El Papa Francisco pronunció un importante discurso
en el Encuentro Interreligioso celebrado este lunes 4 de febrero en Abu Dhabi,
Emiratos Árabes Unidos, donde el Santo Padre se encuentra de viaje apostólico.
El discurso del Pontífice está llamado a
convertirse en una brújula que guíe los pasos que se den a partir de ahora en
el diálogo interreligioso.
Francisco hizo un llamado a la fraternidad entre religiones, a cuidar la
familia humana y a sostener una relación interreligiosa basada en la educación
y en la justicia donde la oración tenga un papel esencial.
Además, el Obispo de Roma volvió a rechazar con especial firmeza todo
extremismo religioso y toda violencia ejercida en nombre de Dios.
“En el nombre de Dios Creador, hay que condenar sin
vacilación toda forma de violencia, porque usar el nombre de Dios para
justificar el odio y la violencia contra el hermano es una grave profanación.
No hay violencia que encuentre justificación en la religión”.
A continuación, el
texto completo del discurso pronunciado por el Papa Francisco:
¡Al Salamò Alaikum! La paz esté con vosotros.
Agradezco sinceramente a Su Alteza el Jeque Mohammed bin Zayed Al Nahyan
y al Dr. Ahmad Al-Tayyib, Gran Imán de Al-Azhar, por sus palabras. Doy las
gracias al Consejo de los Ancianos por el encuentro que acabamos de tener en la
Mezquita Sheikh Zayed.
Saludo cordialmente a las autoridades civiles y religiosas y al cuerpo
diplomático. Permítanme además un sincero agradecimiento por la cálida
bienvenida que nos han dispensado a mí y a mi delegación.
También doy las gracias a todas las personas que contribuyeron a hacer
posible este viaje y que han trabajado en este evento con dedicación,
entusiasmo y profesionalidad: a los organizadores, al personal de Protocolo, al
de Seguridad y a todos aquellos que “entre
bambalinas” han colaborado de diversas maneras. Agradezco de forma
especial al señor Mohamed Abdel Salam, exconsejero del Gran Imán.
Desde vuestra patria me dirijo a todos los países de la Península, a
quienes deseo enviarles mi más cordial saludo, con amistad y aprecio. Con
gratitud al Señor, en el octavo centenario del encuentro entre san Francisco de
Asís y el sultán al-Malik al-Kāmil, he aceptado la ocasión para venir aquí como
un creyente sediento de paz, como un hermano que busca la paz con los hermanos.
Querer la paz, promover la paz, ser instrumentos de paz: estamos aquí para esto.
El logo de este viaje representa una paloma con una rama de olivo. Es
una imagen que recuerda la historia del diluvio universal, presente en
diferentes tradiciones religiosas. De acuerdo con la narración bíblica, para
preservar a la humanidad de la destrucción, Dios le pide a Noé que entre en el
arca con su familia. También hoy, en nombre de Dios, para salvaguardar la paz,
necesitamos entrar juntos como una misma familia en un arca que pueda navegar
por los mares tormentosos del mundo: el arca de la fraternidad.
El punto de partida es reconocer que Dios está en el origen de la
familia humana. Él, que es el Creador de todo y de todos, quiere que vivamos
como hermanos y hermanas, habitando en la casa común de la creación que él nos
ha dado. Aquí, en las raíces de nuestra humanidad común, se fundamenta la
fraternidad como una «vocación contenida en el plan
creador de Dios». Nos dice que todos tenemos la misma dignidad y que
nadie puede ser amo o esclavo de los demás.
No se puede honrar al Creador sin preservar el carácter sagrado de toda
persona y de cada vida humana: todos son igualmente
valiosos a los ojos de Dios. Porque él no mira a la familia humana con
una mirada de preferencia que excluye, sino con una mirada benevolente que
incluye. Por lo tanto, reconocer los mismos derechos a todo ser humano es
glorificar el nombre de Dios en la tierra. Por lo tanto, en el nombre de Dios
Creador, hay que condenar sin vacilación toda forma de violencia, porque usar
el nombre de Dios para justificar el odio y la violencia contra el hermano es
una grave profanación. No hay violencia que encuentre justificación en la
religión.
El enemigo de la fraternidad es el individualismo, que se traduce en la
voluntad de afirmarse a sí mismo y al propio grupo por encima de los demás. Es
una insidia que amenaza a todos los aspectos de la vida, incluso la
prerrogativa más alta e innata del hombre, es decir, la apertura a la
trascendencia y a la religiosidad.
