Un lector con el bíblico nombre de Rubén (de Argentina), se refería hace unos días a la expresión “hermanos mayores en la fe”, que, según dicen, utilizó Juan Pablo II para referirse a los judíos y afirmaba duramente en ese sentido:
“Y respecto de
JPII (a mi juicio el mejor de los Papas desde Juan XXIII en adelante), no puede
ser santo nadie que: - Llame y considere “hermanos mayores EN LA
FE” a los judíos, cuando la misma Escritura
nos dice que solo adquirimos tal condición con el bautismo”.
Conviene señalar desde el
principio que, en relación con este tipo de cuestiones, se puede decir muy
poco, porque, como sentenciaban los escolásticos, de verbis non est disputandum, no hay que discutir sobre palabras. Las
palabras, a fin de cuentas, son signos arbitrarios de las ideas, y nada impide
que esos signos cambien según la definición que se haga de ellos. Lo más que
podemos hacer es determinar qué significados atribuibles a una expresión
determinada son inaceptables para un católico y cuáles, si es que los hay, son
aceptables y ortodoxos.
¿Merece,
entonces, la pena meterse en esta cuestión? A mi entender, sí, porque toca algunos temas
fundamentales de nuestra fe y
siempre es provechoso reflexionar sobre ellos, contemplar sus misterios y
disfrutar de la belleza del designio de Dios, aunque, como decía, la cuestión
concreta en sí no admita respuestas drásticas y satisfactorias. Veámoslo.
La primera indicación que
conviene hacer es que, hasta donde puedo ver, Juan Pablo II no
dijo que los judíos fueran nuestros hermanos mayores en la fe. En su famoso discurso de 1986 en la sinagoga de Roma,
habló solo de que los judíos eran “nuestros
hermanos predilectos y, en cierto modo, se podría decir que nuestros hermanos
mayores”. Nótese la ausencia de “en la fe”, que
no aparecía en las palabras del Papa, pero fueron añadidas luego por diversos
periodistas y comentaristas, hasta convertirse en una especie de leyenda
urbana.
Una vez reducida a un mero “hermanos mayores” y además matizada con un “en cierto modo”, la expresión se convierte en una simple metáfora, que hace referencia a que la Iglesia proviene de
Israel (de hecho, es el nuevo
Israel, el Israel de Dios), por lo que conviene que cristianos y judíos se
lleven bien. ¿Quién podría decir lo contrario? A
fin de cuentas, son el pueblo de nuestra Señora, de los apóstoles, los
patriarcas y los profetas. Solo por ese parentesco, aunque sea lejano, con las
grandes figuras de la historia de la salvación, los amigos de Dios y
especialmente nuestra Madre, ya estaría justificado que tuviéramos un especial
cariño y nos sintiéramos especialmente unidos a los miembros del pueblo judío.
Entonces, ¿todo esto proviene de un simple malentendido? No.
Curiosamente, quien sí utilizó la expresión fue el Papa Francisco, que hizo la leyenda realidad, al decir, en la misma sinagoga treinta años después:
“Juan Pablo II, en aquella ocasión, acuñó la hermosa expresión ‘hermanos
mayores’, y de hecho sois nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe.
Todos ellos pertenecen a una sola familia, la familia de Dios, quien nos
acompaña y nos protege como pueblo suyo”.
¿Qué
quería decir el Papa Francisco con ello? Es difícil decirlo. Conviene tener en cuenta que
la teología y la precisión no son dos puntos fuertes de nuestro Papa actual. De
hecho, en el mismo párrafo en que dice que los judíos son “nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe”, habla
del “respeto entre nuestras dos comunidades de fe”.
Si tenemos “dos comunidades de fe” distintas
y separadas, ¿en qué sentido somos hermanos en la
fe? Esto (unido a una larga experiencia) nos indica que sirve de poco
intentar sacar conclusiones lógicas de las palabras del Papa Francisco, porque
a menudo su contenido racional es impreciso. Del mismo modo que no se pueden
sacar conclusiones meteorológicas, morales o astronómicas cuando alguien nos
saluda con un “buenos días”, mi opinión es que estas palabras del Papa
Francisco probablemente sean, ante todo, una expresión de buena voluntad y que
no merece la pena tratar de indagar el alcance teológico que tuviera el
calificativo en la intención de su autor.
Aun así, al margen del sentido
que el propio Papa Francisco otorgue al término, podemos examinar el término en
sí: hermanos mayores en la fe. ¿Qué sentidos puede tener?
Y, desde el punto de vista de la fe católica, esos sentidos ¿son aceptables o inaceptables? Debe quedar claro
desde el principio que, como señalaba Rubén de Argentina, el sentido
estricto de hermanos en la fe no puede aplicarse a los judíos, ya
que no han sido bautizados y redimidos en Cristo. Esto lo repetiremos cien
veces si hace falta: no forman parte del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia;
no han sido hechos hijos de Dios adoptivos en el Hijo.
