Quería compartir con
ustedes un texto de homenaje a la Ciudad Eterna, la cuna de la Iglesia y del
Derecho. Espero que les sirva para meditar todo lo que representa esta ciudad
para los que somos católicos, apostólicos y romanos.
Oh, Roma eterna, de mártires y santos, Oh, Roma
eterna, acoge nuestros cantos….Salve, salve Roma, es eterna tu historia, te
canten tu gloria, monumentos y altares…
Soñé despierto a Roma y
atónito de gozo, in situ, descubrí que existía. La gran capital del grandioso
imperio romano amamanta su legendaria fundación en las ubres de la loba
Luperca. Hoy los senos lobunos no aguantan el rigor de la historiografía, que osa
desmentir la leyenda. Poco importa que la realidad devore a la ficción, ya que
bajo el criterio de la ensoñación el mito pervive fogoso y deshiela el frío
severo de la historia.
Roma mil veces trovada y mil “siempre” fantaseada. Roma es la gran urbe imperial
por antonomasia, la ciudad pluscuamperfecta, ideal e idealizada, solemne,
elegante, ora sobria y parca, siempre pulcra, ora espléndida y exuberante,
avejentada, pero siempre majestuosa, rapsódica, patria fiel de Virgilio,
misteriosa per se, cautivadora. Irradia con magnanimidad visos de fascinación a
toda pupila que se deje seducir. La vetusta polis es un cíclope portentoso, que
a modo de hercúleo Atlas, descansa el peso de la historia sobre sus fornidos
omóplatos marmóreos y pétreos.
Desde los ya lejanos años
amartelados de la niñez, bulliciosos en la memoria melancólica, deseé visitar
Roma. Y hasta ahora, misterios de la vida, frisando ya los cuarenta no he
tenido la dicha de hacer acto de presencia en tan fascinado lugar. Como
aperitivo y antesala del gran banquete nupcial asomé mi mirada inquieta por
Florencia, donde el arte florece por doquier, en el magistral Duomo, en sus
galanes palacios y primorosas galerías y morí de gozo en la romántica Venecia,
que, custodiada por las aristocráticas playas del Lido, confecciona su leyenda
al vaivén de sus góndolas.
Arribé somnoliento de incómodo
traqueteo en la mítica Estación Termini que diera nombre y cobijo a uno de los
grandes clásicos del cine clásico. La desolada historia de un amor frustrado e
imposible, recreada en melancólico blanco y negro de inmortal celuloide. Me
recibió en la aurora una Roma destemplada y empapada en agua, pero bellísima,
relajada en el albornoz neoclásico de sus distinguidos edificios y con el
misterioso sabor decadente del húmedo desgaste de la antigüedad.
La fina llovizna de septiembre
acariciaba la bienvenida como rocío celeste y abrillantaba el empedrado de sus
calles de solera, supervivientes de épocas célebres, más entrañables y
preclaras que la actual. En todo el extenso casco antiguo no había un edificio
desventurado, un patito feo de hormigón, eran todos majestuosos cisnes de
piedra, inertes en un lago adoquinado, que se concatenaban ordenados en
armónica belleza, el valls corría a cuenta de la imaginación.
Nos salieron al encuentro las
antiguas cafeterías del centro, cuya sola visión nos desayunaba el apetito y
despejaba el sueño. Barras de centelleo elegante, camareros vestidos a la
antigua usanza y ese café de tronío de Roma, con croissants exquisitos,
bulímicos de sobrepeso por sobreabundancia de crema ambarina.
Por la connivencia de la
ignorancia y los caprichos de la fantasía esperaba encontrar un gran secarral
desértico, una gran parrilla de San Lorenzo en llamas y salió a mi encuentro
una ciudad fresca y húmeda, con sus sietes colinas aterciopeladas de frondosa
vegetación y un frescor salvaje, efluvio traído en volandas por las galeras del
marenostrum. Me pareció una ciudad norteña, con su encanto inherente, aún sin
serlo. Era un plus, un plus ultra.
Lo primero que hice fue vencer
la tentación algodonada del tálamo del hotel y doblar la cerviz para encaminar
los pasos de la fe a la Plaza de San Pedro, pues es un lugar referencial para
un católico, único, con un único mensaje trascendente, con una única promesa de
vida eterna y de victoria definitiva sobre el reino de las tinieblas. O Dios o
la nada. Y Dios funda su Iglesia en San Pedro y ahí muere la piedra y ahí sigue
la nave de Iglesia surcando victoriosa el turbulento océano de la historia.
Impresiona saludar desde los ventanales del alma a la monumental plaza petrina,
tan sólida, proporcionada, majestuosa, tan perfecta, grave y solemne. Y ahí
está, testigo de la Historia, viendo pasar el tiempo, desde la noche de los
tiempos, desde la plenitud de los tiempos.
Todo ese mausoleo monumental
erigido con el fasto y pompa que merece en honor y gloria al príncipe de los
apóstoles, a la primera piedra noble sobre la que Cristo edificó su Iglesia. Y
milagrosamente de la piedra estrujada en la cruz manó sangre crucificada, a
imitación de su Divino Maestro y sobre su tumba, salpicada de grana, el grano
germinó en un fruto deslumbrante, cuyo esplendor fulgura hoy para gloria de
Dios y de la Iglesia y delectación del amante del arte y la sacralidad. Y allí
en la ciudad eterna inmolaron su vida ingentes seguidores de Cristo y la
Iglesia, nutrida cual pelícano hambriento de la sangre martirial, creció
vigorosa hasta el confín de la tierra.