La verdadera religiosidad consiste en amar a Dios con todo nuestro
corazón y al prójimo como a nosotros mismos. Por lo tanto, la conducta
religiosa debe ser purificada continuamente de la tentación recurrente de
juzgar a los demás como enemigos y adversarios. Todo credo está llamado a
superar la brecha entre amigos y enemigos, para asumir la perspectiva del
Cielo, que abraza a los hombres sin privilegios ni discriminaciones.
Por eso, quisiera expresar mi aprecio por el compromiso con que este
país tolera y garantiza la libertad de culto, oponiéndose al extremismo y al
odio. De esta manera, al mismo tiempo que se promueve la libertad fundamental
de profesar la propia fe, que es una exigencia intrínseca para la realización
del hombre, también se vigila para que la religión no sea instrumentalizada y
corra el peligro, al admitir la violencia y el terrorismo, de negarse a sí
misma.
La fraternidad ciertamente «expresa también
la multiplicidad y diferencia que hay entre los hermanos, si bien unidos por el
nacimiento y por la misma naturaleza y dignidad». Su expresión es la
pluralidad religiosa.
En este contexto, la actitud correcta no es la uniformidad forzada ni el
sincretismo conciliatorio: lo que estamos llamados
a hacer, como creyentes, es comprometernos con la misma dignidad de todos, en
nombre del Misericordioso que nos creó y en cuyo nombre se debe buscar la
recomposición de los contrastes y la fraternidad en la diversidad. Aquí
me gustaría reafirmar la convicción de la Iglesia Católica: «No podemos invocar a Dios, Padre de todos, si nos
negamos a conducirnos fraternalmente con algunos hombres, creados a imagen de
Dios».
Sin embargo, se nos presentan varias cuestiones: ¿Cómo protegernos mutuamente en la única familia humana? ¿Cómo
alimentar una fraternidad no teórica que se traduzca en auténtica fraternidad?
¿Cómo hacer para que prevalezca la inclusión del otro sobre la exclusión en
nombre de la propia pertenencia de cada uno? ¿Cómo pueden las religiones, en
definitiva, ser canales de fraternidad en lugar de barreras de separación?
La familia humana y la valentía de la
alteridad
Si creemos en la existencia de la familia humana, se deduce que esta, en
sí misma, debe ser protegida. Como en todas las familias, esto ocurre
principalmente a través de un diálogo cotidiano y efectivo. Presupone la propia
identidad, de la que no se debe abdicar para complacer al otro. Pero, al mismo
tiempo, pide la valentía de la alteridad, que implica el pleno reconocimiento
del otro y de su libertad, y el consiguiente compromiso de empeñarme para que sus
derechos fundamentales sean siempre respetados por todos y en todas partes.
Porque sin libertad ya no somos hijos de la familia humana, sino esclavos. De
entre las libertades me gustaría destacar la religiosa. Esta no se limita solo
a la libertad de culto, sino que ve en el otro a un verdadero hermano, un hijo
de mi propia humanidad que Dios deja libre y que, por tanto, ninguna
institución humana puede forzar, ni siquiera en su nombre.
Diálogo y oración
La valentía de la alteridad es el alma del diálogo, que se basa en la
sinceridad de las intenciones. El diálogo está de hecho amenazado por la
simulación, que aumenta la distancia y la sospecha: no se puede proclamar la
fraternidad y después actuar en la dirección opuesta. Según un escritor
moderno, «quien se miente a sí mismo y escucha sus
propias mentiras, llega al punto en el que ya no puede distinguir la verdad, ni
dentro de sí mismo ni a su alrededor, y así comienza a no tener ya estima ni de
sí mismo ni de los demás».
Para todo esto la oración es indispensable: mientras encarna la valentía
de la alteridad con respecto a Dios, en la sinceridad de la intención, purifica
el corazón del replegarse en sí mismo. La oración hecha con el corazón es
regeneradora de fraternidad. Por eso, «en lo
referente al futuro del diálogo interreligioso, la primera cosa que debemos
hacer es rezar. Y rezar los unos por los otros: ¡somos hermanos! Sin el Señor,
nada es posible; con él, ¡todo se vuelve posible! Que nuestra oración —cada uno
según la propia tradición— pueda adherirse plenamente a la voluntad de Dios,
quien desea que todos los hombres se reconozcan hermanos y vivan como tal,
formando la gran familia humana en la armonía de la diversidad».
