Seamos
valientes para reflexionar acerca de nuestra situación respeto de las verdades
de nuestra fe.
No estoy
pensando en manifestaciones que silencian maliciosamente la palabra de Dios en
la que se inspira un criterio o un comportamiento. Tampoco pienso en faltas de
referencia al Evangelio por simple olvido. Tengo presente, sobre todo, la
sorprendente pobreza de referencias a la palabra de Dios cuando se presentan
unos argumentos, a favor o en contra de determinadas actitudes y
comportamientos, cuando dichos argumentos no tienen validez si no están
manifiestamente apoyados en la palabra de Dios.
En otras ocasiones, el silenciamiento de la palabra de Dios es debido a su desconocimiento o a la deficiente familiarización con ella. La ignorancia en este campo resulta cada vez más extendida y preocupante. Tanto es así, que el Papa Benedicto XVI, gran conocedor de la realidad actual de la Iglesia y de los grupos cristianos, ha dicho en la homilía del Jueves santo: “En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra”.
A la luz de estas consideraciones, verdaderamente preocupantes, podemos explicarnos la ausencia de la palabra de Dios en labios de muchísimos cristianos cuando se trata de juzgar acerca de la verdad o de la falsedad, y de la bondad o de la incorrección moral de los criterios o de las acciones de que se está hablando. Yo, como Obispo de esta Iglesia que peregrina por tierras de Badajoz, siento grandísima preocupación por la formación cristiana de los fieles. Sobre la necesidad de tomarse en serio la solución de este vacío, he hablado insistentemente con los sacerdotes y con los seglares. Y, como no hay que predicar sin estar dispuestos a dar el trigo que depende de uno mismo, en orden a facilitar con seriedad los medios adecuados para corregir este lamentable vacío de formación cristiana se pusieron en marcha las Escuelas de formación básica, la de Agentes de Pastoral y el Instituto superior de ciencias religiosas. El testimonio de quienes las han aprovechado es enormemente positivo. Llegan a lamentar que no se aprovechen más personas.
Por el interés de ayudar a la formación cristiana de los fieles seguiremos poniendo en ello todo el esfuerzo de que seamos capaces para que cada día sean más los que reciban la necesaria formación y puedan pensar y vivir cristianamente en este mundo y en este tiempo. El Evangelio es nuestra razón de vivir y el fundamento de nuestra esperanza.
Pero hay, además, otra razón por la que la palabra de Dios queda silenciada como referencia de nuestros criterios y comportamientos. Parece que el motivo es, en algunos casos, un extraño pudor o una injustificada vergüenza de manifestar la propia identidad cristiana. Esto es debido, no cabe duda, a que, como dice el Papa, su razón y su corazón todavía no han llegado a ser interpelados, de verdad, por la palabra de Dios. Esta defectuosa situación está cada vez más extendida, sobre todo como herencia de un cristianismo sociológico, o de una falta de planteamientos serios acerca de la fe. Por ello urgen reflexiones y proyectos muy concretos tanto en la acción pastoral como en las actitudes y compromisos de las personas ante la revelación del Señor que la Iglesia nos transmite autorizadamente.
En otras ocasiones, hay cristianos que, ante problemas importantes que tienen relación con la defensa de la vida, con el cuidado del matrimonio y de la familia, con la rectitud moral en el trabajo, en las responsabilidades públicas, en la recta administración de los bienes temporales, y en tantos otros asuntos, prescinde de la referencia al mensaje de Jesucristo y a la enseñanza de la Iglesia, no solo por su deficiente conocimiento o por una insuficiente valoración de lo que se conoce, sino por otra razón. Muchos temen que los argumentos evangélicos expuestos en la doctrina cristiana sean contraproducentes; piensan que no van a ser aceptados por los interlocutores ajenos al Evangelio. Entonces, sin querer, les dejan sin los verdaderos motivos por los que se defienden o se exponen determinadas posturas que puedan llamarse cristianas. Esto es un error de planteamiento porque, salvadas algunas circunstancias muy especiales, el cristiano puede aparecer entonces como quien actúa sin tener convicciones bien fundamentadas. Y esto va tanto contra la defensa de la verdad como contra quien nos escucha, porque se le niega la Buena Noticia capaz de abrir la mente a la verdad y la vida a nuevos horizontes. Sin ello no se alcanza la esperanza que no defrauda.
