La autoridad de las canonizaciones.
Las
canonizaciones e Juan XXIII y de Juan Pablo II, así como la venidera de Pablo
VI, han suscitado controversia en el mundo de la Tradición. Por una parte, se
han planteado objeciones a sus respectivos procesos de canonización y a las
supuestas virtudes heroicas manifestadas dichos pontífices. Por otra, se ha
observado cierta tendencia a afirmar que los tradicionalistas están obligados a
aceptar que todas las canonizaciones son infalibles, por creerse que ésta es la
postura teológica tradicional. Esta última tendencia parece que va ganando
ventaja, con la consecuencia de que en gran medida los católicos han llegado a
la conclusión de que una vez que alguien ha sido elevado a los altares los
católicos tienen el deber de aceptar que es santo y dejar de poner en tela de
juicio la canonización. En este escrito nos proponemos refutar dicha
conclusión, presentando una planteamiento diferente en cuanto a la medida en
que los católicos están obligados a aceptar las mencionadas canonizaciones.
Es
importante aclarar bien desde el principio la tesis que proponemos. Lo que
afirmamos no es que los católicos sean libres de aceptar o rechazar la
autenticidad de las canonizaciones oficialmente declaradas por el Sumo
Pontífice, según les venga en gana. Y tampoco que los decretos de canonización
carezcan de autoridad, en el sentido de que la obligación de aceptarlos se
derive exclusivamente de las pruebas aducidas a favor de la santidad de la
persona en cuestión y en modo alguno del acto en sí de canonización. Estas
declaraciones imponen en sí a los católicos cierto deber de creerlas. Tampoco
quiere decir que sean erróneas las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II
porque esos señores no estén gozando en este momento de la visión beatífica en
el Cielo. No vamos a hablar de si estos papas fueron santos o no. Lo que vamos
a exponer es la afirmación concreta de que no todas las canonizaciones deben
ser aceptadas como infalibles por los católicos como actos infalibles del
Magisterio de la Iglesia.
El punto de partida al hablar de este tema es que el Magisterio no
enseña que las canonizaciones sean infalibles. Por lo tanto, el católico no
está obligado a creer en su infalibilidad. Los teólogos concuerdan en este
punto, como se observa en la enseñanza de un manual clásico de teología: Van
Noort, Castelot y Murphy, Dogmatic Theology vol. II:
Christ’s Church (Cork, Mercier Press 1958).
Estos autores siguen la importantísima y tradicional costumbre de acompañar de
una nota teológica cada una de las tesis que proponen. Son notas que especifican
el grado de autoridad conferido a cada una de dichas tesis, con la consiguiente
obligación de creerlas que corresponde a los católicos. La nota más alta
es de fide: corresponde
a proposiciones que deben creerse con el asentimiento de la fe teológica, y que
no pueden rechazarse pertinazmente ni adrede sin incurrir en pecado de herejía.
La nota más baja es sentencia communis, que,
según Ludwig Ott, significa «doctrina que en
sí entra en el ámbito de lo libremente opinable, pero es aceptada por los teólogos
en general» (Ludwig Ott, Fundamentals of Catholic Dogma,
6ª ed. (St. Louis, Misuri, Herder, 1964), p. 10).
Van
Noort, Castelot y Murphy afirman que las canonizaciones son los decretos
definitivos por los que el Supremo Pontífice declara que alguien ha sido
admitido en el Cielo y debe ser venerado por todos. El decreto de autoridad que
atribuyen a la afirmación de que tales afirmaciones son infalibles es sentencia
común, el consenso de los teólogos (van Noort, Castelot and Murphy, p.
117). Su evaluación de la autoridad de dicha afirmación es más significativa
por el hecho de que ellos mismos concuerdan en que esas canonizaciones son
infalibles. No puede haber, pues, por su parte intención de restar autoridad a
una afirmación con la que no están de acuerdo. Afirmar que las canonizaciones
son infalibles entra dentro de lo libremente opinable. Los católicos no están
obligados a aceptarlo.
El P.
