El séptimo día de viaje llegamos a Hierápolis. Una gran ciudad con aguas termales, en la que el teatro era llamativamente grande. Subimos a la iglesia en la que la tradición dice que estuvo enterrado el apóstol Felipe. De la iglesia solo quedaban un metro o dos de los fundamentos de los muros. Pero su perímetro y partes eran perfectamente identificables.
Nos
dirigimos después a Laodicea. Más pequeña que Hierápolis, pero, para mi gusto,
mucho más impresionante. En Hierápolis los magnos edificios estaban lejos unos
de otros. Las construcciones se veían rodeadas de grandes vacíos. Mientras que
en Laodicea el entero centro de la ciudad, con sus calles y edificios, aparecía
completamente identificable. Nunca he visto una ciudad griega de la Antigüedad
en la que se evidenciara con más claridad cómo debía ser pasear por sus calles
y entre sus edificios. He dicho “ciudad griega”. Por
supuesto que el caso de Pompeya y Herculano es distinto. Pero paseando por
Laodicea me di cuenta el carácter tan diverso que tenía el centro de una ciudad
griega respecto a una ciudad romana. Laodicea tenía un uso masivo del mármol
blanco y su centro urbano era realmente monumental en el sentido de que sus
edificios institucionales y religiosos parecían ocupar todo ese centro. No
parecía haber una mezcla de negocios y viviendas como en las ciudades romanas.
Por lo menos, esa fue la impresión que tuve a simple vista. El centro de esa
ciudad era como una pequeña acrópolis ateniense. Alrededor de ese “corazón” se extendía una población de unos 50 000
habitantes como mínimo. Pero cuyos edificios de madera y ladrillo sí que deben
haber sucumbido a los embates del tiempo.
La iglesia
de Laodicea era, sencillamente, impresionante por sus dimensiones y solemnidad:
su baptisterio, sus gradas en el ábside para el
clero, las naves laterales, su atrio. El templo con todas sus partes
aparecía ante nuestros ojos con claridad. Hice propósito de leer con calma los
cánones del concilio que tuvo lugar en esa ciudad.
Decidimos
celebrar en el hotel pues la mañana se había alargado en exceso. No tenía
sentido almorzar a las cinco de la tarde.
El hotel
tenía un impresionante buffet. Cenamos durante dos días de un modo regio. Yo lo
que más comí de primer plato fueron aceitunas. Sobre todo, unas negras,
arrugadas, pequeñas y amargas, exactamente como las de Buera, el pueblo de mis
abuelos. Aunque reconozco que las de Huesca eran más amargas.
Seguirá
mañana.
P. FORTEA
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