No hay alternativa: o construimos el futuro
juntos o no habrá futuro. Las religiones, de modo especial, no pueden
renunciar a la tarea urgente de construir puentes entre los pueblos y las
culturas. Ha llegado el momento de que las religiones se empeñen más
activamente, con valor y audacia, con sinceridad, en ayudar a la familia humana
a madurar la capacidad de reconciliación, la visión de esperanza y los
itinerarios concretos de paz.
La educación y la justicia
Volvemos entonces a la imagen inicial de la paloma de la paz. También la
paz para volar necesita alas que la sostengan. Las alas de la educación y la
justicia.
Educar —en latín significa extraer, sacar— es descubrir los preciosos
recursos del alma. Es confortador observar que en este país no solo se invierte
en la extracción de los recursos de la tierra, sino también en los del corazón,
en la educación de los jóvenes. Es un compromiso que espero continúe y se
extienda a otros lugares.
También la educación acontece en la relación, en la reciprocidad. Junto
a la famosa máxima antigua “conócete a ti mismo”, debemos
colocar “conoce a tu hermano”: su historia, su
cultura y su fe, porque no hay un verdadero conocimiento de sí mismo sin el
otro. Como hombres, y más aún como hermanos, recordémonos que nada de lo
que es humano nos puede ser extraño. Es importante para el futuro formar identidades
abiertas, capaces de superar la tentación de replegarse sobre sí mismos y
volverse rígidos.
Invertir en cultura ayuda a que disminuya el odio y aumente la
civilización y la prosperidad. La educación y la violencia son inversamente
proporcionales. Las instituciones católicas —muy apreciadas en este país y en
la región— promueven dicha educación para la paz y el entendimiento mutuo para
prevenir la violencia.
Los jóvenes, rodeados con frecuencia por mensajes negativos y noticias
falsas, deben aprender a no rendirse a las seducciones del materialismo, del
odio y de los prejuicios; aprender a reaccionar ante la injusticia y también
ante las experiencias dolorosas del pasado; aprender a defender los derechos de
los demás con el mismo vigor con el que defienden sus derechos.
Un día ellos nos juzgarán: bien, si les
hemos dado bases sólidas para crear nuevos encuentros de civilización; mal, si
les hemos proporcionado solo espejismos y la desolada perspectiva de conflictos
perjudiciales de incivilidad.
La justicia es la segunda ala de la paz, que a menudo no se ve amenazada
por episodios individuales, sino que es devorada lentamente por el cáncer de la
injusticia.
Por lo tanto, uno no puede creer en Dios y no tratar de vivir la
justicia con todos, de acuerdo con la regla de oro: «Todo
lo que queráis que haga la gente con vosotros, hacedlo vosotros con ella; pues
esta es la Ley y los Profetas» (Mt 7,12).
¡La paz y la justicia son inseparables! El profeta Isaías dice: «La obra de la justicia será la paz» (32,17). La
paz muere cuando se divorcia de la justicia, pero la justicia es falsa si no es
universal. Una justicia dirigida solo a miembros de la propia familia,
compatriotas, creyentes de la misma fe es una justicia que cojea, es una
injusticia disfrazada.
Las religiones tienen también la tarea de recordar que la codicia del
beneficio vuelve el corazón inerte y que las leyes del mercado actual, que
exigen todo y de forma inmediata, no favorecen el encuentro, el diálogo, la
familia, las dimensiones esenciales de la vida que necesitan de tiempo y
paciencia. Que las religiones sean la voz de los últimos, que no son
estadísticas sino hermanos, y estén del lado de los pobres; que vigilen como
centinelas de fraternidad en la noche del conflicto, que sean referencia solícita
para que la humanidad no cierre los ojos ante las injusticias y nunca se
resigne ante los innumerables dramas en el mundo.
El desierto que florece
Después de haber hablado de la fraternidad como arca de paz, me gustaría
inspirarme en una segunda imagen, la del desierto que nos rodea.
Aquí, en pocos años, con visión de futuro y sabiduría, el desierto se ha
transformado en un lugar próspero y hospitalario; el desierto ha pasado de ser
un obstáculo intransitable e inaccesible a un lugar de encuentro entre culturas
y religiones. Aquí el desierto ha florecido, no solo por unos pocos días al
año, sino para muchos años venideros.
