-¿Dónde vas? -mi marido desde el sofá me miraba anonadado-.
-Aquí,
a la puerta, a pasear al perro.
-¿Y para eso te has peinado y maquillado? ¿Y te has puesto ese vestido
guardado con esmero para ocasiones especiales?
-Si
-¡Tú no estás bien! ¡Van a creer que estás loca!
-Puede
que sí, que crean que no estoy bien, que el confinamiento acabó con la poca
cordura que quedaba en mi interior. Pero la realidad es que nunca he estado más
cuerda. Antes guardaba este vestido para una ocasión especial, sin darme cuenta
que cada día es especial, que cada pequeña salida (ir a comprar el pan, o a la
farmacia), y cada pequeño paseo a mi dulce Reinamora, son especiales. Y ayer
salía triste y desgarbada dando pinceladas grises a la oscuridad del mundo. Y
eso no es justo: estoy viva, y soy feliz y tengo esperanza y tiempo y he
decidido poner mi pequeño granito de arena a la esperanza del mundo. Saldré un
minuto a la puerta, iré hasta la esquina y volveré, como si estuviera paseando
en una alfombra roja.
Luego
añadí:
-Quien
me vea desde los balcones, sonreirá y eso es algo que voy a provocar yo y mi
actitud.
Hoy ya no
quiero guardar nada para mañana, lo voy a gastar todo, daré la mejor versión de
mí, y mañana me pondré otro vestido y así hasta que estén desgastados y roídos,
hasta que hayan tenido una larga vida llena de paseos y sonrisas, que provoquen
miradas y regalen alegrías... que dentro de un armario se los comen las
polillas.
Hacía
menos de cinco minutos que estaba en la calle cuando apareció mi marido con su
traje de chaqué, de alguna boda sería; llevaba los zapatos sin calcetines y un
sombrero de copa que no sabía ni que teníamos.
No
quería reírme, pero las carcajadas salieron solas. Se acercó y me ofreció su
brazo.
-Venga, que nuestra alfombra roja solo tiene cien metros y vamos a
disfrutarlos cariño.
Locos,
puede, pero esa noche se escuchaban risas luchando contra el miedo alojado en
nuestro interior.
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