Benoît Storez, de la HSSPX, lo niega, y afirma que es temerario dudar de la
infalibilidad de las canonizaciones. Pero no es lo mismo decir que una
proposición es temeraria que decir que se aparta de la opinión común de los
teólogos. Censurarla de temeraria va un paso más allá de apartarse de la
opinión común de los teólogos; es añadir que se aparta sin motivo. Ahora bien,
en realidad hay motivos fundados para poner en duda la infalibilidad de las
canonizaciones. Hay dos clases de motivos: a la primera corresponden los que
siempre se han contrapuesto a la afirmación de tal infalibilidad, afirmación
que nunca ha contado con el consenso unánime de los teólogos. Entre los motivos
mencionados está que en la ceremonia de canonización se rezan oraciones que con
toda verosimilitud se cree que tienen por objeto reconocer la posibilidad de
que los decretos no se ajusten a la realidad. Los de la segunda tienen que ver
con los cambios recientemente introducidos en el proceso de evaluación de los
méritos de la persona. Estos cambios reducen considerablemente la fiabilidad de
las evaluaciones. Entre otros están la eliminación del cargo de abogado del
diablo y la reducción del número de milagros exigidos para la canonización. Por
lo tanto, el P. Storez se equivoca al afirmar que es temerario cuestionar la
infalibilidad de las canonizaciones.
Que la
Iglesia no haya enseñado que las canonizaciones son infalibles quiere decir que
no es pecado para el católico negar su infalibilidad por motivos graves, si
bien, esto no supone que no sean infalibles. Al fin y al cabo, la Iglesia no
enseñó hasta 1870 la doctrina de la infalibilidad pontificia, pero eso quita
que el Papa fuera infalible antes de esa fecha. Lo que queremos dejar sentado
es que una canonización, en el sentido del decreto definitivo por el que el
Sumo Pontífice declara que alguien ha sido admitido al Cielo y debe ser
venerado por todos, no constituye de hecho un acto infalible del magisterio
supremo. Esta conclusión se cimenta en dos argumentos.
1) Las canonizaciones decretadas por el
Supremo Pontífice no se ajustan a los criterios fijados por el Concilio
Vaticano I para que una definición sea infalible.
Los criterios para que el Papa sea inmune de error fueron fijados por la
constitución dogmática Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I. Para que una
definición pontificia sea infalible se requieren tres condiciones: el Papa debe
ejercer su autoridad magisterial como sucesor de San Pedro; tiene que declarar
la enseñanza como cuestión de fe y de costumbres; y debe afirmar que se trata
de una decisión definitiva que obliga a toda la Iglesia a creerla para no pecar
contra la Fe. En la definición de la doctrina de la Inmaculada Concepción en la
constitución apostólica Ineffabilis Deus vemos
un ejemplo de dichos criterios: Inspirándonoslo Él mismo [el Espíritu Santo],
para honra de la santa e individua Trinidad, para gloria y prez de la Virgen
Madre de Dios, para exaltación de la fe católica y aumento de la cristiana
religión, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, con la de los santos
apóstoles Pedro y Pablo, y con la nuestra: declaramos, afirmamos y definimos
que ha sido revelada por Dios, y de consiguiente, que debe ser creída firme y
constantemente por todos los fieles, la doctrina que sostiene que la santísima Virgen
María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer
instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios
omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, salvador del género
humano. Por lo cual, si algunos presumieren sentir en su corazón contra los que
Nos hemos definido, que Dios no lo permita, tengan entendido y sepan además que
se condenan por su propia sentencia, que han naufragado en la fe, y que se han
separado de la unidad de la Iglesia, y que además, si osaren manifestar de
palabra o por escrito o de otra cualquiera manera externa lo que sintieren en
su corazón, por lo mismo quedan sujetos a las penas establecidas por el
derecho.
Compárese
con la fórmula empleada en la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II (en
sustancia se emplearon las mismas fórmulas en canonizaciones anteriores): En honor
a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica y
crecimiento de la vida cristiana, con la autoridad de nuestro Señor
Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y la
Nuestra, después de haber reflexionado largamente, invocando muchas
veces la ayuda divina y oído el parecer de numerosos hermanos en el
episcopado, declaramos y definimos Santos a los Beatos Juan XXIII y
Juan Pablo II y los inscribimos en el Catálogo de los Santos, y
establecemos que en toda la Iglesia sean devotamente honrados entre los
Santos.
