ES LA MIRADA DE UN PADRE ANTE SU HIJO PEQUEÑO, UNA MIRADA QUE RECONFORTA, LLENA AL ALMA DE PAZ, ROBUSTECE, ALIENTA Y DA SEGURIDAD
Por: H. Roberto Allison, LC | Fuente:
elblogdelafe.com
«Adán, ¿dónde estás?»: es el lamento de Dios que hace ante el hombre, salido de
sus manos, que huye de él. «Te oí andar por el jardín y tuve miedo, porque
estoy desnudo; por eso me escondí». El hombre escapa de Dios, se esconde de su
Creador. Rehuye de su mirada y siente vergüenza cuando éste pasa a su lado. Ya
no aguanta ver su rostro.
«Adán, ¿dónde estás?» Esta pregunta compasiva que hiere
el alma de compasión, casi un ruego, se viene repitiendo a lo largo de la historia
de la humanidad. El hombre teme la mirada de
Dios. No soporta verlo. Y prefiere esconderse, apartarse lejos de Él, mirar las
creaturas, volcarse hacia ellas antes que observar el rostro divino.
¡Qué grande es el poder de la mirada! Hay
miradas que alegran, tranquilizan. Miradas que sanan y curan. Miradas con ojos
claros, compasivos, transparentes y sinceros, rebosantes de amor, ternura y
misericordia. Unas despiertan compasión, otras hay que dignifican, algunas que
perdonan. Miradas puras, inocentes, infantiles o llenas de experiencia y
surcadas por la presencia de la sabiduría. Existen – ¡ay!- miradas que hieren, que lastiman. Que
matan. O que cosifican, volatilizan, que quitan la dignidad. Miradas que
degradan y prostituyen. Miradas sucias, seductoras o desafiantes, inyectadas de
odio, furia, coraje. De lujuria. Miradas de cobardes, de altivos, soberbios y
orgullosos. Miradas meduseas que petrifican, que succionan, que asesinan.
Adán escapa de la mirada de Dios y desde entonces todo el género humano busca retraerse del rostro de un Ser, que al parecer, sólo quiere humillar y castigar. Nos mira para condenarnos.
Es lo
que Jean Paul Sartre dice en una de sus biografías:
“Durante varios años aún, mantuve relaciones
públicas con el Todopoderoso; en privado, dejé de tratarme con Él. Una sola vez
tuve el sentimiento de que existía. Había estado jugando con cerillas y había
quemado una pequeña alfombra. Me disponía a maquillar mi delito, cuando,
súbitamente, Dios me vio. Sentí su mirada dentro de mi cabeza y en mis manos.
Me puse a dar vueltas por el cuarto de baño, horriblemente visible, como un
blanco viviente. La indignación me salvó: me enfurecí contra una indiscreción
tan grosera; blasfemé […] Nunca me volvió a mirar.”
¿Pero de verdad Dios mira así al hombre? ¿Le genera tanto asco la obra que salió de sus manos? El dios de Sartre, esa especie de re-encarnación del ojo de Saurón, que todo lo penetra y observa para después aplastar, que nos hace sentir como “blancos vivientes”, será el dios de los griegos algo modernizado, o un funesto ídolo pagano. ¡Y cuántos cristianos aún piensan que Dios los mira así! Pero ése no es el Dios cristiano, el Dios de la revelación, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Dostoievsky,
ese gigante del espíritu del que aun tenemos tanto que aprender, llegó a
escribir estas lineas muy conmovedoras:
«Tan grande como la alegría de una madre que
contempla la primera sonrisa de su hijo es la de Dios cuando ve que un pecador
se arrodilla y reza”. Hay que proclamar esto a los cuatro vientos: ¡La mirada
de Dios hacia sus hijos es una mirada tierna, llena de compasión y
misericordia! “Eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo. Pondré la
humanidad en tu lugar, y los pueblos en pago de tu vida. No temas, que yo estoy
contigo». (Is 43, 4-5) dice en la Escritura.
Es la mirada de un Padre ante su hijo pequeño, una mirada que
reconforta, llena al alma de paz, robustece, alienta y da seguridad. Cristo nos hace patente y visible esa mirada: esa misma mirada logró
transformar el alma de Zaqueo el publicano y recobró la dignidad de la pecadora
pública. Una mirada discreta y potente, la cual conquistó a Mateo, a Pedro, a
Juan. Y sigue conquistando miles de corazones enloquecidos una vez que se
percatan del amor intenso y personal de esa mirada.
Sartre y
sus discípulos podrán decir lo que quieran de esa distorsionada visión de Dios
y seguir reafirmando su ateísmo. Al fin y al cabo, ellos no reniegan del Dios
cristiano, sino que sólo le dan la espalda a un fetiche falso. O quizá, al
olvidar su condición de creaturas amadas y pretendiendo reivindicar una
tambaleante libertad absoluta, aún no han superado el miedo de Adán. Y así, han
optado rebelarse contra su caricatura, y construir su vida sin Él.
¡Hay
que dejarse mirar por Dios! Urge en nuestra sociedad y en nuestras vidas purificar la imagen que
tenemos de Él. No temer a que su luz recorra las zonas más secretas del alma
para que las sane y las cura. Es necesario confiar en Él, no temer esa mirada.
Permitir que su rostro pacifique nuestro ser con la certeza de que somos hijos
amadísimos, y que no vamos a la deriva del azar en una vida sin sentido.
El
reto para el día de hoy es éste: ¿Te animas a dejarte mirar por Dios?
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