La Iglesia, comunidad de los santos, en el sacramento
de la penitencia se manifiesta y actúa como comunidad sacerdotal de
misericordia y perdón.
1. Como dice el concilio Vaticano II, “el carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la
comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes”
(Lumen Gentium, 11). En la catequesis de hoy queremos descubrir el reflejo de
esta verdad en el sacramento de la reconciliación, que tradicionalmente es
llamado sacramento de la penitencia. En él se realiza un ejercicio real del “sacerdocio universal”, común a todos los
bautizados, porque es tarea fundamental del sacerdocio eliminar el obstáculo
del pecado, que impide la relación vivificante con Dios. Ahora bien, este
sacramento fue instituido para el perdón de los pecados cometidos después del
bautismo y en él los bautizados desempeñan un papel activo. No se limitan a
recibir un perdón ritual y formal, como sujetos pasivos. Al contrario, con la
ayuda de la gracia, toman la iniciativa de luchar contra el pecado, confesando
sus culpas y pidiendo perdón por ellas. Los bautizados saben que el sacramento
implica de su parte un acto de conversión. Y con esta conciencia participan
activamente y desempeñan su papel en el sacramento, como se desprende del mismo
rito.
2. Es preciso reconocer que en tiempos recientes se ha
manifestado en muchos lugares una crisis de la frecuencia de los fieles al
sacramento de la penitencia. Las razones, que guardan relación con las mismas
condiciones espirituales y socio-culturales de grandes estratos de la humanidad
de nuestro tiempo, pueden resumirse en dos.
Por una
parte, el sentido del pecado se ha debilitado también en la conciencia de
cierto número de fieles que, bajo el influjo del clima de reivindicación de una
libertad e independencia total del hombre, vigente en el mundo moderno,
experimentan dificultad para reconocer la realidad y la gravedad del pecado y
la propia culpabilidad, incluso delante de Dios.
Por otra,
hay algunos fieles que no ven la necesidad y la utilidad de recurrir al
sacramento, y prefieren pedir más directamente a Dios el perdón: en este caso experimentan dificultad para admitir una
mediación de la Iglesia en la reconciliación con Dios.
3. A estas dos dificultades responde brevemente el
Concilio, que considera el pecado en su doble aspecto de ofensa a Dios y de herida
a la Iglesia. Leemos en la Lumen Gentium: “Quienes
se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios
el perdón de la ofensa hecha a él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la
Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la
caridad, con el ejemplo y las oraciones” (n.11). Las palabras del
Concilio, sintéticas, meditadas e iluminadas, sugieren varias reflexiones
importantes para nuestra catequesis.
4. Ante todo, el Concilio recuerda que una característica
esencial del pecado es ser ofensa a Dios. Se trata de un hecho enorme, que
incluye el acto perverso de la criatura que, a sabiendas y voluntariamente, se
opone a la voluntad de su Creador y Señor, violando la ley del bien y entrando,
mediante una opción libre, bajo el yugo del mal. Es un acto de lesa majestad
divina, ante el cual santo Tomás de Aquino no duda en decir que “el pecado cometido contra Dios tiene una cierta
infinidad, en virtud de la infinidad de la majestad divina” (S.Th. III,
q. 1, a. 2, ad 2). Es preciso decir que es también un acto de lesa caridad
divina, en cuanto infracción de la ley de la amistad y alianza que Dios
estableció con su pueblo y con todo hombre mediante la sangre de Cristo; y, por
tanto, un acto de infidelidad y, en la práctica, de rechazo de su amor. El
pecado, por consiguiente, no es un simple error humano, y no comporta sólo un
daño para el hombre: es una ofensa hecha a Dios, en cuanto que el pecador viola
su ley de Creador y Señor, y hiere su amor de Padre. No se puede considerar el
pecado exclusivamente desde el punto de vista de sus consecuencias
psicológicas: el pecado adquiere su significado de la relación del hombre con
Dios.
5. Es Jesús quien (de manera especial en la parábola
del hijo pródigo) nos hace comprender que el pecado es ofensa al amor del
Padre, cuando describe el desprecio ultrajante de un hijo hacia la autoridad y
la casa de su padre. Son muy tristes las condiciones de vid las que se reduce
el hijo: reflejan la situación de Adán y sus
descendientes después del primer pecado. Pero el gran don que Jesús nos
hace con su parábola es la revelación consoladora y confortante del amor
misericordioso de un Padre que permanece con los brazos abiertos, en espera de
que vuelva el hijo pródigo, para apresurarse a abrazarlo y perdonarlo, borrando
todas las consecuencias del pecado y celebrando en su honor la fiesta de la
vida nueva (Cfr. Lc 15, 11.32). ¡Cuánta esperanza ha encendido en los
corazones! ¡¡Cuántos retornos a Dios ha facilitado, a lo largo de los siglos
cristianos, la lectura de esta parábola, referida por Lucas, quien con plena
razón ha sido definido “el escribano de la
mansedumbre de Cristo” (scriba mansuetudinis Christi)! El sacramento de
la penitencia pertenece a la revelación que Jesús nos hizo del amor y de la
bondad paterna de Dios.