En el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Benedicto
XVI añadió las siguientes oraciones a la ceremonia de canonización: «Santísimo Padre, Santa Iglesia, confiando en la promesa
del Señor de que enviaría el Espíritu de Verdad, que a lo largo de los tiempos
ha mantenido libre de error el supremo Magisterio, suplicamos fervientemente
que Vuestra Santidad inscriba a estos elegidos en el número de los santos», rezada
por el que presenta el santo al Papa. E «invoquemos, pues, al Espíritu
Santo, dador de vida, para que ilumine nuestras mentes y para que Cristo
Nuestro Señor no permita que erremos en tan importante cuestión», que la reza
el propio pontífice.
Algunos
autores han afirmado que la fórmula de canonización, o la fórmula de
canonización junto con las oraciones añadidas por Benedicto XVI, son
suficientes para que las canonizaciones sean un acto pontificio infalible. Al
examinar esta afirmación debemos tener en cuenta un principio fundamental que
rige las definiciones infalibles: que dichas definiciones poseen cierto
carácter jurídico por ser vinculantes para el sentir y el obrar de los fieles.
Por eso, todos los teólogos concuerdan en que sólo se da cuando se afirman y
promulgan con claridad, de conformidad con las reglas ordinarias del lenguaje y
la comunicación; la ley dudosa no obliga. Cuando tiene que ser infalible no
cabe duda razonable de que se dan los criterios para tal definición.
Ahora
bien, las fórmulas de canonización no reúnen los requisitos para constituir una
definición infalible. La fórmula invoca la autoridad del Sumo Pontífice como
vicario de Cristo y sucesor de San Pedro, pero su autoridad no se ciñe al acto
de proclamar una definición infalible. Lo esencial es que en ningún momento se
dice que se esté enseñando sobre una cuestión de fe y moral, ni se exige a los
fieles que crean o confiesen lo que se está proclamando, como tampoco se
declara que negar esa proclamación constituya herejía, sea anatema o conlleve
el apartamiento de la unidad de la Iglesia. La falta de tales condenaciones
excluye de por sí la condición de obligar a toda la Iglesia del modo que se
exige para que una enseñanza sea infalible, ya que son precisamente esas
declaraciones lo que la hace vinculante para la Iglesia. Las obligaciones se
imponen de un modo particular: tiene que haber una orden, una imposición que
obligue. En las definiciones infalibles es el estado de herejía, los anatemas y
el apartamiento de la unidad de la Iglesia si no se profesan tales doctrinas.
La presencia de la palabra definimos en la fórmula de canonización no es óbice
para ello. Para que una definición sea infalible, no basta con decir que se
está definiendo; es preciso cumplir los requisitos necesarios para la
definición. Y tampoco podemos suponer que la palabra latina definimus signifique
necesariamente que se esté definiendo una doctrina de fe. La palabra tiene un
sentido más general y jurídico de dirimir en una controversia de fe y moral.
Este sentido general fue reconocido por los padres del Concilio Vaticano I, y
lo distinguieron claramente del sentido concreto de definitio en
las definiciones infalibles.
Tampoco
alteran en nada las oraciones añadidas por Benedicto XVI el carácter no
infalible de las canonizaciones. La alusión que se hace en dichas oraciones a
que el Espíritu Santo mantenga el magisterio libre de error no es una
afirmación de que la canonización en sí sea un acto infalible, y tampoco es una
declaración con autoridad, ya que no la hace el Papa. La oración que hace el
Pontífice no es de ninguna manera declaración ni garantía de infalibilidad. Que
el Papa quiera hacer algo que no es erróneo y que haga algo exento de error son
dos cosas diferentes. Las oraciones que añadió Benedicto XVI piden a Dios que
impida que el decreto de canonización sea erróneo, no que sea una declaración
infalible. Sería superfluo pedirlo si se dieran las condiciones necesarias para
un acto de infalibilidad papal, y por tanto esas oraciones no están vinculadas
a definiciones infalibles. Las oraciones que en algunos casos se afirma que han
precedido a tales definiciones tienen por objeto discernir si es posible y
oportuno proclamar una definición infalible; no se refieren a la infalibilidad
de la definición en sí.