Del mismo modo, hay que rechazar cualquier interpretación que suponga, como han osado
decir algunos malvados, que a los judíos no hay que predicarles el Evangelio y que no deben convertirse, como si les bastara
con lo que tienen y no necesitaran a Cristo. Si eso fuera cierto, Cristo
no se habría encarnado ni se habría ofrecido en la Cruz por nuestra salvación,
porque bastaría el Antiguo Testamento para salvarnos. Esa interpretación impía,
además, tendría el efecto de privar a los judíos de la gracia cristiana,
cerrarles el camino de la redención, impedirles ser hijos de Dios y
obstaculizar que en ellos se cumplieran las promesas que el mismo Altísimo hizo
al pueblo de Israel.
¿Qué pensarían
de ese despropósito los Apóstoles y los primeros discípulos, que se dedicaron
con entusiasmo a predicar a los judíos y, en ocasiones, como en el caso de
Santiago y San Esteban, derramaron su sangre en ese empeño? ¿Qué pensaría San
Pablo, que a pesar de ser el Apóstol de los Gentiles, predicaba siempre primero
a los judíos? ¿Qué pensaría San Vicente Ferrer, que dedicó incontables
esfuerzos a convertir a los judíos? ¿Qué pensarían Santa Teresa, San Juan de la
Cruz, Fray Luis de León o San Juan de Ávila, algunos de cuyos antepasados eran
judíos que, felizmente, abrazaron la fe cristiana? Creo que es fácil adivinar que
habrían usado palabras durísimas para calificarlo. No hablemos más, pues, de tamaña barbaridad, que debe horrorizar a cualquier católico
que aprecie su fe. Si eso es lo que se quiere decir con “hermanos mayores en la fe”, la expresión es de todo punto
inadmisible.
Sería aceptable, en cambio,
una interpretación que simplemente hiciera referencia a que el Antiguo
Testamento es la preparación del Nuevo, su comienzo, su semilla. La
salvación en Jesucristo no se ha producido ex
novo, haciendo borrón y cuenta
nueva. Israel recibió primero la Palabra de Dios, su Alianza y sus promesas. En
los hebreos, con gran paciencia y a lo largo de siglos, Dios fue haciendo
lentamente los preparativos para modelar a la más perfecta de sus criaturas, la
Doncella de Jerusalén, la Reina del Cielo, la Esclava del Señor, la Inmaculada
morada en la que iba a morar su propio Hijo.
Como explica San Pablo, el
acebuche u olivo silvestre de los gentiles (nosotros) ha sido injertado en el
olivo cultivado que es Israel. De forma misteriosa, en Cristo
se ha unido la savia de Israel con nuestra savia, su sangre con la nuestra. Hemos
sido unidos al Pueblo que Dios se eligió desde antiguo como pueblo de su
propiedad y, a la vez, ese Pueblo ha sido transformado en algo
incomparablemente mayor: la Iglesia. Hay
algo que nos une a ellos y ese algo es el mismo Cristo y, junto a Él, su Madre.
¿Se puede llamar a eso hermandad? Teniendo
en cuenta que la En principio se puede, siempre que quede claro que no es la
misma hermandad de los hijos de Dios, lo que podría señalarse por la matización
que implica el calificativo de “mayores”.
Esta interpretación no solo es
posible, sino que, en cierto modo, se puede decir que es Palabra de Dios. En la
carta a los Gálatas, el mismo San Pablo hace esa
interpretación alegórica,
comparando a los judíos con Ismael, el hijo que Abraham tuvo con Agar, y a los
cristianos con Isaac, el hijo que Abraham tuvo con Sara. Es decir, los compara
con hermanos (de padre, porque ambos son hijos de Abraham), pero sin caer en el
error de igualarlos, ya que, como señala, unos son hijos de la esclava (la Ley)
y otros son hijos de la libre (la gracia). Es indudable, pues, que hay una
cierta hermandad entre judíos y cristianos, como decía Juan Pablo II.
¿Se puede decir,
sin embargo, que es una cierta hermandad “en la fe”? Teniendo en cuenta que la
Escritura dice que Abraham es nuestro Padre en la fe, no sería descabellado
decir que, en sentido amplio,
podríamos considerar a los judíos nuestros hermanos mayores en esa fe. Si Abraham es nuestro padre en la fe, sus hijos de algún modo pueden
considerarse nuestros hermanos en esa fe. De nuevo,
dejémoslo claro: eso no significa en absoluto que
tengan nuestra misma fe. Lo que significa es que tienen el
comienzo de nuestra fe, su anuncio inicial, su prefiguración. Tienen las promesas, pero no su cumplimiento, la
Ley, pero no la gracia, han oído la voz de Dios, pero no conocen a su Verbo
encarnado. Son del antiguo Israel, pero no han respondido a la llamada de Dios
que quiere conducirlos al nuevo Israel.
