Texto completo de la Carta que el Papa Francisco
dirige a los católicos del mundo tras “Informe de Pensilvania” en donde el Gran
Juardo refiere denuncias que detalla abusos cometidos por sacerdotes de seis
diócesis en Estados Unidos, en los últimos 70 años.
CARTA DEL SANTO PADRE
FRANCISCO AL PUEBLO DE DIOS
«Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26).
Estas
palabras de san Pablo resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez
más el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de
poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas
consagradas. Un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en
primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la
comunidad, sean creyentes o no creyentes. Mirando hacia el pasado nunca será
suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando
hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura
capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no
encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las
víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una
vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de
los adultos en situación de vulnerabilidad.
- SI
UN MIEMBRO SUFRE
En los
últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al
menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia
en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si bien se pueda
decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado, sin embargo, con el
correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las víctimas y
constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con
fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura
de muerte; las heridas “nunca prescriben”. El
dolor de estas víctimas es un gemido que clama al cielo, que llega al alma y
que durante mucho tiempo fue ignorado, callado o silenciado. Pero su grito fue
más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o, incluso, que
pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la
complicidad. Clamor que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué
parte quiere estar.
El
cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la historia
porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres: «Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del
trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de
bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos
vergüenza cuando constatamos que nuestro estilo de vida ha desmentido y
desmiente lo que recitamos con nuestra voz. Con vergüenza y arrepentimiento,
como comunidad eclesial, asumimos que no supimos estar donde teníamos que
estar, que no actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la gravedad del daño
que se estaba causando en tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los
pequeños. Hago mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el
Via Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de
tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta
suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar
completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […] La traición de los discípulos, la recepción
indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor dolor del
Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que gritarle desde lo
profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)»
(Novena Estación).
- TODOS
SUFREN CON ÉL
La
magnitud y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera
global y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de
conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta. Hoy
nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos
vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado la omisión pudo
convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la solidaridad,
entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta en nuestro modo de
hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde los conflictos, las
tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo de abuso puedan encontrar
una mano tendida que las proteja y rescate de su dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii
gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige, a su vez, denunciar todo aquello
que ponga en peligro la integridad de cualquier persona. Solidaridad que
reclama luchar contra todo tipo de corrupción, especialmente la espiritual,
«porque se trata de una ceguera cómoda y autosuficiente donde todo termina
pareciendo lícito: el engaño, la calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles
de autorreferencialidad, ya que “el mismo Satanás
se disfraza de ángel de luz (2 Co 11,14)”» (Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir con el que sufre es el
mejor antídoto contra cualquier intento de seguir reproduciendo entre nosotros
las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de mi
hermano?» (Gn 4,9). Soy
consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del
mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den seguridad y
protejan la integridad de niños y de adultos en estado de vulnerabilidad, así
como de la implementación de la “tolerancia cero”
y de los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen o
encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y
sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor
cultura del cuidado en el presente y en el futuro. Conjuntamente con esos
esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se sienta involucrado en
la transformación eclesial y social que tanto necesitamos. Tal transformación
exige la conversión personal y comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma
dirección que el Señor mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos partido de la contemplación
de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos
con los que él mismo ha querido identificarse» (Carta ap. Novo
millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde el Señor mira, a estar donde
el Señor quiere que estemos, a convertir el corazón ante su presencia. Para
esto ayudará la oración y la penitencia. Invito a todo el santo Pueblo fiel de
Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del
Señor,[1] que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso
con una cultura del cuidado y el “nunca más” a
todo tipo y forma de abuso. Es imposible imaginar una conversión del accionar
eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de
Dios. Es más, cada vez que hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir
a pequeñas élites al Pueblo de Dios construimos comunidades, planes,
acentuaciones teológicas, espiritualidades y estructuras sin raíces, sin
memoria, sin rostro, sin cuerpo, en definitiva, sin vida[2]. Esto se manifiesta
con claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia —tan
común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso
sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo, esa actitud que «no solo anula la personalidad de los cristianos, sino
que tiene una tendencia a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el
Espíritu Santo puso en el corazón de nuestra gente».[3] El clericalismo,
favorecido sea por los propios sacerdotes como por los laicos, genera una
escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los
males que hoy denunciamos. Decir no al abuso, es decir enérgicamente no a cualquier
forma de clericalismo. Siempre es bueno recordar que el Señor, «en la historia
de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin
pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que
Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama de relaciones
interpersonales que se establecen en la comunidad humana: Dios quiso entrar en
una dinámica popular, en la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et
exsultate, 6). Por tanto, la única manera que tenemos para responder a este
mal que viene cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos involucra
y compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia de sentirnos parte de un
pueblo y de una historia común hará posible que reconozcamos nuestros pecados y
errores del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse renovar desde
dentro. Todo lo que se realice para erradicar la cultura del abuso de nuestras
comunidades, sin una participación activa de todos los miembros de la Iglesia,
no logrará generar las dinámicas necesarias para una sana y realista
transformación. La dimensión penitencial de ayuno y oración nos ayudará como
Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de nuestros hermanos heridos,
como pecadores que imploran el perdón y la gracia de la vergüenza y la
conversión, y así elaborar acciones que generen dinamismos en sintonía con el
Evangelio. Porque «cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la
frescura del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas
de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado
para el mundo actual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11). Es
imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con dolor y
vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e
incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los más
vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La conciencia de
pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las heridas generadas
en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más con el presente en un
camino de renovada conversión. Asimismo, la penitencia y la oración nos ayudará
a sensibilizar nuestros ojos y nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a
vencer el afán de dominio y posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos
males. Que el ayuno y la oración despierten nuestros oídos ante el dolor
silenciado en niños, jóvenes y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de
justicia e impulse a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones
judiciales que sean necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a
comprometernos desde la verdad y la caridad con todos los hombres de buena
voluntad y con la sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de abuso
sexual, de poder y de conciencia. De esta forma podremos transparentar la
vocación a la que hemos sido llamados de ser «signo e instrumento de la unión
íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II,
Const. dogm. Lumen gentium, 1). «Si un miembro sufre, todos sufren
con él», nos decía san Pablo. Por medio de la actitud orante y penitencial
podremos entrar en sintonía personal y comunitaria con esta exhortación para
que crezca entre nosotros el don de la compasión, de la justicia, de la
prevención y reparación. María supo estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo
hizo de cualquier manera, sino que estuvo firmemente de pie y a su lado. Con
esta postura manifiesta su modo de estar en la vida. Cuando experimentamos la
desolación que nos produce estas llagas eclesiales, con María nos hará bien
«instar más en la oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales,
319), buscando crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera
discípula, nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el
sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es
aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo. Que
el Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para
poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra
decisión de luchar con valentía.
Vaticano, 20 de agosto de 2018
Francisco
[1] «Esta clase de demonios solo se expulsa con la oración y el ayuno»
(Mt 17,21).
[2] Cf. Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo
2018).
[3] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia
Comisión para América Latina (19 marzo 2016).
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