2) El acto de canonización no tiene por
qué ajustarse a las condiciones para la infalibilidad definidas por la Iglesia.
Uno de los aspectos más inquietantes de la frecuente insistencia en la
infalibilidad de las canonizaciones es que al parecer los partidarios de la
infalibilidad de éstas no han entendido la razón de ser del carisma de la
infalibilidad del Papa. Su finalidad es que el Pontífice pueda enseñar y
salvaguardar con plena certeza la revelación divina. Esto lo deja claro Pastor Aeternus:
«Los Romanos Pontífices, también, como las circunstancias del tiempo o el
estado de los asuntos lo sugerían, algunas veces llamando a concilios
ecuménicos o consultando la opinión de la Iglesia dispersa por todo el mundo,
algunas veces por sínodos particulares, algunas veces aprovechando otros medios
útiles brindados por la divina providencia, definieron como doctrinas a ser
sostenidas aquellas cosas que, por ayuda de Dios, ellos supieron estaban en
conformidad con la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas. Así el
Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos
pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que,
por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la
revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe.
»Ciertamente su apostólica doctrina fue abrazada por todos los venerables
padres y reverenciada y seguida por los santos y ortodoxos doctores, ya que
ellos sabían muy bien que esta Sede de San Pedro siempre permanece libre de
error alguno, según la divina promesa de nuestro Señor y Salvador al príncipe
de sus discípulos: «Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y cuando hayas
regresado fortalece a tus hermanos”» (Lc.22, 32).
La
finalidad de la infalibilidad pontificia fija límites al contenido de las
definiciones papales infalibles. Si una declaración pontificia no se ocupa ni
de una verdad de religión contenida en la Divina Revelación ni de algo que esté
tan estrechamente relacionado con el depósito revelado que la propia Revelación
estaría en peligro si no se hiciera una definición totalmente segura al respecto,
no puede ser una declaración infalible. Los partidarios de la infalibilidad de
las canonizaciones no han movido un dedo para explicar la relación entre las
canonizaciones y el depósito revelado de la Fe. Se diría que consideran la
infalibilidad una prerrogativa del cargo de papa que tiene por objeto salvar al
Pontífice del peligro de quedar desacreditado por el error, en vez de ser un
don de Dios destinado a proteger la Fe que el Señor ha dado a la Iglesia.
Podría
objetarse que no estamos autorizados a decidir por nosotros mismos si una
doctrina del Papa tiene que ver con asuntos de fe y costumbres; que sólo el
Pontífice podría decidir en ese sentido. Si bien esta observación es correcta,
no refuta el argumento aquí planteado. En el caso de las definiciones papales
infalibles, podemos tener la certeza de que las enseñanzas están
fundamentalmente ligadas a la revelación divina porque lo dicen las propias
definiciones. Esta afirmación es ingrediente esencial de una definición
infalible, como vimos más arriba. Se hizo tanto en la definición de la
Inmaculada Concepción como en la de la Asunción, que incluye frases como «afirmamos y definimos que ha sido revelada por Dios, y
de consiguiente, qué debe ser creída firme y constantemente por todos los
fieles» y «declaramos, afirmamos y
definimos que ha sido revelada por Dios». Precisamente con la inclusión
de semejantes frases en declaraciones autoritarias determina y declara el Papa
que el contenido de tales declaraciones ha sido revelado por Dios o está
esencialmente ligado a la Divina Revelación. Estas frases faltan en la fórmula
de canonización, por lo que dicha fórmula carece de fundamentos para afirmar
que el Papa cree que las declaraciones hechas con esta fórmula tengan la menor
relación con la Divina Revelación. De aceptar que las canonizaciones tienen que
ver con la Revelación, a pesar de la ausencia total de referencias a tal
relación en el rito de canonización, habría que aducir argumentos que lo
corroborasen.
