Nuestra verdad es la verdad del amor y el amor no se impone por la violencia ni el fanatismo.
Por: Pedro Luis Llera Vázquez | Fuente:
Catholic.net
Cuando hablamos de “persecución” y de “martirio”, se nos vienen a la cabeza escenas de
fieras en el circo romano devorando a los cristianos ante un emperador
despótico y unas masas enardecidas y sedientas de sangre. Olvidamos a menudo
que las persecuciones más sangrientas contra la Iglesia tuvieron lugar el siglo
pasado a manos de dictadores como Stalin, Mao o Hitler; o en la II República
española antes y durante la Guerra Civil. El 13 de octubre de 2013, en
Tarragona, hemos celebrado la fiesta de beatificación de 480 mártires españoles
de la Guerra Civil.
Pero si el Siglo XX fue un siglo de mártires entre los cristianos, el XXI va
camino de superar todas las marcas. El domingo 22 de septiembre fue uno de esos
días teñidos de rojo por la sangre de nuestros mártires. En un centro comercial
de Nairobi – el Westgate – el grupo terrorista Al Shabab asesinó a más de
sesenta personas por el mero hecho de no ser musulmanes. Para los integristas
islámicos de la órbita de Al Qaeda, los cristianos somos sus enemigos a batir.
Y ese mismo domingo, en Peshawar – Pakistán – dos terroristas suicidas
asesinaron a más de ochenta fieles a la salida de misa en la Parroquia de Todos
los Santos: una masacre. El único delito de las víctimas fue ir a misa a
cumplir con el precepto dominical. Su crimen era ser cristianos en un país de
mayoría musulmana.
La persecución a los cristianos en el siglo XXI está resultando cruel,
terrorífica. En países como Arabia Saudí no se pueden construir iglesias ni
anunciar el Evangelio. La conversión al cristianismo para un musulmán está
penada con la muerte. Afganistán, Yemen, Pakistán, Egipto, Siria, Irán, Irak…
Pero no son sólo los países de mayoría musulmana quienes asesinan, secuestran o
torturan a los cristianos. Otro tanto ocurre en países comunistas como Corea
del Norte o China, donde la Iglesia Católica está perseguida y vive en la
clandestinidad, como en la época de las catacumbas. Y ante todo esto, la
llamada “Comunidad Internacional” mira hacia
otro lado y calla: no sé si por cobardía, por intereses económicos o por ambas
causas.
Ser cristiano es arriesgado. No se puede seguir a Cristo sin cargar con la cruz
y asumir las persecuciones y humillaciones que este seguimiento inevitablemente
te va a acarrear. No hay fe auténtica sin persecución. Esto ha sido así siempre
y lo seguirá siendo hasta el final de los tiempos. En muchas partes del mundo
ir a misa significa jugarse la vida. Y aquí, en Europa hay quienes siguen
opinando que la misa es aburrida...
En esta España mundanizada y pagana en la que nos ha tocado vivir, los
católicos también estamos sufriendo ciertos modos de persecución. Tenemos un
doble frente. Por un lado tenemos a los laicistas anticlericales de toda la
vida: socialistas, comunistas, anarquistas y liberales. Todos ellos odian a la
Iglesia – con mayor o menor virulencia – y propugnan y difunden un relativismo
moral que se extiende como una mancha de aceite por toda España. Para todos
estos, la fe representa oscurantismo y caverna. La única verdad para ellos es
la verdad científica: no hay más realidad que la material, que lo que podemos
ver y tocar. La Iglesia es el enemigo a batir, porque anuncia a un Dios, una
Verdad, una vida sobrenatural y unos principios morales que para los enemigos
de Cristo resultan inaceptables. Este frente laicista, materialista y ateo
tiene sus expresiones más radicales en el homosexualismo político y sus marchas
del orgullo gay, convertidas en verdaderos aquelarres, violentamente
anticatólicos; y, peor aún, en esos grupos anarquistas que últimamente están
perdiendo el miedo y ya se atreven a atentar en la Catedral de la Almudena de
Madrid o, más recientemente, contra la Basílica del Pilar de Zaragoza. La
ideología de género, la defensa del aborto como derecho de la mujer y de la
eutanasia para asesinar impunemente a enfermos y ancianos; el apoyo a la
investigación con embriones humanos y a las prácticas eugenésicas, son común
denominador de todas estas ideologías que representan lo que se ha venido en
llamar “cultura de la muerte”. Aquí todavía no nos matan a los católicos (se
burlan de nosotros, blasfeman y nos humillan), pero todo se andará y cualquier
día las bombas en iglesias acabarán por provocar víctimas inocentes.
El otro frente es más sutil, pero no menos destructivo para los católicos: es
la quinta columna infiltrada dentro de la propia Iglesia. Que te persigan los
comunistas o los anarquista entra dentro de lo “normal”.