Este país, en el que la arena y los rascacielos se dan la mano, sigue
siendo una importante encrucijada entre el Occidente y el Oriente, entre el
Norte y el Sur del planeta, un lugar de desarrollo, donde los espacios, en otro
tiempo inhóspitos, ofrecen puestos de trabajo para personas de diversas
naciones.
Sin embargo, el desarrollo tiene también sus adversarios. Y si el
enemigo de la fraternidad era el individualismo, me gustaría señalar a la
indiferencia como un obstáculo para el desarrollo, que termina convirtiendo las
realidades florecientes en tierras desiertas.
De hecho, un desarrollo meramente utilitario no ofrece un progreso real
y duradero. Solo un desarrollo integral e integrador favorece un futuro digno
del hombre. La indiferencia impide ver a la comunidad humana más allá de las
ganancias y al hermano más allá del trabajo que realiza. La indiferencia no
mira hacia el futuro; no le interesa el futuro de la creación, no le importa la
dignidad del forastero y el futuro de los niños.
En este contexto, me alegro de que, en el pasado mes de noviembre, haya
tenido lugar aquí en Abu Dhabi el primer Foro de la Alianza Interreligiosa para
Comunidades más seguras, sobre el tema de la dignidad del niño en la era
digital.
Este evento acogió el mensaje publicado un año antes en Roma en el
Congreso Internacional sobre el mismo tema, al que le di todo mi apoyo y
aliento. Por lo tanto, agradezco a todos los líderes comprometidos en este
ámbito y les aseguro mi apoyo, solidaridad y colaboración, como también la de
la Iglesia Católica, en esta causa importante de la protección de los menores
en todos sus aspectos.
Aquí, en el desierto, se ha abierto un camino de desarrollo fecundo que,
a partir del trabajo, ofrece esperanzas a muchas personas de diferentes
pueblos, culturas y credos. Entre ellos, también muchos cristianos, cuya
presencia en la región se remonta a siglos atrás, han encontrado oportunidades
y han contribuido de manera significativa al crecimiento y bienestar del país.
Además de las habilidades profesionales, os brindan la autenticidad de
su fe. El respeto y la tolerancia que encuentran, así como los lugares de culto
necesarios donde rezan, les permiten esa maduración espiritual que luego
beneficia a toda la sociedad. Los animo a que continúen en este camino, para
que aquellos que viven o están de paso preserven no solo la imagen de las
grandes obras construidas en el desierto, sino también de una nación que
incluye y abarca a todos.
En este mismo espíritu deseo que, no solo aquí, sino en toda la amada y
neurálgica región de Oriente Medio, haya oportunidades concretas de encuentro: una sociedad donde personas de diferentes religiones tengan
el mismo derecho de ciudadanía y donde solo se le quite ese derecho a la
violencia, en todas sus formas.
Una convivencia fraterna basada en la educación y la justicia; un
desarrollo humano, construido sobre la inclusión acogedora y sobre los derechos
de todos: estas son semillas de paz, que las
religiones están llamadas a hacer brotar.
A ellos les corresponde, quizás como nunca antes, en esta delicada
situación histórica, una tarea que ya no puede posponerse: contribuir activamente a la desmilitarización del corazón
del hombre. La carrera armamentística, la extensión de sus zonas de
influencia, las políticas agresivas en detrimento de lo demás nunca traerán
estabilidad. La guerra no sabe crear nada más que miseria, las armas nada más
que muerte.
La fraternidad humana nos exige, como representantes de las religiones,
el deber de desterrar todos los matices de aprobación de la palabra guerra.
Devolvámosla a su miserable crudeza. Ante nuestros ojos están sus nefastas
consecuencias. Estoy pensando de modo particular en Yemen, Siria, Irak y Libia.
Juntos, hermanos de la única familia humana querida por Dios, comprometámonos
contra la lógica del poder armado, contra la mercantilización de las
relaciones, los armamentos de las fronteras, el levantamiento de muros, el
amordazamiento de los pobres; a todo esto nos oponemos con el dulce poder de la
oración y con el empeño diario del diálogo.
Que nuestro estar juntos hoy sea un mensaje de confianza, un estímulo
para todos los hombres de buena voluntad, para que no se rindan a los diluvios
de la violencia y la desertificación del altruismo. Dios está con el hombre que
busca la paz. Y desde el cielo bendice cada paso que, en este camino, se
realiza en la tierra.
Redacción ACI
Prensa
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