Sin lugar a dudas, el acontecimiento del año en el
mundo católico han sido las cartas abiertas enviadas por monseñor Carlo Maria Viganò, arzobispo
titular de Ulpiana, y antiguo nuncio apostólico en los Estados Unidos
(2011-2016), especialmente
la primera, fechada el 22 de agosto de 2018 . Allí, con
pruebas fehacientes y rompiendo con, lo que Manuel González-Prada llamaba «el
pacto infame de hablar a media voz», reveló la complicidad de Francisco con el abusador sexual múltiple y homosexual
cardenal Theodore McCarrick, su gran elector, amigo y compañero de chanzas de
dudoso gusto.
Además, señaló, con nombres y apellidos, a los
principales aparachtniks de la Santa Sede, involucrados en la
supervivencia, promoción y, de no haber mediado esta intervención providencial,
futura omnipotencia del llamado lobby
gay o lavender mafia en
los vértices de los Palacios Apostólicos. Aunque todavía este establo de Augías
está lejos de estar medianamente limpio, tales individuos, igual que los
espectros de los terrores nocturnos infantiles, se desvanecen apenas les toca
un poco de luz y la tea encendida de Viganò ha señalado el inicio del fin de
sus días. Quizá no lo parezca
todavía, pero ha sido el inicio de su destrucción. Vengativos,
difamadores y adictos al poder, son, sin embargo, terriblemente cobardes y,
ante la situación desatada, están procediendo a autodestruirse en medio del pánico y el naufragio psíquico absolutos.
Varios indicios hay de esto.
Cuando pasen los años y pueda hacerse una
valoración histórica de esta ocasión, más allá de su condición de inicio de un
cambio de época y de liquidación de toda una generación eclesiástica, uno de
los principales legados de la carta será cómo, de manera implícita, confirmó
los mecanismos del presente faccionalismo en la Jerarquía Eclesiástica, que ya
venían siendo anunciados por voces solitarias como las de monseñor Luigi
Marinelli
Por otro lado, en esa suerte de extraña mezcla de esquizofrenia con infestación
preternatural que es la vida pública del papa Francisco la carta hizo también reveladores estragos.
Lo llevó, en primer lugar, a lanzar, en un tono corleoneano, una velada amenaza sibilina contra Viganò, al
invocar el silencio de la omertà y a la vez ordenar a los
periodistas «hacer su trabajo». Y algunos
empezaron a hacerlo. Luego, esa criatura –quizá católica o algo cristiana- que
habita dentro de Francisco y que lo lleva, de cuando en vez a condenarse a sí mismo, reaccionó invocando a la Iglesia Universal
entera el rezo de la oración a San Miguel Arcángel para defenderla de
los Ataques del Maligno, en gesto y
lenguaje gravemente preconciliares. Pero,
finalmente, la conclusión, a cargo de la personalidad más visible del Pontífice
–aquella que mezcla, en una suerte
de oxímoron permanente lo siniestro
con lo ridículo– reapareció y
se proclamó a sí mismo, casi horas después, como, ni más ni menos, que el
mismísimo Diablo.
Pero, más allá de confirmar y revelar el verdadero
rostro de la Curia francisquista y de Francisco, el legado más inmediato de la
carta de Viganò y por lo que los fieles católicos debemos estar agradecidos es haber evitado la casi
inevitable deriva homosexualista del Sínodo de la Juventud. Ante la
agitación, confusión e indignación entre el laicado y en el mundo entero, estos
revolucionarios de papel toalla, temerosos de que más esqueletos en sus clósets
aparecieran, prefirieron la misma ambigüedad repulsiva de siempre, pero no la
definición que algunos archiheréticos
alemanes esperaban y parecían tener prometida.
Por eso, por desarticular un sacrilegio de esas
consecuencias, que hubiera sido una afrenta más, pública y universal, al rostro
de Cristo y de la Iglesia y que hubiera terminado por arrastrar a millones al
infierno al pretender mediáticamente generar la «tendencia» de la definitiva
aceptación del homosexualismo, ha escrito Viganò su nombre en el crédito de Dios. Los jacobinos han
conocido un pequeño Termidor, que si bien no los aniquilado todavía, los ha
dejado cojos. Todavía «gozaremos» un poco más de sus iniquidades
disfrazadas de cursilerías seudopastoralistas y ternura siniestra
y pervertida, pero ya saben que ni siquiera el mundo secular los
soporta. Y esto último los
angustia profundamente.
Los
opositores de Viganò hasta ahora no han podido refutar las acusaciones
principales de su carta –el conocimiento por parte
de Bergoglio de los abusos y de las sanciones a McCarrick y su protección, así
como las redes de corrupción, encubrimiento y poder en el Vaticano-
y lo único que han podido
aducir es que esas
acusaciones también comprometerían al papa emérito Benedicto XVI y a «San Juan
Pablo II», mecanismo barato en que revelan involuntariamente su
compromiso no con la verdad o con la razón sino con la posible manipulación sentimental de algunos
oligofrénicos, y que Viganò también las conocía desde tiempo atrás
y también calló. Bueno, si calló, dejó de hacerlo y habló, como se
debe. Si por un mal entendido espíritu
de cuerpo, Viganò se mantuvo por algún tiempo «cerrando filas» con
los demoledores de la Iglesia y con sus mafias, quizá menos grotescas que las
actuales pero malignas al fin y al cabo, pues en grande y buena hora que dio el paso de denunciarlos, no
teniendo en cuenta solamente
asuntos de mínima justicia humana, sino principalmente pensando en el grave
daño que hacen a la Fe.
En la aprobación al libro Instrucción de sacerdotes con aplicación individuada a
curas y eclesiásticos de las Indias (1671), de monseñor Juan de
Almoguera, obispo de Arequipa, obra en la que se denuncia con autoridad y rigor
los escándalos del clero de entonces, el doctor Gaspar Ortiz de Moncada S. J
decía: «Lo que singularmente venero en este libro,
es el santo brío y christiana libertad con que refiere y reprehende los
extraordinarios desórdenes de mucha parte de los Sacerdotes y Parrochos de
aquellas tierras». En efecto: se requiere santo brío y cristiana libertad para reprender los desórdenes
que han casi demolido a la Sede Apostólica. Lamentablemente estamos en una época en que el poder ha acabado usurpando
el lugar de Dios e, incluso entre algunos ortodoxos, prima el
cálculo por sobre la denuncia profética e incluso sobre el silencio penitente.
Y algunos, luego de un primer momento de vacilación observando el desenlace de
la pelea, como si se trata del patio de una cárcel, se lanzaron a denostar de
todas las formas posibles a Viganò. Aun por ellos, aunque no lo reconozcan, el arzobispo titular de Ulpiana
ha combatido, y harían bien reconociéndolo, en algunos años cuando las aguas se
apacigüen.
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