Todo aquello que somos y vivimos, aunque lo ocultemos o silenciemos en
ocasiones, nos reclama a su relación con la totalidad de lo que existe, y en lo
que todo consiste y se fundamenta.
El centro desde el cual es posible la conciencia de la totalidad de lo
real, la detección de la correspondencia entre aquello que somos y lo que nos
interpela está en nuestro yo, es aquello que llamamos corazón, en el sentido
bíblico del término.
Necesitamos, en este camino a la verdad, y por tanto a la felicidad, de
la vida que es nuestra experiencia, de un yo renovado, que sea resistente,
enérgico, bueno (no solo en sentido ético), generoso, capaz de realizar juicios
certeros, que tenga en cuenta todos los factores, que no se cierre en unos
criterios egoístas.
Pero la duda, la incertidumbre, la falta de energía de nuestro yo,
actúan de lastre frente a la inquietud de nuestro corazón por crecer, nuestra
necesaria madurez. No podemos permanecer en el hastío y la desesperanza o
incertidumbre. Eso no da la felicidad en absoluto. Lo comprobamos
cotidianamente. La inercia engendra queja y ésta escepticismo e incertidumbre.
Las propias de una sociedad líquida, sin referencias estables, sin juicios
verdaderos y firmes acerca de la realidad.
A la pregunta sobre el modo de vivir, que somos cada uno, le hace falta
mayor energía y consciencia de los habituales. Es fácil que por descuido
personal se nos acabe la batería o perdamos la señal de la que disponemos cada
día, si no procuramos ir a la fuente de nuestra vitalidad, de aquello que
realmente nos corresponde y conviene. El detector de esa falta de energía es un
corazón vivo, despierto.
Por tanto, el primer factor del camino que se nos pone delante cada día
es nuestro yo, la experiencia original, elemental, nuestro corazón. Hemos de
cuidarle, sí, más o menos podemos ser conscientes. Pero, ¿cómo? A primera vista
la tarea se puede presentar si no imposible, increíble, impracticable.
Y es que vivimos a toda prisa. El estrés, la impaciencia y el resultado
inmediato es lo que caracteriza nuestro mundo hoy en día, así que parece que no
tenemos tiempo para estar a solas con nosotros mismos, para ser pacientes, para
meditar un poco acerca de nuestras capacidades, posibilidades y deseos más
auténticos y verdaderos.
No podemos vivir descuidando nuestro yo sin reducirnos, sin
empequeñecernos. Así nos podemos explicar lo que nos ocurre hoy en día. La
clave de la felicidad no es cumplir todos nuestros deseos, sino dar con un
método eficaz para el camino que nos ha tocado recorrer. Si consideramos la
vida como una vocación, como el encuentro de nuestro corazón -mendigo e
inquieto- con la totalidad de lo que necesita para descansar, todo cambia. No
hay problema que no pueda ser resuelto desde esta nueva óptica.
Estoy convencido que la naturaleza, incluyendo la nuestro cuerpo, nos da
más de una lección. Tenemos dos oídos y una sola boca para escuchar el doble de
lo que hablamos.
Siguiendo la comparación, el corazón tiene una doble capacidad de
escuchar (aurículas) y de impulsar (ventrículos) aquello que lo llena de vida
(sangre). Acogiendo en una contracción interior (sístole) hacemos espacio a la
vida que nos llega, para luego llenarnos (diástole) de la misma de modo
relajado. La diástole es más larga que la sístole: aproximadamente dos tercios
de la duración total del ciclo corresponden a la diástole y un tercio a la
sístole. ¿Qué quiere decir eso? Que hemos de acoger más, dar más, amar más, que
esperar ser acogidos y amados. Así, Nuestra Madre la Virgen María guardaba y
compartía los misterios de la vida de Jesús en su corazón.
Si deseamos vivir así, ¿sentimos cómo el camino ya ha empezado, desde
dentro, en nuestro corazón?
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