo!: "He fallado, he caído muy bajo, muy hondo, ¡qué
vergüenza!", ¿Para qué me confieso otra vez si voy a volver a fallar?
Te confiesas tu mismo ante tu
orgullo herido, que supura rabia, desesperanza, porque no acepta ser un pecador
más, de los que tienen que llorar y arrepentirse como todos.
Confesarse con Dios es mejor que
confesarse con el hombre o consigo mismo. Duele, ¡sí!, pero ese dolor es de
otra clase, duele haber herido un amor, haber ofendido a una Padre, haber roto
una amistad. Dolor redentor y humilde que cura, que trae la paz de Dios.
¡Confiésate con Él!, dile tus
pecados. Llórale a Dios tu arrepentimiento. Prométele que vas a cambiar, que
vas a levantarte de nuevo.
Cuando te confiesas sube la
cuesta del Calvario y plántate delante de ese gran Cristo Crucificado,
sangrante, que está muriendo por ti. Ahí, ante ese Cristo ¡confiésate!.
Cuéntale, llórale tus pecados y a Él pídele perdón.
El encuentro con el hombre
provoca vergüenza, el encuentro con uno mismo provoca orgullo herido y la
desesperación, el encuentro con Cristo Crucificado produce la paz del perdón.
Hoy haz una cita con el Redentor.
Soy el hijo pródigo, me siento pecador, no necesito inventar pecados, ahí
están, son muchos, llevan mi nombre, pero el perdón de Dios es infinitamente
mayor.
Cristo perdona siempre y con
mucho gusto. Ahí encontrarás siempre al mismo Dios con el perdón en la mano y
en el corazón, un perdón siempre del tamaño del pecado.
A Cristo le gusta, le fascina
perdonar. Con terminología humana podríamos decir, que se siente realizado
perdonando, perdonándote a ti y a mi. Se trata de un encuentro con Dios muy
especial.
El médico que va con el enfermo
sabe muy bien qué medicina recetarle, tiene medicina para todos los males; las
hay dulces, las hay pequeñas, las hay grandes, hay medicinas para todos los
males.
La verdad
es que cuando uno se confiesa bien, se siente curado. Es el encuentro del
hombre cansado y triste con Dios Omnipotente que restaura sus fuerzas. Hay en
la penitencia vitaminas para la tristeza y el cansancio, males de quien
diariamente debe recorrer un largo camino.
La verdad es que la confesión
restaura esas fuerzas y nos brinda paz, es el encuentro del amigo que ha
fallado a la amistad con el Amigo, con Cristo, con Dios, con ese Padre
misericordioso que siempre trae en las manos algo para ti.
La confesión frecuente reafirma
mi amistad con Dios, con el Cristo de mis días felices y mis grandes momentos.
Por eso, si al confesarme me asiste un poco de fe como un grano de mostaza,
debería ser un encuentro regocijante y un gran acontecimiento cada vez.
La forma mejor de confesarse es
hacerlo a la puerta del infierno para llenarnos de susto o frente a un
crucifijo para llenarnos de amor.
Autor: P.
Mariano de Blas | Fuente: Catholic.net
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