Por la tarde mientras la
lluvia se sosegaba en las alturas nos regalamos una visita guiada por los
Museos Vaticanos. Una guía, pródiga en simpatía, con meliflua tonalidad latina
nos adentró suavemente en la historia vaticana, con paz y solaz. Patrimonio de
incalculable valor que hay que ver, al menos una vez en la vida. Siete
kilómetros de museos espléndidos, soberbios, imponderables. Lástima que sólo se
pueda contemplar una muestra raquítica de los mismos, la punta que sobresale de
un gigantesco iceberg de nácar, pero “ricamente
suficiente” para vislumbrar el esplendor y dimensión del total.
Allí, sumisas a los cánones
clásicos, relumbran las estatuas de los grandes hombres de la Historia, según
Dios y según el mundo. Las pinturas, mosaicos, tapices y demás ornamentos bañan
de dorada perfección y colorido las techumbres de sus pasillos inacabables.
Auténtica filigrana para el paladar visual, maravilla tras maravilla
superpuesta que nunca se acaba. Toda esa perfección artística fue donada
gentilmente por grandes bienhechores, artistas, reyes, emperadores… almas
dadivosas que rinden pleitesía, como párvulos a su madre, a la verdadera y
única Iglesia de Cristo.
Como colofón nos esperaba
desde hace siglos la Capilla Sixtina, obra magna de Miguel Ángel, un gran genio
dionisiaco que tradujo para siempre en pinceladas de Arte con mayúsculas y
colorido juvenil el supremo acto creativo del Eterno Genio de los Genios y los
pasajes más representativos de la Historia Sagrada. La Palabra de Dios se hizo
pintura.
Con el regusto sin parangón de
la Sixtina sin digerir ascendimos lentamente por el caracol de piedra a la
cúpula petrina, minarete augusto de contemplación extática de esas maravillas
al atardecer. El cielo bajaba el telón gradualmente y permanecimos allí, con
calma dilatada, disfrutando del imponderable avistamiento de águila, en el
mismo techo de la Iglesia Universal, muy cerca de las gigantescas efigies en
honor a los apóstoles, los doce elegidos, llamados por su nombre.
Y allí se distinguía apacible
la vía della Conciliazione, la
arteria que a modo de cordón umbilical une la ciudad con la plaza, el cielo con
la tierra. Conciliazione, un nombre precioso y sugerente, ahora que la
humanidad, doliente de egoísmo, se desangra esparciendo municiones de terror y
vientos de muerte en un sinfín de conflictos.
Y desde arriba contemplamos la
nueva Jerusalén celeste silentes, oteamos admirados los hermosísimos jardines
vaticanos, remansos de paz para la meditación de tantos santos pontífices, que
después del ajetreo apostólico, como el Maestro, se retiraban allí a descansar
y a meditar. Que paseos deliciosos entre sus jardines pulidos de árboles
acicalados y florestas como un pincel. El misterioso bosquecillo a escala
velaba el contenido de sus sendas a modo de jardín secreto.
Con las fauces de la noche
abiertas a la oscuridad agasajamos al vetusto Coliseo, otro de los emblemas de
la ciudad y el centro neurálgico de las ruinas de la polis imperial. Circos
máximos, teatros, anfiteatros, arcos, columnas, termas… todo ese mundo
grandioso hecho añicos, devastado, rehén silencioso de lo que fue un otro ahora
de esplendor efímero y eterno a la vez. En Roma y en su maridaje con Grecia se
hunden las raíces profundas de la civilización occidental, un incalculable
legado a la humanidad que se contempla con sumo respeto. Era un esperanzador
viaje al pasado precisamente ahora que es tan incierto el futuro.
Es motivo de grave meditación
contemplar esas piedras desnudas como huesos devorados en sus sepulcros por la
carcoma del tiempo. Todo el esplendor del imperio ha sido demolido por la
decadencia de costumbres y la fugacidad de la existencia, que nos devora
también a nosotros sin percibirlo. Tempus fugit,
aeternitas manet. Esa es la esperanza del cristiano: la resurrección, no somos seres para la muerte, no se
esfumará para siempre nuestra vida lozana como pasto pútrido del gusano hambriento,
en el polvo inerte, en la nada más absoluta.
El resto de los días nos
perdimos mansamente en Roma al abrazo de miríadas de monumentos históricos,
descomunales y variados, iglesias y basílicas imponentes y parques deliciosos,
frondosos, relamidos, bellamente italianos, hechos a medida de costurero para
las hechuras del recreo. Mención especial caminar a orillas del Tíber de noche,
contemplando la piedra regada, en semipenumbra, en silencio, ante el incesante
concierto acuífero. El sonido del agua monótona era delicioso cuál sinfonía de
los juguetes de Leopold Mozart.
Roma se fue, pero se quedó
impresa en la memoria del corazón. Si Dios quiere volveré, pues es ya desde hoy
una de mis ciudades fetiches, que me reencuentra con la historia de la
humanidad y más aún con la verdadera Historia, la que desemboca en el puerto de
la eternidad. Afirmo con Santa Teresa que quiero morir como fiel hijo de la
Iglesia, fiel a Cristo, la verdadera Roca.
Javier Navascués Pérez
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