La humildad no es una virtud servil o degradante. Cristo nos enseñó que se trata de una actitud amorosa.
Por:
Jesús Manuel Valencia | Fuente: Virtudes y Valores.
Desde siempre el hombre ha sentido la necesidad
de reconocer una cierta humildad creatural. Es famoso lo que la sibila del
oráculo de Delfos dijo a Sócrates: “Reconoce que tú
eres hombre y no Dios”. También Sócrates considera la humildad como
punto de partida para alcanzar la sabiduría, pues “hay
que saber que no sabemos nada”. Sin embargo la Antigüedad exalta la
pomposa autonomía del hombre para conquistar la virtud y la perfección...
y esto ya no es humildad.
El Antiguo Testamento insiste bastante en la miseria del hombre, en sus
limitaciones, en su bajeza. Es, por decirlo así, una constatación trágica de lo
que no está a nuestro alcance remediar y con lo que tendremos que cargar toda
la vida. De lo contrario nos arriesgamos a que el Dios justiciero, que “eleva a los humildes y aplasta a los orgullosos”
nos rechace y eso, como se dice en buen latín, non
placet (no agrada).
La humildad, en las vísperas del Cristianismo, era o pura sumisión temerosa a
un Dios sancionador o condición para granjearnos la diosa sabiduría, a veces
engreída y altanera. Más que una virtud se trataba de un juego de
conveniencias, donde el que salía ganando era por supuesto “el humilde”.
El problema (o la solución, si se prefiere) llegó con Jesús de Nazaret. El
concepto de humildad sufrió una profunda transformación. Ya no se trataba de
una mera condición servil para alcanzar un bien personal, ahora era una actitud
de Dios mismo... y aquí el problema se
vuelve enorme pues, Dios ¿a quién tiene que rendir
culto? Como Dios a nadie y eso está claro. Pero el Nazareno era
precisamente eso: un judío con un montón de mandatarios arriba de Él. “El que todo lo sabía -dice Martín Descalzo- aprendía de
los que casi todo lo ignoraban. El Creador se sometía a la creatura. El grande
era pequeño y los pequeños, grandes”.
San Pablo lo expresó muy bien: “Cristo siendo de
condición divina no tuvo como botín precioso ser igual a Dios, sino que se
abajó tomando la condición de siervo”. Desde entonces la humildad es
otra cosa. Ya no se reduce para el cristiano a un puro servilismo impotente o a
un rebajamiento vergonzoso. La humildad nos permite, creer en Dios, amarlo,
depender en todo de Él. No es, como alguno podría pensar, una virtud para los
débiles, al contrario, es manantial de seguridad porque reconocemos que es Él
quien vela por nosotros.
Y, bien ¿dónde se vive la humildad? ¿Cuándo podemos
ser humildes? De esta virtud se desprenden muchas otras, como para toda
una encíclica. Fijemos la atención sólo en dos. En primer lugar, la gratitud.
Dar gracias equivale a decir: te necesito, me eres indispensable. Ser
agradecido es manifestar la necesidad que tenemos de los demás. No humilla.
Sólo nos recuerda nuestra pequeña y limitada condición. La segunda es la
obediencia. Obediencia del hijo al padre, del discípulo al maestro, del
ciudadano a la autoridad; quien obedece a los hombres que son imperfectos, ¿cómo no lo hará con quien es la suma de perfecciones?
Si crees que te hace falta un modelo, estás en la verdad (es buena señal,
comienzas a ser humilde) Abre el Evangelio, ¡desempólvalo!,
y aprende de Aquel que dijo: “aprended de mí
que soy manso y humilde de corazón”. Seguramente Él tiene mejores cosas
qué enseñarte.
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