EL BIEN DE LA PERSONA CONSISTE EN ESTAR EN LA VERDAD Y EN REALIZAR LA VERDAD
Por: SS Juan Pablo II | Fuente: Veritatis splendor
CAPITULO
III - "PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 COR 1,17)
EL BIEN MORAL PARA LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO
«PARA SER LIBRES NOS LIBERTÓ CRISTO» (GA 5, 1)
84. La cuestión fundamental que las teorías
morales recordadas antes plantean con particular intensidad es la relación
entre la libertad del hombre y la ley de Dios, es decir, la cuestión de la
relación entre libertad y verdad.
Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia «solamente
la libertad que se somete a la Verdad conduce a la persona humana a su
verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la verdad y en
realizar la verdad» 136.
La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y
cultural actual muestra inmediatamente la urgencia de que precisamente sobre
tal cuestión fundamental se desarrolle una intensa acción pastoral por parte de
la Iglesia misma: «La cultura contemporánea ha
perdido en gran parte este vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad y, por
tanto, volver a conducir al hombre a redescubrirlo es hoy una de las exigencias
propias de la misión de la Iglesia, por la salvación del mundo. La pregunta de
Pilato: "¿Qué es la verdad?", emerge también hoy desde la triste
perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni
adónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la
persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a
ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto
indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de todos el desprecio
de la vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de
derechos fundamentales de la persona; la inicua destrucción de bienes
necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre
ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La
fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la libertad,
desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es
bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en
desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral. A lo
que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas situaciones concretas,
no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el único
verdadero bien del hombre» 137.
85. La obra de discernimiento de estas teorías
éticas por parte de la Iglesia no se reduce a su denuncia o a su rechazo, sino
que trata de guiar con gran amor a todos los fieles en la formación de una
conciencia moral que juzgue y lleve a decisiones según verdad, como exhorta el
apóstol Pablo: «No os acomodéis al mundo presente,
antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que
podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto» (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de
apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las
exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en el Señor Jesús. La Iglesia cada
día mira con incansable amor a Cristo, plenamente consciente de que sólo en él
está la respuesta verdadera y definitiva al problema moral.
Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al
interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las
normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad
de la persona y no atentar a su libertad y dignidad. La Iglesia hace suya la
conciencia que el apóstol Pablo tenía de la misión recibida: «Me envió Cristo... a predicar el Evangelio. Y no con
palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo...; nosotros predicamos a
un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles;
mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y
sabiduría de Dios» (1 Co 1, 17. 23-24). Cristo crucificado revela el
significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí
y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad.
86. La reflexión racional y la experiencia
cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del hombre. Es libertad
real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en sí
misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa,
al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o
sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar
con responsabilidad. Es parte constitutiva de la imagen creatural, que
fundamenta la dignidad de la persona, en la cual aparece la vocación originaria
con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien, y más aún, por la
revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando de su misma vida
divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura universal a cada ser
existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y el amor a los demás 138. La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y
tiende a la comunión.
La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana,
sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada
misteriosamente a traicionar esta apertura a la Verdad y al Bien, y que
demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes,
limitados y efímeros. Más aún, dentro de los errores y opciones negativas, el
hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar la
Verdad y el Bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: «Seréis como dioses» (Gn 3, 5). La libertad, pues,
necesita ser liberada. Cristo es su libertador: «para
ser libres nos libertó» él (Ga 5, 1).
87. Cristo manifiesta, ante todo, que el
reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la auténtica
libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32) 139. Es
la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al
respecto dice Jesús ante Pilato: «Para esto he
venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Así los
verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo «en
espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). En virtud de esta adoración llegan a
ser libres. Su relación con la verdad y la adoración de Dios se manifiesta en
Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad.
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la
libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo. El que dice: «Nadie
tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va
libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su obediencia al
Padre en la cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este
modo, la contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra por la que la
Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la
libertad: el don de uno mismo en el servicio a Dios
y a los hermanos. La comunión con el Señor resucitado es la fuente
inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente para vivir en la
libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el versículo 2 del salmo
100, «servid al Señor con alegría», dice: «En la
casa del Señor libre es la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone
la necesidad, sino la caridad... La caridad te convierta en esclavo, así como
la verdad te ha hecho libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre:
esclavo, porque llegaste a serlo; libre, porque eres amado por Dios, tu
creador... Eres esclavo del Señor y eres libre del Señor. ¡No busques una
liberación que te lleve lejos de la casa de tu libertador!» 140.
De este modo, la Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar
de la función real de Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la
responsabilidad del Hijo del hombre, que «no ha
venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt
20, 28) 141.
Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad
en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena
revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su
resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la
fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad.
CAMINAR EN LA LUZ (CF. 1 JN
1, 7)
88. La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y
verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra dicotomía más grave
y nociva: la que se produce entre fe y moral.
Esta separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de
la Iglesia en el presente proceso de secularismo, en el cual muchos hombres
piensan y viven como si Dios no existiera. Nos encontramos ante una mentalidad
que abarca —a menudo de manera profunda, vasta y capilar— las actitudes y los
comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la
propia originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación para la
existencia personal, familiar y social. En realidad, los criterios de juicio y
de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente —en
el contexto de una cultura ampliamente descristianizada— como extraños e
incluso contrapuestos a los del Evangelio.
Es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza
de juicio ante la cultura dominante e invadiente: «En
otro tiempo fuisteis tinieblas —nos recuerda el apóstol Pablo—; mas ahora sois
luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste
en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no
participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien,
denunciadlas... Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino
como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son
malos» (Ef 5, 8-11. 15-16; cf. 1 Ts 5, 4-8).
Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana,
que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y
ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente,
una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero,
una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es
puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es
encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo,
camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono
en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2, 20), o sea, en el mayor
amor a Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene también un contenido moral: suscita
y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la
observancia de los mandamientos divinos. Como dice el evangelista Juan, «Dios es Luz, en él no hay tinieblas alguna. Si decimos
que estamos en comunión con él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos
la verdad... En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus
mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus
mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su
palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto
conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como
vivió él» (1 Jn 1, 5-6; 2, 3-6).
A través de la vida moral la fe llega a ser confesión, no sólo ante Dios, sino
también ante los hombres: se convierte en testimonio. «Vosotros
sois la luz del mundo —dice Jesús—. No puede
ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una
lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre
a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los
hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que
está en los cielos» (Mt 5, 14-16). Estas obras son sobre todo las de la
caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica libertad, que se manifiesta y vive
en el don de uno mismo. Hasta el don total de uno mismo, como hizo Cristo, que
en la cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí
mismo por ella» (Ef 5, 25). El testimonio de Cristo es fuente, paradigma
y auxilio para el testimonio del discípulo, llamado a seguir el mismo camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). La caridad, según
las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al
testimonio supremo del martirio. Siguiendo el ejemplo de Jesús que muere en
cruz, escribe Pablo a los cristianos de Efeso: «Sed,
pues, imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como Cristo
nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef
5, 1-2).
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