Es evidente que la santidad de las personas de la época postapostólica
no entra en la Divina Revelación ni se puede deducir lógicamente de ella. Por
eso, si se quieren vincular las canonizaciones a la Divina Revelación, tiene
que ser porque se proclamen como verdades dogmáticas. Ejemplo clásico de semejantes
verdades dogmáticas es la afirmación de que las cinco proposiciones jansenistas
condenadas están, según las reglas ordinarias de interpretación del lenguaje,
en el Agustinus de Jansenio. Es evidente que ello no es
parte de la Divina Revelación; pero como las proposiciones condenadas
contradicen la Divina Revelación, y el libro en cuestión (al contrario de lo
que afirman los jansenistas) declara esas proposiciones, el Papa tiene
autoridad para enseñar de manera infalible que las proposiciones están contenidas
en ese libro. Esa autoridad es necesaria porque el carisma de infalibilidad del
Papa no sólo tiene por objeto proclamar la verdad abstracta de la doctrina,
sino también proteger la fe de los católicos. Si el alcance del carisma no
llegara a discernir y condenar afirmaciones heréticas particulares y concretas,
como las contenidas en el libro de Jansenio, no serviría para proteger la fe.
Parecer
ser que se dan casos en que la santidad de una persona determinada es una
verdad dogmática. Por eso, nuestra tesis de que las canonizaciones en sí están
fuera del ámbito de la infalibilidad pontificia. La afirmación de que los
motivos por los que una persona es santa constituyen una verdad dogmática no
siempre se dan en las canonizaciones, y por tanto éstas no siempre son
definiciones infalibles. Hace falta algún otro elemento para que la santidad de
una persona sea una realidad dogmática. Ese elemento se puede dar de dos
maneras: que la verdad de la canonización esté forzosamente relacionada con la
verdad de la doctrina infalible de la Iglesia en materia de fe y costumbres, o
que sea una consecuencia necesaria del hecho de que la Iglesia es guiada en
general por el Espíritu Santo.
El
primero de los dos casos se da cuando la doctrina de un santo concreto ha sido tan
ampliamente adoptada por el magisterio infalible de la Iglesia que negar la
santidad de la persona supondría poner en duda ese mismo magisterio. Ejemplo de
ello serían las doctrinas de San Atanasio, San Agustín y San Cirilo de
Alejandría. Estos santos desempeñaron un papel preponderante en la conformación
de la doctrina de la Iglesia con su obra teológica personal. Rechazar su
santidad equivaldría a poner en tela de juicio la propia doctrina. En tal caso,
por lo tanto, la Iglesia debe considerarse infalible en la proclamación de su
santidad.
El
segundo caso se da cuando la devoción al santo ha sido tan importante y
generalizada en la Iglesia que negar la santidad personal sembraría dudas sobre
el papel del Espíritu Santo en la dirección de la Iglesia. Pongamos un ejemplo
hipotético, deliberadamente extremo, para que se entienda con claridad. Digamos
que un biblista publica un documento que supuestamente prueba que durante la
persecución decretada por Nerón, y después de haber escrito sus epístolas, San Pablo
cayó en la apostasía, traicionó a otros cristianos de la Iglesia de Roma y
terminó sus días como un pagano pensionado por el Imperio, bajo un nombre
supuesto. Independientemente de cualquier objeción que pueda oponerse a esta
hipótesis, los católicos tendrían que rechazarla por ser sencillamente
incompatible con la amplia veneración de que ha sido objeto San Pablo y que la
Iglesia tanto ha promovido. Sería imposible que el Espíritu Santo permitiera
tan amplia veneración si San Pablo no hubiera sido realmente santo y mártir.
Casos
como los anteriores pueden ser argumentos a favor de que una canonización sea
un acto infalible de la Iglesia. Pero esos casos no siempre se dan en las
canonizaciones, y por ello las canonizaciones no son en sí infalibles.
Ahora
bien, no debemos poner fin a nuestro escrito con esta conclusión. La naturaleza
de las canonizaciones que son verdades dogmáticas nos permite profundizar en el
debate sobre la infalibilidad de las canonizaciones, y no limitarnos a rechazar
sin más el consenso teológico anterior sobre su infalibilidad. Hemos hablado de
la infalibilidad de los decretos pontificios de canonización en sí. Se ha
rechazado su infalibilidad a partir de los criterios que permiten reconocer las
definiciones infalibles en materia de fe y costumbres, criterios que tienen que
ver con la manera concreta de expresar las supuestas definiciones tomadas en el
contexto del documento en que se proclamaron.
