ELSA ALMEDA, JOVEN PROVIDA QUE EL PASADO 6 DE OCTUBRE SE ENFRENTÓ VICTORIOSAMENTE A TRES PROABORTISTAS EN EL PROGRAMA DEBATE «OPINA JOVE» DE 8TVCAT.
El hombre no puede tener una
noción completa y primigenia del bien, primero porque el conocimiento del bien
no depende intrínsecamente de su racionalidad, y segundo porque la conciencia humana no es autónoma, dado que su carácter estimativo de las cosas
es posterior a la naturaleza de estas. De lo que se sigue que no siempre que se ama se hace el bien:
ahí están para dar testimonio los amores que destruyen. Amores
entendidos libérrimamente como adhesiones del instinto.
De esa jaez es el amor diabólico del que
hablaba San Juan Crisóstomo, aquel “que obliga a odiar a alguien por amor a una persona”.
El mismo San Juan Crisóstomo denunció que acabar con la vida del nasciturus “es
aún peor que el asesinato, es evitar que nazcan hombres”. Aunando las
dos afirmaciones del ilustre padre de la Iglesia, se puede inferir que los
correligionarios del aborto acostumbran a validar los sacrificios humanos
intrauterinos en honor al amor acanallado que experimentan hacia la
autodeterminación de la mujer. Ese amor diabólico contra el que nos prevenía San
Juan Crisóstomo es la alegoría de la historia de la modernidad en bloque: por
amor a unos ideales o causas (en apariencia perfectos), se fulmina al que no
accede a pasar por cofrade, o bien, si es menester, se le destruye sin
concesiones en el seno materno.
Llamó poderosamente la atención
la valentía con la que condenaba el aborto hace ya unos días una joven
perteneciente al partido Vox llamada Elsa
Almeda. En el fragor del debate televisivo se atrevió a
decir sin miramientos que el aborto es un
asesinato y que
legalizarlo so capa de su seguridad era tan legítimo como legislar un espacio
seguro para las violaciones en masa. Ni que decir tiene que fue objeto de los
ataques más torticeros y de las peores tergiversaciones en todos los espacios
que dieron difusión al asunto, y todo porque soltó una verdad de esas que ya
nadie se atreve a pronunciar en el bodrio parlamentario. La joven Elsa demostró
entender mejor que cualquier politicastro que en el castigo de
la mentira está escrito que ha de ser escandalizada atronadoramente por la
verdad. Precisamente uno de los atributos de la verdad es su
potencia castigadora, esa capacidad para ser oprobio de vilezas como el amor al
aborto.
Si de algo han servido las
defensas a ultranza del aborto ha sido para destapar toda la mugre ideológica
que hay detrás. Para entender la defensa que la sociedad actual hace del aborto
se ha de partir de los estándares de la modernidad: Estado,
ley (positiva) e individuo. Con ese triunvirato ideológico el guión
estaba cantado de antemano: el Estado
proporciona al individuo las licencias jurídicas necesarias para que pueda
desasirse de las ataduras que importunan a ambos.
En el paisaje político (en
realidad círculo vicioso) Estado-ley-individuo, el amor diabólico brota en tres
direcciones: amor a la ley (intenta borrar el delito para velar el crimen),
amor al individuo (empodera a la mujer pretextando su condición de ciudadano de
hecho sobre la del hijo que lleva en sus entrañas), y amor al Estado (por el
patronazgo de los empoderamientos más siniestros). Ese triunvirato de amores
ideológicos impele al más diabólico de todos: el hacer causa común del aborto.
Todo eso va y lo desmonta en un programa de televisión una chica de dieciocho
años recordando que matar es pecado y que legalizar
el aborto es tan abominable como legalizar la violación.
El amor es bueno si está en
buenas manos, pero cuando sale de la hipnosis jurídica de un Estado mesmerista
se troca en un sentimiento hecho de magnetismo animal, que lleva a amar a la
mujer que va a abortar a costa de la criatura que lleva dentro. Son los Estados
regidos bajo el yugo del aborto los que instilan el amor diabólico bajo la
consigna del feminismo uniformizante y la hipnosis de los “derechos reproductivos“. Así es el aborto: un amor
diabólico inspirado por mesmeristas.
Leía estos días con atención los
malogrados intentos de Robespierre por
abolir la pena capital ante la asamblea revolucionaria, cuando aún no había
perdido el oremus; su última
prédica al respecto sería digna de ser reproducida en el bodrio parlamentario
por alguien tan valiente como Elsa Almeda: “Cada
vez que por precepto de la ley matáis a un hombre, destruís una parte del
carácter sagrado del hombre”. No fue Robespierre, sino la joven Elsa, la
que tuvo redaños a enseñar que la verdad es
revolucionaria cuando ya nadie se atreve a proclamarla. Allí estaba firme para tomar el lábaro de San
Juan Crisóstomo y escandalizar a los adeptos al amor diabólico.
Por Eduardo Gómez
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