El sacerdote es, antes que nada, un hombre. Y como tal, está llamado a defender sin miedo a los débiles e indefensos, a ser voz de los que no tienen voz, a anunciar la verdad sin arredrarse, a jugarse todo por hacer lo correcto, a luchar por ser fiel a sí mismo y a su misión.
Persevera en la defensa de
aquello en que cree, alienta a los que desfallecen, va por delante jugándose el
tipo por Cristo y su Palabra ante todo y ante todos, no se amolda a la
comodidad de lo políticamente correcto, es sagaz y prudente, pero de frente y
sin cobardía. Tiene alma guerrera y es capaz de sufrir en silencio por la
justicia, llama a las cosas por su nombre; sirve, sí, pero no adula, y sirve
también cuando corrige o denuncia. Ama apasionadamente, y apasionadamente se
entrega, sin reservas. Asalta la muralla sin mirar atrás.
El sacerdote es el
fuerte baluarte que Dios ha puesto como base para la construcción de su
Iglesia. Ama a la Iglesia como a su fiel
esposa y por ella se desvive, la defiende de los lobos y de los asalariados, y
se deja la piel en la lucha por mantenerla sana e intacta.
Jesús no ocultó el
rostro ni se echó atrás, ni tampoco lo hace el sacerdote. Prefiere hablar de más que de menos, y equivocarse por exceso que por
defecto. Teme más el exceso de pasividad que de vehemencia, y se deja llevar
por Dios siempre más allá de lo conocido, mar adentro.
El sacerdote es un
hombre en un mundo emasculado, y en su fidelidad a la vocación se juega su
propia identidad masculina. Como referente no puede claudicar
de su misión ni entrar en un perfil bajo que deje desorientada a la Iglesia. Puede
que sufra, pero es parte de la aventura.
Por: Estamos en Sus
Manos
No hay comentarios:
Publicar un comentario