“Este es mi mandamiento: que os
améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que
da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os
mando”. (Jn 15, 15-17)
Con frecuencia pensamos que Dios
debe estar contento con nosotros porque no hacemos nada malo. Buscamos en
nuestra conciencia y nos parece que hemos pasado por la vida casi sin pecados
mortales. Esta reflexión contrasta con la idea que tenían los santos de sí mismos;
por lo general, se sentían llenos de angustia y se consideraban grandísimos
pecadores, a pesar de que sus manos estaban llenas de actos de amor
auténticamente heroicos.
Debemos
intentar no hacer nada malo, no cometer ningún tipo de pecado, especialmente
los pecados mortales que rompen nuestra relación con Dios. Pero eso es
insuficiente. Es como si un equipo de fútbol planteara su estrategia metiendo a
todos los jugadores en el área para que el equipo rival no le metiera ningún
gol. Como mucho, conseguiría el empate. Los pecados son los goles que nos
meten, los actos buenos son los goles que metemos y al final lo que contará
será el resultado, si es a favor o es en contra. Además, es más fácil ser
consciente, y por lo tanto arrepentirse, de los pecados cometidos que de los
actos de amor que no hemos hecho, de los llamados “pecados de omisión”, tan
frecuentes como ignorados. Quizá ahí está la clave del comportamiento de los
santos: ellos estaban enamorados de Cristo y aun haciendo tantas cosas por Él,
todo les parecía insuficiente. Tenían tanto amor que sólo se consideraban
contentos cuando daban la vida por el Ser amado, por Dios. Imitemos a los
santos: no nos conformemos con no hacer el mal, aspiremos a hacer el bien, a
darle a Dios todo lo que podamos, por amor a Él.
Santiago Martín
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