DONES DEL ESPÍRITU SANTO
Los siete dones del Espíritu Santo pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de
David. Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben.
Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones
divinas.
Don de
sabiduría
Nos hace
comprender la maravilla insondable de Dios y nos impulsa a buscarle sobre todas
las cosas y en medio de nuestro trabajo y de nuestras obligaciones.
Don de
inteligencia
Nos descubre
con mayor claridad las riquezas de la fe.
Don de
consejo
Nos señala
los caminos de la santidad, el querer de Dios en nuestra vida diaria, nos anima
a seguir la solución que más concuerda con la gloria de Dios y el bien de los
demás.
Don de
fortaleza
Nos alienta
continuamente y nos ayuda a superar las dificultades que sin duda encontramos
en nuestro caminar hacia Dios.
Don de
ciencia
Nos lleva a
juzgar con rectitud las cosas creadas y a mantener nuestro corazón en Dios y en
lo creado en la medida en que nos lleve a Él.
Don de
piedad
Nos mueve a
tratar a Dios con la confianza con la que un hijo trata a su Padre.
Don de temor
de Dios
Nos induce a
huir de las ocasiones de pecar, a no ceder a la tentación, a evitar todo mal
que pueda contristar al Espíritu Santo, a temer radicalmente separarnos de
Aquel a quien amamos y constituye nuestra razón de ser y de vivir.
EL ESPÍRITU SANTO VIVE EN EL
ALMA EN GRACIA
La vida divina que nos santifica, nace, crece y sana por medio de los
sacramentos. Son, pues, los medios de salvación a través de los cuales nos
santifica, principalmente, el Espíritu Santo
"La
Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la
experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama desde el
principio su fe en el Espíritu Santo, como aquel que es dador de vida, aquél en
el que el inescrutable Dios trino y uno se comunica con los hombres
construyendo en ellos la fuente de vida eterna" (Juan Pablo 11, Ene.
Dominum et vivificantem, n. 2).
En nuestra
santificación intervienen las tres Personas divinas, porque el principio de las
operaciones es la naturaleza y en Dios no hay más que una sola Esencia o
Naturaleza. Por ser el Espíritu Santo, Amor, y por ser la santificación obra
fundamentalmente del Amor de Dios, es por lo que la obra de la santificación de
los hombres se atribuye al Espíritu Santo (cfr. Decr. Apostolicam actuositatem,
n. 3).
Esta
santificación la realiza principalmente a través de los sacramentos, que son
signos sensibles instituidos por Jesucristo, que no sólo significan sino que
confieren la gracia.
La vida
divina que nos santifica, nace, crece y sana por medio de los sacramentos. Son,
pues, los medios de salvación a través de los cuales nos santifica,
principalmente, el Espíritu Santo.
Así, el
Espíritu Santo inhabita en el alma del justo y distribuye sus dones, pues
"no es un artista que dibuja en nosotros la divina substancia, como si El
fuera ajeno a ella, no es de esa forma como nos conduce a la semejanza divina,
sino que El mismo, que es Dios y de Dios procede, se imprime en los corazones
que lo reciben como el sello sobre la cera y, de esa forma, por la comunicación
de sí y la semejanza, restablece la naturaleza según la belleza del modelo
divino y restituye al hombre la imagen de Dios" (San Cirilo de Alejandría,
Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate 34: PG 75, 609).
En efecto,
cuando el alma corresponde con docilidad a sus - inspiraciones, va produciendo
actos de virtud y frutos innumerables - San Pablo enumera algunos como ejemplo:
caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre,
templanza, modestia, continencia, castidad (cfr. Gal. 5, 22)-, derramando
abundantemente su gracia en nuestros corazones:
-habita en
el alma y la convierte en templo suyo;
-la ilumina
en lo referente al conocimiento de Dios;
-la
santifica con la abundancia de sus virtudes, gracias y dones;
-la
fortalece en el bien y reprime sus malas inclinaciones;
-la consuela
(por eso es llamado "Espíritu Consolador").
Son muy
expresivos los textos de la Sagrada Escritura en este sentido. Entre ellos se
pueden entresacar algunos:
-"Cuando
venga el Espíritu Santo os enseñará todas las verdades" (Jn. 14, 26).
-"Fuisteis
santificados, fuisteis justificados por el Espíritu Santo" (I Cor. 6, 11).
