Nos preguntábamos: ¿qué tiene este Papa que cautiva a católicos y no católicos?
Por: Jaime Septién Crespo | Fuente: El Observador
Este domingo 28 de septiembre se cumplen 25 años
de la muerte de Juan Pablo I, el llamado «Papa de
la sonrisa». Profético, su pontificado duró, apenas, 33 días. Pero, como
la obra periodística de John Reed, fueron 33 días que conmovieron al mundo.
Había un secreto, celosamente guardado por Albino Luciani. Y que le hizo
producir una sacudida inmensa en la Iglesia: su amor por la Virgen María.
El papa Luciani tenía a María consigo: Comencé a
amar a la Virgen María aun antes de conocerla... por las noches, frente al
fuego de la chimenea, en las rodillas maternas, la voz de mi madre rezando el
Rosario... Y esa fuerza, nacida antes que el lenguaje, inundó al pequeño
Albino, al sacerdote, al obispo, al patriarca de Venecia y al Papa. También a
todos los católicos que vivíamos por aquel entonces, del 26 de agosto al 28 de
septiembre de 1978.
Y que lo vivimos como un vendaval. La sonrisa del papa Luciani enhebraba la
bondad sabia del papa Juan (XXIII) y la sabiduría bondadosa del papa Pablo
(VI), dos titanes del Concilio Vaticano II, y dos baluartes de la defensa de la
fe católica en tiempos de indudable confusión. Nos preguntábamos: ¿qué tiene este Papa que cautiva a católicos y no
católicos? ¿De dónde saca el aura especialísima que lo ciñe? La
confesión es de su hermana Antonia, todavía con vida: del
Rosario.
Cuando Charles de Foucauld decía: El amor se
expresa con pocas palabras, siempre las mismas, Albino Luciani lo traducía al
rezo del Rosario: siempre las mismas palabras, siempre diferentes, pero al
final un ruego que yo defino así: «haznos como tú, Madre santísima, benditos,
puros, íntimos, seguros de nuestra fe, deseosos de expandirla, llenos de Gracia
y receptores, en el tránsito de la muerte, de tu bendición».
El secreto de Juan Pablo I es el de todos los santos, confiar los marineros del
cuerpo y del alma a la capitanía de la Virgen. En la barca del Rosario. Una
barca que, en las rodillas, desde muy pequeños, nos pone nuestra madre. Para
que la navegación sea segura, y lleguemos a la otra orilla con el temblor
emotivo de cuando zarpamos. Era la sonrisa de su madre y de la Madre de todos
la que en Albino Luciani brillaba: ¿habrá mejor
tesoro?
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