Ante autoridades,
sociedad civil y cuerpo diplomático.
Por: n/a | Fuente: ACI Prensa
En el primer discurso pronunciado en Irlanda
para participar en el Encuentro Mundial de las Familias de Dublín, el Papa
Francisco condenó nuevamente el crimen de los abusos a menores cometidos por
miembros del clero.
En su discurso, pronunciado en el Castillo de
Dublín ante las autoridades, representantes de la sociedad civil y miembros del
cuerpo diplomático, el Santo Padre afirmó que “el
fracaso de las autoridades eclesiásticas –obispos, superiores religiosos,
sacerdotes y otros– al afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes ha
suscitado justamente indignación y permanece como causa de sufrimiento y
vergüenza para la comunidad católica”.
A continuación, el texto
completo pronunciado por el Papa Francisco:
Taoiseach (Primer Ministro), Miembros del
Gobierno y del Cuerpo Diplomático, Señoras y señores:
Al comienzo de mi visita en Irlanda, agradezco
la invitación para dirigirme a esta distinguida Asamblea, que representa la
vida civil, cultural y religiosa del país, junto al Cuerpo diplomático y a los
demás asistentes.
Doy las gracias por la acogida amistosa que me
ha dispensado el Presidente de Irlanda y que refleja la tradición de cordial
hospitalidad por la que los irlandeses son conocidos en todo el mundo. Valoro
además la presencia de una delegación de Irlanda del Norte.
Como sabéis, la razón de mi visita es la
participación en el Encuentro Mundial de las Familias, que se realiza este año
en Dublín. La Iglesia es efectivamente una familia de familias, y siente la
necesidad de ayudar a las familias en sus esfuerzos para responder fielmente y
con alegría a la vocación que Dios les ha dado en la sociedad.
Este Encuentro es una oportunidad para las
familias, no solo para que reafirmen su compromiso de fidelidad amorosa, de
ayuda mutua y de respeto sagrado por el don divino de la vida en todas sus
formas, sino también para que testimonien el papel único que ha tenido la
familia en la educación de sus miembros y en el desarrollo de un sano y próspero
tejido social.
Me gusta considerar el Encuentro Mundial de las
Familias como un testimonio profético del rico patrimonio de valores éticos y
espirituales, que cada generación tiene la tarea de custodiar y proteger.
No hace falta ser profetas para darse cuenta de
las dificultades que las familias tienen que afrontar en la sociedad actual,
que evoluciona rápidamente, o para preocuparse de los efectos que la quiebra
del matrimonio y la vida familiar comportarán, inevitablemente y en todos los
niveles, en el futuro de nuestras comunidades.
La familia es el aglutinante de la sociedad; su
bien no puede ser dado por supuesto, sino que debe ser promovido y custodiado
con todos los medios oportunos.
Es en la familia donde cada uno de nosotros ha
dado los primeros pasos en la vida. Allí hemos aprendido a convivir en armonía,
a controlar nuestros instintos egoístas, a reconciliar las diferencias y sobre
todo a discernir y buscar aquellos valores que dan un auténtico sentido y
plenitud a la vida.
Si hablamos del mundo entero como de una única
familia, es porque justamente reconocemos los nexos de la humanidad que nos
unen e intuimos la llamada a la unidad y a la solidaridad, especialmente con
respecto a los hermanos y hermanas más débiles.
Sin embargo, nos sentimos a menudo impotentes
ante el mal persistente del odio racial y étnico, ante los conflictos y
violencias intrincadas, ante el desprecio por la dignidad humana y los derechos
humanos fundamentales y ante la diferencia cada vez mayor entre ricos y pobres.
Cuánto necesitamos recobrar, en cada ámbito de
la vida política y social, el sentido de ser una verdadera familia de pueblos.
Y de no perder nunca la esperanza y el ánimo de perseverar en el imperativo
moral de ser constructores de paz, reconciliadores y protectores los unos de
los otros.
Aquí en Irlanda dicho desafío tiene una
resonancia particular, cuando se considera el largo conflicto que ha separado a
hermanos y hermanas que pertenecen a una única familia. Hace veinte años, la
Comunidad internacional siguió con atención los acontecimientos de Irlanda del
Norte, que llevaron a la firma del Acuerdo del Viernes Santo.
El Gobierno irlandés, junto con los líderes
políticos, religiosos y civiles de Irlanda del Norte y el Gobierno británico, y
con el apoyo de otros líderes mundiales, dio vida a un contexto dinámico para
la pacífica resolución de un conflicto que causó enormes sufrimientos en ambas
partes.
Podemos dar gracias por las dos décadas de paz
que han seguido a ese Acuerdo histórico, mientras que manifestamos la firme
esperanza de que el proceso de paz supere todos los obstáculos restantes y
favorezca el nacimiento de un futuro de concordia, reconciliación y confianza
mutua.