Seamos valientes para reflexionar acerca de nuestra situación respeto de las verdades de nuestra fe. Analicemos nuestros comportamientos en aquellas circunstancias en que estamos especialmente llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Necesitamos formación, coherencia, valentía y decisión.
En otras ocasiones, el silenciamiento de la palabra de Dios es debido a su desconocimiento o a la deficiente familiarización con ella. La ignorancia en este campo resulta cada vez más extendida y preocupante. Tanto es así, que el Papa Benedicto XVI, gran conocedor de la realidad actual de la Iglesia y de los grupos cristianos, ha dicho en la homilía del Jueves santo: “En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra”.
A la luz de estas consideraciones, verdaderamente preocupantes, podemos explicarnos la ausencia de la palabra de Dios en labios de muchísimos cristianos cuando se trata de juzgar acerca de la verdad o de la falsedad, y de la bondad o de la incorrección moral de los criterios o de las acciones de que se está hablando. Yo, como Obispo de esta Iglesia que peregrina por tierras de Badajoz, siento grandísima preocupación por la formación cristiana de los fieles. Sobre la necesidad de tomarse en serio la solución de este vacío, he hablado insistentemente con los sacerdotes y con los seglares. Y, como no hay que predicar sin estar dispuestos a dar el trigo que depende de uno mismo, en orden a facilitar con seriedad los medios adecuados para corregir este lamentable vacío de formación cristiana se pusieron en marcha las Escuelas de formación básica, la de Agentes de Pastoral y el Instituto superior de ciencias religiosas. El testimonio de quienes las han aprovechado es enormemente positivo. Llegan a lamentar que no se aprovechen más personas.
Por el interés de ayudar a la formación cristiana de los fieles seguiremos poniendo en ello todo el esfuerzo de que seamos capaces para que cada día sean más los que reciban la necesaria formación y puedan pensar y vivir cristianamente en este mundo y en este tiempo. El Evangelio es nuestra razón de vivir y el fundamento de nuestra esperanza.
Pero hay, además, otra razón por la que la palabra de Dios queda silenciada como referencia de nuestros criterios y comportamientos. Parece que el motivo es, en algunos casos, un extraño pudor o una injustificada vergüenza de manifestar la propia identidad cristiana. Esto es debido, no cabe duda, a que, como dice el Papa, su razón y su corazón todavía no han llegado a ser interpelados, de verdad, por la palabra de Dios. Esta defectuosa situación está cada vez más extendida, sobre todo como herencia de un cristianismo sociológico, o de una falta de planteamientos serios acerca de la fe. Por ello urgen reflexiones y proyectos muy concretos tanto en la acción pastoral como en las actitudes y compromisos de las personas ante la revelación del Señor que la Iglesia nos transmite autorizadamente.
En otras ocasiones, hay cristianos que, ante problemas importantes que tienen relación con la defensa de la vida, con el cuidado del matrimonio y de la familia, con la rectitud moral en el trabajo, en las responsabilidades públicas, en la recta administración de los bienes temporales, y en tantos otros asuntos, prescinde de la referencia al mensaje de Jesucristo y a la enseñanza de la Iglesia, no solo por su deficiente conocimiento o por una insuficiente valoración de lo que se conoce, sino por otra razón. Muchos temen que los argumentos evangélicos expuestos en la doctrina cristiana sean contraproducentes; piensan que no van a ser aceptados por los interlocutores ajenos al Evangelio. Entonces, sin querer, les dejan sin los verdaderos motivos por los que se defienden o se exponen determinadas posturas que puedan llamarse cristianas. Esto es un error de planteamiento porque, salvadas algunas circunstancias muy especiales, el cristiano puede aparecer entonces como quien actúa sin tener convicciones bien fundamentadas. Y esto va tanto contra la defensa de la verdad como contra quien nos escucha, porque se le niega la Buena Noticia capaz de abrir la mente a la verdad y la vida a nuevos horizontes. Sin ello no se alcanza la esperanza que no defrauda.
Seamos valientes para reflexionar acerca de nuestra situación respeto de las verdades de nuestra fe. Analicemos nuestros comportamientos en aquellas circunstancias en que estamos especialmente llamados a ser luz del mundo y sal de la tierra. Necesitamos formación, coherencia, valentía y decisión.
Autor:
Santiago García Aracil, arzobispo de Mérida-Badajoz
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