Echa simiente, duerme, y la semilla va creciendo sin que él sepa cómo.
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del
Padre Nicolás Schwizer
Marcos 4, 26-34.
También decía: «El Reino de Dios es como un
hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día,
el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí
misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y
cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la
siega». Decía también: «¿Con qué
compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la
tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero
una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas
tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba
la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les
hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en
privado.
REFLEXIÓN
El Evangelio nos presenta dos parábolas de Jesús: la de la semilla que crece, y la del grano de mostaza. Ambas
parábolas pueden ser aplicadas a la vida de la Iglesia, como a la vida del alma
humana.
LA VIDA DE LA IGLESIA
“El Reino de Dios se parece a un hombre que
echa simiente en la tierra”. ¿Quién es este sembrador?” Nada menos que
Dios. El Señor ha querido compararse con un agricultor. Es Él quien arroja la
semilla. ¿Y cuál es esta semilla? Es
Jesucristo, nuestro Señor. Él es el grano de trigo, que vino del cielo y cayó
en la tierra. Él mismo lo dijo: “Si el grano de
trigo no muere queda infecundo”. Su misterio pascual, misterio de muerte
y de resurrección es el misterio de un grano que muere y de un grano que
resucita, que brota, y que va creciendo.
¿Y dónde va creciendo? Va creciendo en la
Iglesia, fruto de la muerte de Cristo, de su sangre derramada. Si miramos la
Iglesia el día en que el Señor ascendió a los cielos, nos espantamos por su
pequeñez. Era el primer tallo, débil, tembloroso. La venida del Espíritu santo
el día de Pentecostés hizo que ese grupo reducido tuviera el coraje de salir a
la luz pública. Y allí comenzaron las conversiones.
Los apóstoles se repartieron por todo el mundo, siguiendo las rutas del Imperio
Romano, por tierra y por agua. Brotaron, entonces, las pequeñas comunidades,
plantadas también ellas sobre la sangre de los mártires. Y así esa Iglesia, que
vimos tan pequeña en el Cenáculo, se fue extendiendo, creciendo, de día y de noche,
hasta hacerse inmensa. Como dice la parábola de hoy: La
tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la
espiga, después el grano.
Impresiona como el Señor escogió a un grupito de personas débiles para
convertir al Imperio más grande de aquella época. Dice San Pablo que Dios
eligió a los necios del mundo para confundir a los fuertes. Los apóstoles eran
humildes y pequeños, pescadores y publicanos. Eran la semilla de mostaza que,
cuando se la siembra, es la más pequeña, pero después crece y llega a ser la
más grande de las legumbres.
LA VIDA DEL ALMA HUMANA
Esto que hemos considerado con respecto a la Iglesia universal, podemos
también aplicarlo a cada uno de nosotros. El día en que fuimos llevados a la
pila bautismal, Dios sembró la fe en nuestra alma. La fe es un don de Dios,
viene de Dios, el sembrador de la vida divina. Una fe inicial, pequeña, como el
grano de mostaza. Pero, a partir del día, en que adquirimos el uso de la razón,
esa fe comenzó a crecer. Porque nuestra fe tiene una historia, con sus altos y
sus bajos. Pero si nos mantenemos fieles, nuestra fe tiende a crecer contra
viento y marea, hasta hacerse un árbol sólido donde anidan los pájaros.
La fe es, pues, como una semilla en nuestra alma, comparable a un grano de
mostaza. También lo es la palabra de Dios, gracias a la cual nuestra fe va
creciendo. El mismo Jesús comparó la palabra con una semilla que se anida en el
corazón. Esa palabra está allí para edificar e implantar nuevas virtudes, para
destruir y arrancar viejos vicios.
Si la ahogamos con nuestras preocupaciones terrenas, con nuestro egoísmo, con
nuestras deslealtades, entonces esa semilla queda sofocada y perece. En el
libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos la hermosa expresión: “la palabra del Señor crecía”. Así debe suceder en
el interior de cada uno de nosotros. ¡Dichosos los
que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica!
Queridos hermanos, pronto nos acercaremos a recibir el Cuerpo de Jesús, de ese
Jesús que se hizo semilla por nosotros, grano de trigo molido en la pasión,
alimento de las almas en la Eucaristía. Pidámosle, por eso, que crezca cada día
más en nuestro corazón y que nos transforme por dentro, para que así su semilla
se vuelva fecunda.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
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