-"El
Espíritu ayuda nuestra flaqueza, pues no sabiendo qué hemos de pedir, él mismo
intercede por nosotros con gemidos inenarrables" (Rom. 8, 26)
ESPÍRITU SANTO: PROCEDE
ETERNAMENTE DEL PADRE Y DEL HIJO
Los cristianos confesamos con la Iglesia que el Espíritu Santo es la Tercera
Persona de la Santísima Trinidad, distinta del Padre y del Hijo, de quienes
procede eternamente
Los
cristianos confesamos con la Iglesia que el Espíritu Santo es la Tercera Persona
de la Santísima Trinidad, distinta del Padre y del Hijo, de quienes procede
eternamente.
Creemos en
el Espíritu Santo, Señor, y vivificador, que, con el Padre y el Hijo es
juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado
por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica,
protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la
gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de
responder a aquel precepto de Cristo: "Sed… perfectos, como también es
perfecto vuestro Padre celestial" (Pablo VI, El Credo del Pueblo de Dios,
n. 13). Cfr. Documento de Puebla, nn. 202-204.
Ya en el
Símbolo de los Apóstoles se confiesa esa fe en el Espíritu Santo, Persona de la
Trinidad distinta del Padre y del Hijo. En el Antiguo Testamento se habla de El
veladamente (cfr. Ps. 103, 30; Is. 11, 2; Ex. 36, 27), pero es el Nuevo
Testamento quien lo revela con claridad, declarando expresamente su divinidad.
En los
Hechos de los Apóstoles leemos lo que San Pedro dijo a Ananías: "¿Cómo ha
tentado Dios tu corazón para que mintieras al Espíritu Santo? No has mentido a
los hombres, sino a Dios" (Hechos 5, 3).
Como una
consecuencia, el Espíritu Santo -por ser Dios, igual al Padre y al Hijo- merece
la misma adoración y gloria. Por su consustancialidad con el Padre y el Hijo – es
la misma sustancia divina -, hay una identidad en el honor y la gloria que los
hombres le debemos.
a) Es una
Persona divina, que procede del Padre y del Hijo.
Decimos que
el Espíritu Santo es Persona divina, y no un atributo o virtud divina
impersonal. Así lo confiesa la fe de la Iglesia:
"Creemos
en el Espíritu Santo, el que habló en la Ley y anunció en los profetas y
descendió sobre el Jordán, el que habla en los Apóstoles y habita en los
santos; y así creemos en El que es Espíritu Santo, Espíritu de Dios, Espíritu
perfecto, Espíritu consolador e increado" (Símbolo de Epifanía, Dz. 13).
El Espíritu
Santo es una Persona realmente distinta del Padre y del Hijo, como queda
manifiesto en la fórmula trinitaria del bautismo (cfr. Mt. 2 8, 19), la
teofanía del Jordán (cfr. Mt. 3, 6) y el discurso de despedida de Jesús (cfr.
Juan 14, 16-26; 15, 26).
Esta
doctrina concerniente al Espíritu Santo en cuanto Dios, como Persona que
procede del Padre y del Hijo, que es enviada por ambos, es firmemente enseñada
desde el principio de la Iglesia hasta nuestros días.
b) Sus
nombres
En realidad,
las palabras "Espíritu Santo" pueden también aplicarse con razón al
Padre y al Hijo, pues ambos son espíritu y santos. También se pueden aplicar a
los ángeles y a las almas de los justos, y por eso debe evitarse el error al
que puede llevar la ambigüedad de estas palabras: la Iglesia aplica este nombre
a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, según se toma de la Sagrada
Escritura, porque el Espíritu Santo carece de nombre propio. Le llamamos así
porque procede del Padre y del Hijo por vía de espiración y de amor.
Procede como
de un único principio: así como el Padre, al comprenderse a Sí mismo, engendra
al Verbo, que es Subsistente, así el amor mutuo del Padre y del Hijo, es el
Espíritu Santo.
Se le pueden
también aplicar otros nombres, p.ej. el nombre de Paráclito, que significa
consolador o abogado (cfr. Juan 5, 3-4, 16-26), y abunda en el sentido de que
es una Persona real. Por eso se le atribuyen acciones que sólo realizan los
seres personales, como ser maestro de la verdad, dar testimonio de Cristo,
conocer los misterios de Dios (cfr. Juan, 16, 13; 1 Cor. 2, 10).
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