Pero que la persecución se dé dentro de la propia Iglesia, resulta
infinitamente más doloroso. Se trata de una serie de católicos que pretenden
convertir la fe en ideología al servicio de sus propios intereses. Entre ellos,
distinguimos dos bandos:
Por un lado, tenemos los católicos “progresistas”, abanderados
por la llamada teología de la liberación, que con una utilización demagógica y
torticera de la irrenunciable opción preferencial por los pobres, asume los
medios y las estrategias de la izquierda radical para apoyar opciones
revolucionarias. Son los que utilizan el Concilio Vaticano II para pedir una “democratización” de la Iglesia, para atacar
sistemáticamente a la Jerarquía, a los dogmas, a la doctrina y al catecismo
católico para trasformar las estructuras sociales desde postulados
inmanentistas. Para ellos, el Reino de Dios y el paraíso comunista son
básicamente lo mismo. Son estos quienes adulteran la liturgia, quienes plantean
el sacerdocio femenino, quienes apoyan el matrimonio homosexual desde dentro de
la Iglesia y un largo etcétera de heterodoxias. No les gusta la Iglesia ni
aceptan sus principios, pero no se van de ella. Los nuevos herejes buscan
destruir la Iglesia desde sus entrañas. Si realmente creyeran en el sacerdocio
femenino, en la supresión del celibato para los sacerdotes y en esa Iglesia
democratizada, lo tendrían fácil: con irse a la
Iglesia anglicana o a la luterana lo tendrían resuelto y todas sus aspiraciones
cumplidas: sacerdotisas, obispos y obispas gays y lesbianas... Todo lo
que ellos quieren para la Iglesia Católica y más. Pero estos no se van ni con
agua hirviendo y siguen erre que erre dando la tabarra.
Pero hay un segundo frente de enemigos quintacolumnistas que es todavía más
peligroso. Este segundo grupo es más sutil. Muchos de sus integrantes son de
misa diaria: gente conservadora, personas de orden de toda la vida. Yo los
denominaría católicos “liberales”. A ellos
les gusta denominarse “demócratas cristianos”, aunque
al fin y a la postre, ni lo uno ni lo otro. Muchos de ellos son nostálgicos de
la transición, donde se sintieron protagonista del cambio político en España.
Son muy tolerantes y abiertos a todas las sensibilidades, siempre y cuando esa
sensibilidad coincida con la suya. En realidad, son “posibilistas”
que tratan de conciliar lo irreconciliable y pretenden casar su
condición de católicos con la militancia en partidos que defienden políticas
abiertamente contrarias al magisterio de la Iglesia. Son los católicos que
miran hacia otro lado y callan como muertos cuando el ministro de justicia
aplaude con las orejas la sentencia del Constitucional que ratifica la
legalidad del matrimonio homosexual; o quienes callan ante el reiterado retraso
de la anunciada reforma de la ley del aborto (que ya verán ustedes en qué va a
quedar), mientras miles de niños inocentes mueren cada día en las clínicas del
horror. Estos católicos anteponen los cargos, los sueldos y los privilegios que
les reporta su militancia política o su cercanía al poder, a sus obligaciones
como miembros de su Iglesia. Para estos católicos light (o tibios como los
llama el Apocalipsis), quienes permanecen firmes en la defensa de la Doctrina
Social de la Iglesia y de los principios no negociables son unos integristas
fanáticos. No soportan la virtud y la autenticidad de los católicos coherentes,
porque esa integridad pone de manifiesto y denuncia su hipocresía y su
fariseísmo. Sus acciones contradicen sus palabras: por
sus hechos los conoceréis. Les gusta ocupar los primeros puestos y se
codean con obispos y cardenales. Presumen de su condición de católicos; pero en
realidad, son sepulcros blanqueados que no ocultan sino podredumbre y muerte.
Si defender lo mismo que el Papa y los obispos, te convierte en un integrista,
yo lo soy sin duda. Si no casarse con los intereses de este mundo te convierte
en un fanático, bendito fanatismo. Si mantenerse aferrado a la sana doctrina de
la Iglesia te convierte en un intolerante, pues también me apunto a esa
intolerancia. Nosotros no podemos ser intransigentes ni fanáticos. Lo deja
claro el Papa Francisco en su Encíclica Lumen Fidei: nuestra verdad es la
verdad del amor y el amor no se impone por la violencia ni el fanatismo. La
Verdad que proclamamos es Cristo y Éste, crucificado.
Conozco de primera mano alguna institución católica dirigida por este tipo de
católicos, tan tolerantes y liberales ellos, que han puesto en marcha
verdaderas purgas contra directores de colegio, rectores de universidad y
profesores verdaderamente santos y competentes por ser católicos “integristas” – yo diría que íntegros – de esos
que creen en Dios y no negocian con su fe ni con los principios ni con su
adhesión a la doctrina de la Iglesia. La tolerancia de estos católicos “liberales” se torna en persecución contra todos
aquellos que se niegan a claudicar ante los valores de este mundo. ¿Es posible que pasen estas cosas? Puede parecer
increíble, incluso kafkiano; pero sí. Esto pasa en España en 2013. Y lo peor
del caso es que nadie mueve un dedo ante lo que está pasando. Todos parecen
mirar hacia otro lado, mientras los lobos disfrazados de corderos devoran a las
ovejas. Esto también es persecución: una persecución silenciosa e incruenta,
pero que está provocando mucho sufrimiento y dolor en muchas personas buenas y
santas. Yo podría dar el nombre de unos cuantos.
¿Y qué podemos hacer ante tanta persecución y tanta
injusticia? Paciencia, perdón y amor hacia
nuestros enemigos; rezar por quienes nos ofenden y nos humillan y seguir el
ejemplo de los santos. No queda otra. El mal acabará devorándose a sí
mismo. Y el triunfo final es del Señor: ante su presencia, todos tendremos que
rendir cuentas. Hasta entonces, el trigo y la cizaña seguirán creciendo juntos
y el Señor continuará haciendo salir el sol sobre justos e impíos. Pero al
Señor no se le puede engañar porque para Él nada hay oculto.
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