Al igual que los
Magos siguieron la estrella (cf Mt 2,2), nosotros – y todos los hombres –
necesitamos signos que nos guíen hacia Dios. Sin ellos, sin esas señales, no
podríamos caminar por los senderos del mundo ni, mucho menos, ir más allá,
trascendiéndolos hacia lo Alto. Somos espíritu y materia, alma y cuerpo. Somos,
parafraseando a un filósofo, “animales divinos”.
Los signos que Dios nos
dispensa para que nos aproximemos a Él son, por lo general, muy discretos. Hace
ya un tiempo que vengo meditando sobre ello; sobre esta discreción y sencillez.
El beato Newman dice, al respecto, que quienes no perciben la omnipotencia de
Dios y de su providencia – una percepción que el amor y la santidad de vida
crean dentro de nosotros – “no deben extrañarse al
descubrir que los signos o motivos humanos del cristianismo no realizan una
función para la que nunca fueron destinados: la de recomendarse a sí mismos del
mismo modo que la revelación” (“Sermones
Universitarios”, XI, 22).
Solo Dios se recomienda a Sí
mismo y solo Él es fundamento de la fe. Pero esta fe es también humana y
necesita “pruebas” humanas que garanticen,
no su fundamento último, sino su conformidad con la responsabilidad
intelectual, moral y social del creyente. Y estas “pruebas”
o “motivos” son siempre humildes.
Pero son, a la vez, “signos” mediante los
cuales Dios nos salva. La estrella es uno de ellos. Parece espectacular, pero
quizá no lo fuese tanto. No arrastró a las masas, solo los Magos se dejaron
conducir por ella.
El mismo Niño es también, en su
humanidad, “envuelto en pañales”, un signo
muy discreto, pero lo suficientemente potente para postrarse ante Él,
reconociendo en ese Niño a Dios, y ofrecerle todo lo que ellos, los Magos, eran
y tenían. Ante ese Niño, los Magos experimentaron la salvación que viene de
Dios.
La lógica de la adoración y de
la ofrenda, del reconocimiento y del don, resume lo esencial de la fe y lo
esencial de lo humano. Reconocer y dar. Reconocer y adorar. Reconocer y ayudar.
Sin ese reconocimiento y sin esa donación concreta, lo cristiano desaparece y
lo humano tiende a desaparecer.
Hay más signos de humildad.
Entre ellos, el paso por Jerusalén. Los Magos no van directamente a Belén.
Pasan por Jerusalén; entran en la familia de los patriarcas y de los profetas.
En esta vía de la humildad – que puede parecer un Via Crucis – está pasar a
través de la Iglesia, “por medio de la Iglesia” (Ef
3,10).
Un teólogo de nuestros días,
P. Sequeri, contrapone el “miraculum” al “sacramentum”, lo espectacular a lo humilde que
Dios escoge como signo e instrumento de salvación. Solo en la adoración se
comprende de modo adecuado esa diferencia: “El
sacramento es el lugar de la pura exposición a la conmovedora potencia de la
gracia que resplandece en el minimalismo del signo en el que el Señor nos habla
y nos toca. El signo debe aparecer en sí mismo totalmente inadecuado. Y
aparecer, en el Señor, totalmente indispensable”.
Humildad –
inadecuación – e importancia – el carácter indispensable - . Así es fa fe
católica, que camina desde la estrella hasta a un Niño, y en ese Niño ve a
Dios. Que camina hacia Jerusalén y hacia la Iglesia. Y que pide
sacramentalmente, como respuesta, reconocimiento y servicio, docilidad y
obediencia.
Guillermo Juan
Morado.
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