Pero no
es ésta la única manera de evaluar las canonizaciones, y puede que no fuera ésta
la postura de Benedicto XIV cuando hacia 1730 propuso la tesis de la
infalibilidad de las canonizaciones. En vez de fijarnos en los decretos
pontificios de canonización en sí, podemos considerarlos en el contexto de la
totalidad del proceso previo a la canonización. Si lo entendemos tal como
estableció Benedicto XIV y como se practico durante bastantes siglos –un
riguroso escrutinio de la vida del candidato, la exigencia de esperar décadas o
siglos para eliminar presiones y motivaciones externas y para que puedan
aflorar pruebas históricas de la máxima precisión, mayor rigor con respecto a
los milagros obrados por intercesión del candidato–, podemos llegar a la
conclusión de que, en conjunto, el proceso fue infalible. Podemos pensar con
razones fundadas que sea incompatible con la guía del Espíritu Santo que la
Iglesia yerre en una labor tan dedicada, perseverante, sincera y concienzuda.
Pero este motivo para creer en la infalibilidad general de los procesos
anteriores de canonización no se aplica a decretos más recientes que
deliberadamente han abandonado tan cuidadosa y objetiva indagación de la
verdad. Tendría que tener mucha desfachatez la Iglesia para esperar que el
Espíritu Santo supliera la desconsiderada falta de una investigación honrada y
razonable mediante una intervención milagrosa que impidiera las consecuencias
de tan gran irresponsabilidad.
Esto
sugiere criterios para determinar si una canonización no es infalible y si un
proceso de canonización ha errado dando lugar a la veneración de alguien que no
disfruta de la visión beatífica. Se podría decir que una canonización no es
infalible cuando ha habido deficiencias graves en el proceso mismo de
canonización. Esas deficiencias demuestran que la Iglesia no ha tomado las
medidas pertinentes para recabar la asistencia del Espíritu Santo y evitar así
una canonización errónea. Lógicamente, la falta de infalibilidad no quiere
decir que el canonizado no sea santo. Por ejemplo, el padre Pío fue canonizado
según el gravemente deficiente procedimiento introducido por Juan Pablo II en
1983, pero eso no quiere decir que no sea santo o que no deba venerársele como
tal. Una canonización sería errónea cuando, sopesando todas las probabilidades
y teniendo en cuenta todas las pruebas aportadas durante el proceso y la vida
del canonizado, el peso de la evidencia indicara claramente que hubo graves
deficiencias o errores en el proceso, así como que el canonizado no dio
muestras de virtudes heroicas, sino de haber cometido graves pecados que no
fueron expiados mediante una penitencia heroica. Naturalmente, calificar de
errónea una canonización exige una investigación considerable, concienzuda,
detenida e inteligente, y en el presente artículo no vamos a aventurar ninguna
en concreto.
Hemos
llegado, pues, a una conclusión definida con más precisión que las propuestas
al principio de este texto. No estamos obligados a sostener que las
canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II fueron infalibles, porque no
reunían los requisitos exigidos para tal infalibilidad. Sus canonizaciones no
tienen que ver con la doctrina de la fe, ni fueron consecuencia de una devoción
central para la vida de la Iglesia, como tampoco fueron el resultado de una
indagación rigurosa y concienzuda. Pero tampoco podemos excluir a todas las
canonizaciones del carisma de la infalibilidad; podemos seguir afirmando que
las que fueron fruto de los minuciosos procedimientos que se seguían en siglos
anteriores se beneficiaron de ese carisma. Así pues, aunque la conclusión de
nuestro trabajo ha resultado más estricta de lo esperado, la enseñanza que se
desprende es de mayor alcance: que volver a los métodos anteriores de
canonización significaría recuperar la guía del Espíritu Santo en un terreno
importantísimo para la Iglesia.
Dr. R.T. Lamont
(Traducido por Bruno
de la Inmaculada. Artículo original)
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