En la segunda lectura, San Pablo nos presenta la Eucaristía como misterio de comunión: "El cáliz que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?". Comunión significa intercambio, compartir. La regla fundamental de compartir es ésta: lo que es mío es tuyo, y lo que es tuyo es mío. Probemos a aplicar esta regla a la comunión eucarística y nos daremos cuenta de la "enormidad" del tema.
¿"Qué tengo yo específicamente 'mío' "? La miseria, el pecado: esto es exclusivamente mío. ¿Y qué tiene "suyo" Jesús que no sea santidad, perfección de todas las virtudes? Entonces la comunión consiste en el hecho de que yo doy a Jesús mi pecado y mi pobreza, y Él me da su santidad. Se realiza el "maravilloso intercambio", como lo define la liturgia.
Conocemos diversos tipos de
comunión. Una comunión bastante íntima es la que se produce entre nosotros y el
alimento que comemos, pues éste se hace carne de nuestra carne y sangre de
nuestra sangre. He oído a madres decir a su niño, estrechándole hacia su pecho
y besándole: "¡Te quiero tanto que te comería!".
Es verdad que la comida no es una persona viva e inteligente con la que podemos
intercambiar pensamientos y afectos, pero supongamos por un momento que lo
fuera. ¿Acaso no se tendría la perfecta comunión? Pues
es lo que precisamente sucede en la comunión eucarística.
Jesús, en el pasaje evangélico, dice: "Yo soy
el pan vivo, bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida... El que come mi
carne tiene vida eterna". Aquí el alimento no es una simple cosa,
sino una persona viva. Se tiene la más íntima, si bien la más
misteriosa, de las comuniones.
Observemos qué sucede en la naturaleza, en el ámbito de la nutrición. Es el
principio vital más fuerte el que asimila al menos fuerte. Es el vegetal el que
asimila al mineral; es el animal el que asimila al vegetal. También en las
relaciones entre el hombre y Cristo se verifica esta ley. Es Cristo quien nos asimila; nosotros nos transformamos en Él, no Él en
nosotros. Un famoso materialista ateo dijo: "El
hombre es lo que come". Sin saberlo dio una definición óptima de la
Eucaristía, gracias a la cual el hombre se convierte verdaderamente en lo que
come, esto es, ¡en el cuerpo de Cristo!
Leamos cómo prosigue el texto inicial de San Pablo:
"Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos
de un solo pan". Está claro que en este segundo caso la palabra "cuerpo" no indica ya el cuerpo de
Cristo nacido de María,
sino que nos indica a "todos nosotros", indica
aquel cuerpo de Cristo más amplio, que es la Iglesia. Esto significa que la comunión eucarística es
siempre también comunión entre nosotros. Comiendo todos del único alimento, formamos un
solo cuerpo.
¿Cuál es la
consecuencia? Que no podemos tener
verdadera comunión con Cristo si estamos divididos entre nosotros, nos odiamos,
no estamos dispuestos a reconciliarnos. Si has ofendido a tu hermano,
decía San Agustín, si has cometido una injusticia contra él, y
después vas a recibir la comunión como si nada hubiera pasado, tal vez lleno de
fervor ante Cristo, te pareces a quien ve llegar a un amigo al que no ve desde
hace mucho tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello y se pone
de puntillas para besarle en la frente. Pero al hacer esto no se percata de que
le está pisando los pies con su calzado embarrado. Los hermanos, en efecto,
especialmente los más pobres y desvalidos, son los miembros de Cristo, son sus
pies posados aún en la tierra. Al darnos la sagrada forma, el sacerdote dice: "El cuerpo de Cristo", y respondemos: "¡Amén!". Ahora sabemos a quién decimos "Amén", o sea, sí, te acojo: no sólo a
Jesús, el Hijo de Dios, sino también al prójimo.
En la fiesta del Corpus Domini no puedo ocultar un pesar. Hay
formas de enfermedad mental que impiden reconocer a las personas cercanas. Es
cuando hay quien grita durante horas: "¿Dónde
está mi hijo? ¿Dónde está mi esposa? ¿Qué fue de ellos?", y tal vez
el hijo o la esposa están ahí, le toman de la mano y le repiten: "Estoy aquí, ¿no me ves? ¡Estoy contigo!". Así
le ocurre también a Dios. Los hombres, nuestros contemporáneos, buscan a Dios
en el cosmos o en el átomo; discuten si hubo o no un creador en el inicio del
mundo. Seguimos preguntando: "¿Dónde está
Dios?", y no nos percatamos de que está con nosotros y se ha hecho
comida y bebida para estar aún más íntimamente unido a nosotros. Juan el Bautista debería
repetir tristemente: "En medio de vosotros hay
uno a quien no conocéis". La solemnidad del Corpus Domini nació
precisamente para ayudar a los cristianos a tomar
conciencia de esta presencia de
Cristo entre nosotros, para mantener despierto lo que Juan Pablo II llamaba "estupor
eucarístico".
Tomado de Homilética.
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