Todo parece indicar que Jesús no sólo quiso sanar a aquel enfermo, sino hacerlo sentir bien en todos los sentidos.
Por: P. Juan Jesús Priego | Fuente: Desde la Fe
Cuenta el evangelio que una vez se acercó a Jesús un leproso para suplicarle de
rodillas: “Si quieres, puedes curarme” (Mateo
1, 40).
¡Un momento! Pero, ¿por qué se acerca este hombre a
Jesús? ¿Es que no sabe que, dada su enfermedad, debe mantenerse a distancia?
¿Cómo se le ocurre andar circulando entre sus congéneres como si tal cosa?
La ley de Moisés era terminante a este respecto: “Cuando
alguno tenga en su carne una o varias manchas escamosas o una mancha blanca y
brillante, síntomas de la lepra, será llevado al sacerdote Aarón o ante
cualquiera de sus hijos sacerdotes. Se trata de un leproso, y el sacerdote lo
declarará impuro. El que haya sido declarado enfermo de lepra, traerá la ropa
descosida, la cabeza descubierta, se cubrirá la boca e irá gritando: ‘¡Estoy
contaminado! ¡Soy impuro!’. Mientras le dure la lepra seguirá impuro y vivirá
solo, fuera del campamento” (Levítico 13, 1-2. 44-46).
La orden era terminante: debía
permanecer solo y fuera del campamento, lejos de todos para no contaminarlos.
¿Cómo es, entonces, que este atrevido se acerca a Jesús? Y Jesús, por su parte,
no retrocede, espantado, ni se hace a un lado, diciéndole: “Oye, tú, amigo, ¿es que no conoces las cláusulas de la ley? ¿Cómo es que
andas circulando por nuestras calles así como así? ¡Anda, vete ya!”. En
realidad, no sucede nada de esto, sino, más bien, esto otro: “Jesús, sintiendo compasión, extendió la mano y lo toco,
diciéndole: ‘Quiero, queda limpio’. En seguida se le quitó la lepra y quedó
limpio” (Marcos 1, 41-43).
¿Cómo es que Jesús
se ha animado a tocar a este hombre? ¿No le dio miedo? ¡Nadie antes que él
había tocado a un leproso en Israel! Pero
Jesús toca al leproso, es decir, lo hace sentir vivo otra vez. El Señor pudo
haberlo curado simplemente diciendo sencillamente lo que dijo, pero además
extiende su mano sobre él y lo hace sentirse querido, aceptado.
¡El sentido del
tacto! Lo que a menudo no podemos decir
con las palabras, lo decimos tocando. Un amigo mío acaba de perder a su madre y
llora junto al féretro. ¿Qué le debo decir en
semejante circunstancia? ¿Qué me duele aquella muerte a mí también? ¡Pero él
bien sabe que no se trata del mismo dolor! Entonces opto por no decirle
nada -¿para qué, si las palabras sirven aquí de muy
poco?- y poso mi brazo sobre su cuello. Con este simple gesto he dicho
más de lo que podría decirle con un discurso lacrimoso e hipócrita. El tacto es
el sentido del afecto, y los que se quieren se tocan.
Así pues, todo parece indicar que
Jesús no sólo quiso sanar a aquel enfermo, sino hacerlo sentir bien en todos
los sentidos que pueda tener esta expresión. Pero afirmar que nadie había hecho
nada semejante en Israel, ¿no es cargar las tintas,
como suele decirse? ¡De ninguna manera! En el Antiguo Testamento se
cuanta la curación de un leproso por obra del profeta Eliseo, pero aquí las
cosas sucedieron de muy distinta manera. Veamos cómo.
“Naamán, general
del ejército del rey sirio, era un hombre que gozaba de la estima y del favor
de su señor…, pero era leproso. En una incursión, una banda de sirios llevó a
Israel a una muchacha que quedó como sirvienta de la mujer de Naamán, y dijo a
su señora: ‘Ojalá mi señor fuera a ver al profeta de Samaria; él lo libraría de
su enfermedad’. Naamán fue a informar a su señor: ‘La mujer israelita ha dicho
esto y esto otro’. El rey sirio le dijo: ‘Ven, que te doy una carta para el rey
de Israel’. Naamán se puso en camino, llevando tres quintales de plata, seis
mil monedas de oro y diez trajes. Presentó al rey de Israel la carta, que decía
así: ‘Cuando recibas esta carta, verás que te envío a mi ministro Naamán para
que lo libres de su enfermedad’. Cuando el rey de Israel leyó la carta, se rasgó
las vestiduras, exclamando: ‘¿Es que soy yo un dios capaz de dar muerte o vida
para que me encargue éste de librar a un hombre de su enfermedad?’.
“El profeta Eliseo se
enteró de que el rey de Israel se había rasgado las vestiduras, y le envió este
recado: ‘¿Por qué te has rasgado las vestiduras? Que venga a mí y verá que hay
un profeta en Israel’.
“Naamán llegó con sus
caballos y su carroza y se detuvo ante la puerta de Eliseo. Eliseo mandó uno a
decirle: ‘Ve a lavarte siete veces en el Jordán y tu carne quedará limpia’ ” (2 Reyes 5, 1-10).
Véase que Eliseo no sale al
encuentro del leproso, sino que se limita a mandarle decir lo que tiene que
hacer para curarse. Y éste, claro está, percibe su falta de amabilidad y se
queja, molesto, con estas palabras: “Yo me
imaginaba que saldría en persona a verme y que, puesto en pie, invocaría al
Señor, su Dios, pasaría la mano sobre la parte enferma y me libraría de mi
enfermedad” (2 Reyes 5, 11). ¿Eso es lo que
pensaba Naamán? ¡Cómo se equivocaba! Para decirlo ya, era un iluso. ¡Por nada del mundo hubiera Eliseo posado la mano sobre
la parte enferma de aquel extranjero! Y no porque fuera malo o
desatento, sino porque se lo prohibía la ley. Y, por lo demás, ¿Naamán venía a curarse o a que le hicieran cuchi-cuchi? Si
quería curarse, ya sabía lo que tenía que hacer. “Entonces
Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como le había ordenado el profeta,
y su carne quedó limpia como la de un niño” (2 Reyes 5, 14).
Recapitulemos: en ambos casos,
los leprosos son curados, pero no se compara la delicadeza de Jesús con la
prudencia de Eliseo. Jesús fue amable, cercano, cálido. La diferencia entre
Eliseo y Jesús, por decirlo así, es la misma que hay entre un médico acertado
pero hosco, y otro igualmente acertado pero amable. No, para Jesús no era
suficiente con curar al enfermo; era necesario, también, extender la mano hacia
él y tocarlo con afecto. ¿Qué es lo que Cristo vino
a traer a este pobre mundo? Él mismo lo dijo: vino a traer fuego, es
decir, el calor, el sencillo calor humano sin el cual incluso la salud del
cuerpo está de más: el calor que devuelve el gusto de vivir.
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