Una noche Jesús me pidió que orara por las almas del purgatorio. Eran las cuatro y media y yo quería terminar de escribir mi diario, cuando Jesús me dijo:
–Hija
mía, aunque respeto tu cansancio, quiero pedirte que no te vayas a dormir hasta
que pongas por escrito el estado de sufrimiento de las almas del purgatorio. Yo
quiero que mis hermanos sacerdotes se unan a la cruzada de oración en favor de
las almas que sufren en el purgatorio. Ahora quiero aliviar a aquellas que
durante su vida con frecuencia me pidieron a Mí y a mi Madre, en la oración,
que tuviéramos piedad de ellas en el momento de su muerte y cuando estuvieran
en el lugar del sufrimiento.
Jesús me
llevó entonces a un lugar tan grande que yo no podía ver el final. Aunque el
lugar estaba oscuro, las almas allí parecían estar calmadas. Había un sinnúmero
de almas: llevaban ropa negra y estaban arrimadas
unas a otras. Todas parecían inmóviles, sin palabras y muy tristes. Mi
corazón casi se quebraba al verlas así. Supe que estas almas no recibían ayuda
alguna de nadie en la tierra, ni oración, ni sacrificios. Sabían que la hora de
su liberación no había llegado todavía pero confiaban en que no dilataría
mucho.
Después
de eso Jesús me llevó a otro lugar similar. Allí las almas tiritaban en sus
túnicas negras. Pero cuando me vieron entrar con Jesús, todas empezaron a
agitarse. Yo tenía mi rosario en la mano para rezar por ellas. Cuando vieron el
rosario, todas empezaron a gritar: “¡Rece por mí,
querida hermana, rece por mí!” y trataban de sobreponer su voz, gritando
más fuerte, solicitando mis oraciones, como una nube de abejas. Aunque todas
gritaban a un tiempo, yo podía distinguir la voz de cada una. Reconocí a muchas
entre ellas, personas a las que conocí cuando estaban en la tierra. Vi a
algunas religiosas de otras órdenes y también de la mía. Me espanté cuando una
madre superiora se volteó hacia mí y me pidió humildemente que rezara por ella.
Después
de esto, una religiosa, conocida mía, con sus manos juntas y tocando mi
rosario, me suplicó: “¡Por mí, por mí!”, mientras
un extraño sudor, no sé si en el alma o en el cuerpo, corría sobre ella.
Después
Jesús me llevó a un tercer lugar donde había un sinnúmero de religiosas,
paradas y sin movimiento, mientras un fuerte sudor corría sobre ellas. Se
volvieron hacia mí y me suplicaron que rezara el rosario por ellas. En ese
lugar había luz. Yo pensé: “¿Por qué será que ellas
me piden el rosario?” Entonces Jesús me mostró un rosario, en el que en
vez de las cuentas había flores y en cada flor vi brillar una gota de la Sangre
de Jesús.
Cuando
decimos el rosario, las gotas de la Sangre de Jesús caen sobre la persona por
quien lo ofrecemos. Las almas del purgatorio están implorando continuamente la
Sangre salvadora de Jesús.
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