La tentación de cada hombre en todas las épocas de la historia, es la de traspasar el límite, celoso de Dios.
Por: Guillermo Juan Morado | Fuente: Catholic.net
El libro del Génesis relata la creación del
hombre por Dios: “El Señor Dios tomó al hombre y lo
colocó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara” (Gn
2, 15). Con un lenguaje cargado de simbolismo, la Sagrada Escritura expresa de
este modo una convicción profunda de la fe: el mundo y el hombre no son el
resultado de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar. El mundo
y el hombre existen porque Dios, libremente, movido únicamente por su amor, ha
querido hacerlos partícipes de su ser, de su sabiduría y de su bondad (cf
Catecismo de la Iglesia Católica, 295).
Entre todas las criaturas el hombre ocupa un lugar especial. Sólo del ser
humano se dice que “está hecho a imagen de Dios”:
“Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios los creó, hombre y mujer los
creó” (Gn 1, 27). Es decir, Dios nos ha querido hacer parecidos a Él,
capaces de participar en su vida por el conocimiento y el amor. Sólo el hombre,
entre todas las criaturas de la tierra, puede conocer a Dios y, en
consecuencia, amarle. El hombre posee, por esta apertura de su espíritu, capaz
de conocer y de amar, la dignidad de persona.
Que el hombre ha sido creado a imagen de Dios significa, en última instancia,
que ha sido hecho a imagen de Cristo, porque Cristo es precisamente la “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15). Un
escritor de la Antigüedad cristiana, Tertuliano, lo expresa de esta manera: "Quodcumque enim limus exprimebatur, Christus
cogitabatur, homo futurus"; es decir, cuando Dios moldeaba el
barro, pensaba en Cristo, el hombre nuevo. Y el Concilio Vaticano II afirma: “Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, Cristo nuestro Señor” (GS 22).
Dios colocó al hombre en el jardín del Edén. El jardín del Edén es símbolo de
la plenitud en la que el hombre, creado por Dios, vive. Es el jardín de la
amistad con Dios y de la armonía consigo mismo y con toda la creación. Es el
jardín de la santidad y de la justicia original, en la que el hombre
participaba de la vida de Dios. El jardín del Edén es anticipación e imagen del
paraíso definitivo, de la gloria del cielo.
En el jardín de Dios con los hombres había dos árboles especiales: “el árbol de
la vida en mitad del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal”.
El hombre podía comer de todos los árboles del jardín, “pero
del árbol del conocimiento del bien y del mal no comas; porque el día en que
comas de él, tendrás que morir”. La interpretación del significado de
los árboles del paraíso ha fascinado a los estudiosos de la Biblia y a los
pensadores de todos los tiempos: ¿Cuál es el
secreto de estos árboles? ¿Por qué uno de ellos, el árbol del conocimiento,
resulta prohibido?
El árbol de la vida es el árbol de la verdad, del amor, del misterio de Dios.
La sobreabundancia de la vida divina está simbolizada en ese árbol, situado en
la mitad del jardín. Dios es la vida del hombre. Donde Dios es reconocido y
adorado surgen el amor y la vida; es decir, con Dios el mundo se convierte en
jardín, en paraíso. El hombre tenía acceso a ese “árbol
de la vida”, podía comer de su fruto, podía alimentarse de la gracia que
brota de la intimidad de Dios.
Pero otro árbol estaba plantado en el jardín: el árbol del conocimiento del
bien y del mal, cuyo fruto el hombre no podía comer sin morir. Hay una relación
interna entre los dos árboles: para que el hombre pueda comer el fruto del
árbol de la vida, no debe tocar el fruto del árbol de la ciencia. La realidad
del hombre se despliega entre estos dos árboles; en la tensión entre comer el
fruto de la plenitud y de la vida o probar el fruto que lleva a la muerte.
El árbol del conocimiento es un límite. Si el hombre quiere vivir en el jardín
de Dios, ha de aceptar su condición de hombre. El hombre no es Dios: no es el Creador, sino una criatura; una criatura amada
por sí misma, ensalzada sobre las demás criaturas, puesto en el jardín como
lugarteniente de Dios para guardarlo y cultivarlo. Si el hombre acepta
que sólo Dios es Dios, tendrá la vida en plenitud. Si el hombre quiere ser dios
en lugar de Dios encontrará la muerte. Esa es la consecuencia de comer del
fruto prohibido: yendo más allá del límite de su
propio ser, el hombre no encuentra la dicha, sino la muerte.
La tentación de Adán y Eva, y la tentación de cada hombre en todas las épocas
de la historia, es la de traspasar el límite, celoso de Dios. Pero este ir más
allá del límite equivale a contradecirse a uno mismo, a negar el propio ser. La
plena realización del hombre consiste en ser lo que es, y en aceptar la gracia
de Dios que le permite llevar a una insospechada plenitud su propio ser. Dios
no tiene celos del hombre: allí, en el centro del
jardín, había plantado el árbol de la vida, para que, comiendo de su fruto, el
hombre se saciase de verdad, de amor, de salvación.
Los árboles del jardín del Edén evocan otro árbol y otro jardín. En el huerto
de Getsemaní, Jesucristo, el Nuevo Adán, se vio confrontado a los árboles de la
vida y de la muerte: “aparta de mí este cáliz; pero
no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú”. Si Adán había escogido
la muerte, Jesús escoge la vida, la obediencia al Padre, y esa obediencia hace
que la Cruz, un árbol de muerte, se convierta en árbol de vida. La Cruz del
Señor es el “dulce árbol donde la Vida empieza con
un peso tan dulce en su corteza”.
En el centro de la historia de los hombres está plantado el árbol de la Cruz.
La Cruz es el árbol de la vida, cuyo fruto de inmortalidad es la Eucaristía.
Pero es también el verdadero árbol de la ciencia: se
alza en las encrucijadas de la historia como un límite infranqueable que nos
recuerda que la alegría y la salvación brotan no de la negación, sino del
reconocimiento de Dios. Nunca el hombre es más plenamente hombre, nunca
es más libre ni más sabio, que cuando adora en obediencia a su Señor.
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