El Evangelio nos recuerda que la verdadera paz
es en definitiva un don de Dios; brota de los corazones sanados y reconciliados
y se extiende hasta abrazar al mundo entero. Pero también requiere de nuestra
parte una conversión constante, fuente de esos recursos espirituales necesarios
para construir una sociedad realmente solidaria, justa y al servicio del bien
común.
Sin este fundamento espiritual, el ideal de una
familia global de naciones corre el riesgo de convertirse solo en un lugar
común vacío. ¿Podemos decir que el objetivo de crear prosperidad económica
conduce por sí mismo a un orden social más justo y ecuánime? ¿No podría ser en
cambio que el crecimiento de una “cultura del
descarte” materialista, nos ha hecho cada vez más indiferentes ante los
pobres y los miembros más indefensos de la familia humana, incluso de los no
nacidos, privados del derecho a la vida?
Quizás el desafío que más golpea nuestras
conciencias en estos tiempos es la enorme crisis migratoria, que no parece
disminuir y cuya solución exige sabiduría, amplitud de miras y una preocupación
humanitaria que vaya más allá de decisiones políticas a corto plazo.
Soy consciente de la condición de nuestros
hermanos y hermanas más vulnerables —pienso especialmente en las mujeres que en
el pasado han sufrido situaciones de particular dificultad—. Considerando la
realidad de los más vulnerables, no puedo dejar de reconocer el grave escándalo
causado en Irlanda por los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia
encargados de protegerlos y educarlos.
El fracaso de las autoridades eclesiásticas
—obispos, superiores religiosos, sacerdotes y otros— al afrontar adecuadamente
estos crímenes repugnantes ha suscitado justamente indignación y permanece como
causa de sufrimiento y vergüenza para la comunidad católica. Yo mismo comparto
estos sentimientos.
Mi predecesor, el Papa Benedicto, no escatimó
palabras para reconocer la gravedad de la situación y solicitar que fueran
tomadas medidas «verdaderamente evangélicas, justas y eficaces» en respuesta a
esta traición de confianza (cf. Carta pastoral a los Católicos de Irlanda, 10).
Su intervención franca y decidida sirve todavía hoy de incentivo a los
esfuerzos de las autoridades eclesiales para remediar los errores pasados y
adoptar normas severas, para asegurarse de que no vuelvan a suceder.
Cada niño es, en efecto, un regalo precioso de
Dios que hay que custodiar, animar para que despliegue sus cualidades y llevar
a la madurez espiritual y a la plenitud humana. La Iglesia en Irlanda ha
tenido, en el pasado y en el presente, un papel de promoción del bien de los
niños que no puede ser ocultado.
Deseo que la gravedad de los escándalos de los
abusos, que han hecho emerger las faltas de muchos, sirva para recalcar la
importancia de la protección de los menores y de los adultos vulnerables por
parte de toda la sociedad. En este sentido, todos somos conscientes de la
urgente necesidad de ofrecer a los jóvenes un acompañamiento sabio y valores
sanos para su camino de crecimiento.
Queridos amigos:
Hace casi noventa años, la Santa Sede estuvo
entre las primeras instituciones internacionales que reconocieron el libre
Estado de Irlanda. Aquella iniciativa señaló el principio de muchos años de
armonía y colaboración solícita, con una única nube pasajera en el horizonte.
Recientemente, gracias a un esfuerzo intenso y a
la buena voluntad por ambas partes se ha llegado a un restablecimiento
esperanzador de aquellas relaciones amistosas para el bien recíproco de todos.
Los hilos de aquella historia se remontan a más
de mil quinientos años atrás, cuando el mensaje cristiano, predicado por
Paladio y Patricio, echó sus raíces en Irlanda y se volvió parte integrante de
la vida y la cultura irlandesa. Muchos “santos y estudiosos” se sintieron inspirados
a dejar estas costas y llevar la nueva fe a otras tierras.
Todavía hoy, los nombres de Columba, Columbano,
Brígida, Galo, Killian, Brendan y muchos otros son honrados en Europa y en
otros lugares. En esta isla el monacato, fuente de civilización y creatividad
artística, escribió una espléndida página de la historia de Irlanda y del
mundo.
Hoy, como en el pasado, hombres y mujeres que
habitan este país se esfuerzan por enriquecer la vida de la nación con la
sabiduría nacida de la fe. Incluso en las horas más oscuras de Irlanda, ellos
han encontrado en la fe la fuente de aquella valentía y aquel compromiso que
son indispensables para forjar un futuro de libertad y dignidad, justicia y
solidaridad. El mensaje cristiano ha sido parte integrante de tal experiencia y
ha dado forma al lenguaje, al pensamiento y a la cultura de la gente de esta
isla.
Rezo para que Irlanda, mientras escucha la
polifonía de la discusión político-social contemporánea, no olvide las
vibrantes melodías del mensaje cristiano que la han sustentado en el pasado y
pueden seguir haciéndolo en el futuro.
Con este pensamiento, invoco cordialmente sobre
vosotros y sobre todo el querido pueblo irlandés bendiciones divinas de
sabiduría, alegría y paz. Gracias.
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