La verdadera satisfacción, la que nadie nos puede arrebatar, solo se puede conseguir como un don de Dios.
Por: P. Fernando Pascual, LC | Fuente: Catholic.net
Hay quienes viven satisfechos con lo que hacen, con lo que tienen, con sus
relaciones familiares y sociales.
Otros, en cambio, viven insatisfechos, con lo que son, con lo que tienen, con lo que hacen, con sus relaciones.
A veces una misma persona está
satisfecha en algunos momentos o actividades, e insatisfecha en otros.
La satisfacción surge,
normalmente, cuando experimentamos cierta plenitud, o un placer sano, o la
alegría de sabernos amados.
La insatisfacción, por su parte,
surge desde experiencias dolorosas, ante fracasos, o cuando una relación se
hace difícil y tensa.
Puede haber personas satisfechas
que viven de modo equivocado, incluso desde acciones que van contra el bien y
la justicia.
Por el contrario, ocurre también
que hay personas insatisfechas con su situación concreta, pero se mantienen en
el camino del bien y la justicia, a veces en medio de pruebas e incomprensiones
muy dolorosas.
Es plenamente legítimo aspirar a
una vida en la que la plenitud, la satisfacción, surjan desde la honestidad y
desde ese amor auténtico que da un color diferente a todo lo que hacemos.
Pero cuando los problemas se
acumulan, cuando los golpes de la vida nos hieren en el cuerpo o en el alma,
experimentamos cómo todo lo terreno tiene una fragilidad que nos amenaza
continuamente.
La verdadera satisfacción, la que
nadie nos puede arrebatar, solo se puede conseguir como un don de Dios, que es
Padre, que es Omnipotente, que es misericordioso.
Esa
verdadera satisfacción es la que ofrece Cristo, muerto y resucitado por
nosotros, que nos dijo palabras que nos llenan de esperanza: “También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros
y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Jn 16,22).
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