Sabemos
que hay sacerdotes buenos y santos, viva imagen del Sumo Sacerdote y Buen
Pastor, que nos sirven incansables, empeñados con ahínco en nuestra
salvación, y son una de las razones por las que ser católico es la mayor de
las alegrías. Cada uno de nosotros conocemos a uno o varios de tales
sacerdotes. Sabemos también que con frecuencia no se les aprecia lo suficiente
y que en momentos como el que vivimos son objeto de un escepticismo y una
suspicacia inmerecidos por culpa de los pecados de algunos hermanos suyos en el
clero. Culpas que ellos repudian y condenan tanto como los laicos.
Todos
nosotros, tanto los seglares en los bancos como los sacerdotes en el
presbiterio, debemos no obstante plantearnos algunas preguntas difíciles. Tal
vez la más importante sea: ¿Cómo es que
tantos hombres de Dios, obispos incluidos, se han convertido en
instrumentos del diablo? Aparte causas importantes como la caída de
Adán, una concupiscencia desordenada y los peligros inherentes a los puestos de
autoridad, ¿podemos identificar una causa concreta
en los últimos cincuenta años? Es decir, en el periodo de tiempo en que
ha tenido lugar la inmensa mayoría de abusos deshonestos cometidos por
sacerdotes.
Una causa
sistémica del alejamiento de sus deberes por parte del clero, la laxitud moral
y el libertinaje está en el ambiente de antinomismo y anarquía como el
proclamado por los hippies en el festival de Woodstock que acompañó las
reformas y deformaciones en los años sesenta y setenta. En aquel tiempo, el
ideal católico del sacerdote que se somete a la disciplina de un exigente rito
litúrgico lleno de rúbricas reverentes que inculca el temor de Dios fue
sustituido por una rebelde exaltación personal. Esa sustitución no se consiguió
en todo lugar pero sí se exigió en todas partes. Antes, el sacerdote era
un hombre consagrado al sobrio y estricto servicio del altar. Con los
vertiginosos cambios operados en las épocas mencionadas, no tardó en
convertirse en el centro de la atención, en un presidente que manipulaba la
congregación expresándose en el idioma de ésta. Los sacerdotes fueron arrojados
al foso de los leones de la vanidad, la popularidad, el sentimentalismo y el
relajo, y no todos salieron indemnes como Daniel. Se perdió de vista el
ascetismo, y se dio rienda suelta a todos los males que había impedido el
código de honor antes vigente.
Los católicos de cierta edad saben muy bien lo que quiero decir. Nací en
1971, y recuerdo numerosas liturgias originales. Y no tiene nada de sorprendente que los
sacerdotes culpables de aquellos disparates se encuentren entre los que más
tarde han sido investigados por comportamiento inmoral. Tardé mucho tiempo en
descubrir la relación (quizá sea un poco lento), pero al final lo entendí: los abusos que durante décadas se han cometido en la Santa
Misa y en el resto de los sacramentos y actos litúrgicos –y así, por extensión,
la agresión perpetrada a los fieles católicos, que tienen derecho a que la
liturgia se les ofrezca en su plenitud, como declara la instrucción Redemptionis Sacramentum– son la forma primaria y
fundamental de abusos de laicos por parte del clero, de la cual los abusos
sexuales no son sino una variante más desquiciada. Los abusos sexuales
cometidos por clérigos están relacionados con los abusos litúrgicos, y la
perversión sexual es reflejo de la perversión litúrgica.
Dada la
absoluta centralidad y la infinita dignidad de la Misa y la Sagrada Eucaristía,
los abusos perpetrados contra la liturgia y los sacramentos son el mayor delito
que se pueda cometer contra Dios y los hombres. Si lo más grande y más santo
que existe no merece nuestra máxima veneración, ¿cómo
van a ser dignos de respeto unos simples seres humanos? Somos polvo y
ceniza comparados con el divino Sacrificio del Altar. Y en cambio, si
reverenciamos hondamente y tememos a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
reconoceremos su imagen en el alma y el cuerpo de todo ser humano y la
trataremos bien. La reverencia hacia Dios va de la mano con el respeto a
los sencillos.
En su
popular blog, el P. Zuhlsdorf reproduce esta comunicación de un lector: Si no somos capaces de tratar con respeto el Cuerpo de
Nuestro Señor y Salvador, ¿cómo vamos a respetar el cuerpo del prójimo? ¿No
habrá una especie de rampa resbalosa entre la Misa mal rezada y el pecado? (…)
Si nos tomamos en serio la Misa y la Eucaristía y dejamos que toda relación con
los demás derive de esa relación primera y esencial con Cristo, no podremos
utilizar a los demás como si fueran objetos. Cuando la Misa se echa a perder,
todo lo demás se estropea también (…) A mi juicio, la liturgia reverente brota
de modo natural del amor a Cristo en la Eucaristía y de comprender que estamos
en la presencia de Dios. (…) El P. Z. tiene razón: «Si se salva la
liturgia, se salva el mundo». No es casual que el papa (Benedicto) que se está
encargando de limpiar la Iglesia de abusos esté también empeñado en limpiar la
liturgia. Si no somos capaces de respetar a Dios, no nos respetaremos unos a
otros.
El P.
Zuhlsdorf también ha dicho, con su habitual energía: La Eucaristía, tanto su celebración como ella misma por ser el
Sacramento extraordinario, es fuente y culmen de la vida cristiana. Si de
verdad lo creemos, debemos creer igualmente que lo que hacemos en la iglesia,
lo que creemos que sucede en el templo, es un factor determinante. ¿Realmente
creemos que la consagración tiene un efecto? ¿O creemos que lo que se dice y la
manera en que se dice, los gestos y nuestra actitud con que se realizan son
totalmente indiferentes? Por ejemplo, si optamos por no hincar las rodillas
ante Cristo Rey y Juez, verdaderamente presente en cada Hostia consagrada,
¿tendrá un efecto más generalizado?
Si se arroja una piedra, un guijarro, a un estanque produce ondas
concéntricas que se expanden hacia el borde. La manera en que celebramos la
Misa tiene que generar unas ondas espirituales que se extiendan en la Iglesia y
el mundo. Y es igual con la buena o mala manera en que recibamos la Sagrada
Comunión. Y con las violaciones de las rúbricas y las irreverencias.
En
ocasiones, el católico siente la necesidad de decir a los sacerdotes
secularizadores y liberales de las últimas décadas: Ustedes y sus secuaces han
arruinado la teología con el modernismo; han estropeado la liturgia con sus
reformas. Y luego han dado el golpe de gracia echando a perder la vida de menores.
Es una espantosa inversión del Reino de Dios. Llegará un día en que todo ese
mal sea purgado, si no mientras aún hay tiempo para el arrepentimiento,
ciertamente cuando el Señor nos prepare un Cielo nuevo y una Tierra nueva.
Decimos
también a nuestros sacerdotes buenos y santos: sigan haciendo lo que están
haciendo bien. Amen la sagrada liturgia, celébrenla con sobrecogimiento,
devoción, temor reverencial, silencio y belleza. Vayan delante de nosotros
guiándonos en dirección al oriente en nuestra peregrinación hacia el
Señor. De esa forma efectuarán una verdadera transformación cultural en la
Iglesia devolviendo a la institución, al personal y las ceremonias el honor que
les corresponde.
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)
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