Solo podríamos llamarles
nuestros hermanos mayores en la fe si con eso expresáramos ante todo nuestra
urgencia especial por anunciarles a Cristo y nuestra conciencia de que esa
semilla de fe que poseen está incompleta y no ha llegado a plenitud según la
Voluntad de Dios. Como San Pablo, deberíamos predicar siempre en primer lugar y
de forma especial a los judíos. Una expresión como “hermanos
mayores en la fe” no debería nunca relativizar la necesidad absoluta de la aceptación de
Cristo. Para ser fieles a las promesas, la Ley y la
ascendencia que han recibido, lo que tienen que hacer los judíos es reconocer a
Cristo, Hijo de David e hijo Dios, el Mesías anunciado por los profetas, el
Hijo del Altísimo, el Rey de Reyes. No se nos ha
dado otro nombre bajo el cielo que pueda salvarnos. Así lo hicieron los Apóstoles y nuestra Señora
y, mientras los judíos no lo hagan, no podrán disfrutar del cumplimiento de la
promesa de Dios, ni conocerle verdaderamente como Él se ha revelado en su Hijo
amado.
Conviene tener en cuenta a
este respecto, además, que los judíos actuales están en una
situación diferente a la de Abraham,
que solo tenía la fe veterotestamentaria porque aún no había un Nuevo
Testamento. Es de suponer que Abraham habría sido capaz de reconocer al Hijo
del Aquel que le habló en Jarán y Mambré, y que se habría hecho cristiano si, per impossibilem hubiera
vivido en el siglo I. Los judíos actuales, en cambio, no han aceptado el
anuncio de Cristo y, en ese sentido, serían hermanos en el sentido de un
hermano pródigo que se ha ido de
casa y aún no ha vuelto a ella o, quizá de forma más apropiada en este caso, de
un hermano mayor que, incapaz de comprender el sentido verdadero (y trinitario
y encarnado) de la Misericordia divina, ha dado un portazo y se ha marchado de
casa cuando los hermanos menores gentiles hemos vuelto a ella.
Sin un don especial de lo
alto, sin embargo, no nos es dado saber cuál es la culpa de cada uno en ese
rechazo a Cristo. ¿Por qué no viven en la casa paterna, que es
la Iglesia? En un caso particular puede deberse a la dureza de
corazón, pero en otro quizá a que nadie le ha predicado de verdad el Evangelio,
a que le ha cegado el mal ejemplo de algunos cristianos o, simplemente, a que
nació fuera de esa casa paterna y no sabe volver a ella. De cualquier forma, es
un hecho que los judíos actuales viven en un destierro peor que
el de Babilonia, lejos del hogar
del Padre, ya sea voluntariamente o sin culpa subjetiva alguna según los casos,
y cualquier uso de la expresión “hermanos mayores
en la fe” debe dejar claro esto.
La fe de Abraham, nuestro “padre en la fe”, es anuncio y prefiguración,
prenda y promesa, de la fe católica. Por lo tanto, no podemos ocultar que, mientras los judíos no se conviertan, no entenderán cabalmente esas riquezas que han recibido en la
Ley y los profetas, porque, como dice San Pablo, al carecer del Espíritu de
Cristo tienen como un velo que les impide entender el verdadero sentido de esa
Ley y esos profetas. Hasta el día de hoy,
siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. La
buena noticia del Evangelio es, sin embargo, que eso tiene cura, porque, cuando se convierten al Señor, se arranca el velo
y, por pura gracia, pueden llegar a ser verdaderamente Hijos de Dios y nuestros
hermanos en la fe de la Iglesia.
En conclusión, ¿es conveniente usar la expresión “hermanos mayores en la fe”? No me compete a mí decirlo. Como ya advertí
al principio a los pacientes lectores, en estos temas no caben respuestas
definitivas, excepto por boca dogmática de la Iglesia, como ha sucedido con
algunas expresiones como Theotokos, homoousios,
homoiousios o Trinidad y podría suceder en el futuro con otras, como
Corredentora o esta misma de “hermanos mayores en
la fe”. Después de recordar que en esta época los católicos caen con
especial facilidad en el indiferentismo y sincretismo, a mí solo me corresponde
hacer lo que he hecho: mostrar que hay posibles sentidos de la expresión que
son evidentemente erróneos y sentidos amplios que son acordes con nuestra fe.
Por lo tanto, si se emplea tendrá que ser con estos últimos y no con los
primeros. Lo demás, que lo diga la Iglesia.
Un final, lo reconozco, poco
concluyente, pero espero que el viaje haya merecido la pena, porque nos ha
permitido admirar algunas de las riquezas y tesoros que nuestra Madre la
Iglesia guarda en el arca de la Tradición recibida de los Apóstoles. ¡Qué hermosa es nuestra fe!
Bruno M.
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