Cuando creamos haber perdido el rumbo, volvamos los ojos a Él, que nos mostrarán el rumbo, que dará sentido a nuestra existencia.
Por: P. Dennis Doren L.C. | Fuente: Catholic.net
Las calles se comienzan a vestir de fiesta, el ambiente comienza a notarse
diferente, los vendedores aprovechan las instancias del momento para mejorar
sus precios, adornar sus tiendas, y claro, vender todo lo que puedan. Se acerca
Navidad, para nosotros cristianos tiene un sentido y valor únicos, recordar y
hacer presente ese momento histórico en donde Dios nos visita con un rostro
humano; Él decide, por amor, hacerse hombre y compartir 33 años con nosotros.
Su paso fue breve, pero marcó indiscutiblemente un parte aguas en nuestras
vidas, nos trajo el mensaje de amor, paz, bien y perdón a todos los hombres;
ojalá a partir de este primer domingo de Adviento, nuestra carrera de
preparación sea para el encuentro con Jesús, y que una vez más, nos esforcemos
para darle a la Navidad el verdadero sentido.
Había una vez un hombre que no creía en Dios. No tenía reparos en decir lo que
pensaba de la religión y de las festividades cristianas como la Navidad. Su
mujer, en cambio, era creyente a pesar de los comentarios desdeñosos de su
marido.
Una Nochebuena que estaba nevando, la mujer se disponía a llevar a sus hijos a
la parroquia de la localidad agrícola donde vivían, le pidió al marido que los
acompañara, pero se negó.
¡Qué tonterías! -argumentó- ¿Por qué Dios se iba a rebajar a la tierra adoptando la
forma de hombre? ¡Qué ridiculez! Los niños y la esposa se marcharon, y
él se quedó en casa. Un rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor
intensidad y se desató una ventisca. Observando por la ventana, todo lo que
aquel hombre veía era una cegadora tormenta de nieve y decidió relajarse
sentado ante la chimenea. Al cabo de un rato, oyó un golpazo en la ventana,
luego oyó un segundo golpe fuerte; miró hacia afuera, pero no logró ver más que
a unos pocos metros de distancia. Cuando amainó la nevada, se aventuró a salir
para ver qué había golpeado la ventana, y encontró a dos gansos muertos y una
bandada de gansos salvajes en su potrero.
Por lo visto, iban camino al sur para pasar el invierno y se vieron sorprendidos
por la tormenta de nieve; perdidos, terminaron en aquella granja sin abrigo ni
alimento.
Daban aletazos y volaban bajo, en círculos por el campo, cegados por la
borrasca, sin seguir un rumbo fijo. El agricultor sintió lástima por los gansos
y quiso ayudarlos.
Sería ideal que se quedaran en el granero -pensó- ahí estarán al abrigo y a
salvo mientras pasa la tormenta.
Dirigiéndose al establo, abrió las puertas de par en par; luego aguardó y
observó con la esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto, pero
no obstante, se limitaron a revolotear dando vueltas. Ni siquiera se dieron
cuenta de la existencia del granero y de lo que podía significar en esas
circunstancias.
El hombre intentó llamar la atención de las aves, pero sólo consiguió asustarlas
y que se alejaran más. Entró a la casa y salió con algo de pan, lo fue
partiendo en pedazos y dejando rastros hasta el establo; sin embargo, los
gansos no entendieron.
El hombre empezó a sentir frustración; corrió tras ellos tratando de ahuyentarlos
en dirección al granero, pero lo único que consiguió fue asustarlos más y que
se dispersaran. Por mucho que intentara, no conseguía que entraran al granero,
donde estarían abrigados y seguros.
¿Por qué no me seguirán? -exclamó- ¿Es que no se dan cuenta que ese es el único sitio donde
podrán sobrevivir a la nevasca? Reflexionando unos instantes, cayó en la cuenta de que unas aves no seguirían a
un ser humano. Si yo fuera uno de ellos, entonces sí podría salvarlos, pensó.
Seguidamente, se le ocurrió una idea: entró al
establo, agarró a un ganso doméstico y lo llevó en brazos paseándolo entre sus
congéneres salvajes; luego lo soltó, el ganso voló entre los demás y se fue
directamente al interior del establo; una por una, las otras aves lo siguieron
hasta que estuvieron todas a salvo.
El campesino se quedó en silencio por un momento mientras las palabras que
había pronunciado hacía unos instantes resonaban en su cabeza: "si yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí que podría
salvarlos!"
Reflexionó luego en lo que había dicho a su mujer: "¿Por qué Dios iba a querer ser como nosotros? ¡Qué
ridiculez!"
De pronto, todo empezó a cobrar sentido; entendió que eso era precisamente lo
que Dios había hecho: nosotros éramos como aquellos
gansos, estábamos ciegos, perdidos y a punto de perecer. Dios se volvió
como nosotros a fin de indicarnos el camino, y por consiguiente, salvarnos.
El agricultor comprendió el sentido de la Navidad y por qué Jesús había venido
a la tierra. Junto con aquella tormenta pasajera, se disiparon años de
incredulidad. De rodillas elevó su primera plegaria: "Gracias
Señor, por venir en forma humana a sacarme de la tormenta".
Sí, Jesús vino a sacarnos de la tormenta, de la tormenta individual que muchas
veces nos ciega, nos hace perder el camino de nuestra vida y nos lleva a la
deriva. ¡Dejemos de dar vueltas sin sentido!
Cuando creamos haber perdido el rumbo, volvamos los ojos a Él. Miremos el
pesebre, miremos la cruz... ellos nos mostrarán el rumbo que dará sentido a
nuestra existencia.
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