6. El Concilio nos recuerda que el pecado es también
una herida infligida a la Iglesia. En efecto, todo pecado va contra la santidad
de la comunidad eclesial. Dado que todos los fieles son solidarios en la
comunidad cristiana, no existe nunca un pecado que no tenga algún efecto sobre
toda la comunidad. Como es verdad que el bien hecho por uno procura un
beneficio y una ayuda a todos, también es verdad, por desgracia, que el mal
cometido por uno va contra la perfección a la que todos tienden. Si cada alma
que se eleva levanta al mundo entero, como dice la beata Isabel Leseur, también
es verdad que todo acto de traición al amor divino perjudica a la condición
humana y empobrece a la Iglesia. La reconciliación con Dios es también
reconciliación con la Iglesia y, en cierto sentido, con toda la creación, cuya
armonía ha quedado violada por el pecado. La Iglesia es la mediadora de esta
reconciliación. Es un papel que le asignó su mismo Fundador, quien le confirió
la misión y el poder de “perdonar los pecados”. Toda
reconciliación con Dios se realiza, pues, en relación explícita o implícita,
consciente o inconsciente, con la Iglesia. Como escribe santo Tomás, “no puede existir salvación sin la unidad de Cuerpo
místico: nadie puede salvarse sin la Iglesia, como en el diluvio nadie se salvó
fuera del arca de Noé, símbolo de la Iglesia, tal como enseña san Pedro (1 Pe
3, 20.21 “) (S.Th. III, q. 73, a. 3; cfr. Suppl., q. 17, a. 1). Sin
duda, el poder de perdonar corresponde a Dios, y la remisión de los pecados es
obra del Espíritu Santo. Con todo, el perdón proviene de la aplicación al
pecador de la redención realizada en la cruz de Cristo (Cfr. Ef 1,7; Col
1,14.20), que confió a su Iglesia la misión y el ministerio de llevar en su nombre
la salvación a todo el mundo (Cfr. S.Th. III, q. 84, a. 1). El perdón, por
tanto, hay que pedirlo a Dios, y es Dios quien lo concede, pero no lo hace de
forma independiente de la Iglesia, fundada por Jesucristo para la salvación de
todos.
7. Sabemos que Cristo resucitado, para comunicar a
los hombres los frutos de su pasión y muerte, confirió a los Apóstoles el poder
de perdonar los pecados: “A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos” (Jn 20, 23). Como herederos de la misión y del poder de los
Apóstoles, los presbíteros, en la Iglesia, perdonan los pecados en nombre de
Cristo. Pero se puede decir que en el sacramento de la reconciliación el
ministerio específico de los sacerdotes no excluye, sino que comprende el
ejercicio del “sacerdocio común” de los
fieles, que confiesan sus pecados y piden el perdón bajo el influjo del
Espíritu Santo, que los convierte en su interior con la gracia de Cristo
redentor. Santo Tomás, cuando afirma este papel de los fieles, cita las famosas
palabra de san Agustín: “El que te creó sin ti, no
te justificará sin ti” (San Agustín, Super Ioannem, serm. 169, c. 11;
Santo Tomás, S.Th. III, q. 84, aa. 5 y 7).
El papel
activo del cristiano en el sacramento de la penitencia consiste en reconocer
sus propias culpas con una “confesión” que,
salvo casos excepcionales, se hace individualmente al sacerdote; con la
manifestación del propio arrepentimiento por la ofensa hecha a Dios: “contrición”; con la sumisión humilde al sacerdocio
institucional de la Iglesia, para recibir el “signo
eficaz” del perdón divino; con el ofrecimiento de la “satisfacción” impuesta por el sacerdote como
signo de participación personal en el sacrificio reparador de Cristo, que se
ofreció al Padre como hostia por nuestras culpas; y, finalmente, con la acción
de gracias por el perdón obtenido.
8. Conviene recordar que todo cuando hemos dicho vale
para el pecado que rompe la amistad con Dios y priva de la vida eterna y que,
por ello, se llama “mortal”. Recurrir al
sacramento es necesario cuando se ha cometido incluso un solo pecado mortal
(Cfr. Concilio de Trento, DS 1707). Pero el cristiano que cree en la eficacia
del perdón sacramental recurre al sacramento, también fuera del caso de
necesidad, con una cierta frecuencia, y encuentra en él el camino de una
creciente delicadeza de conciencia y de una purificación cada vez más profunda,
una fuente de paz, una ayuda en la lucha contra las tentaciones y en el
esfuerzo por llevar una vida más acorde con las exigencias de la ley y del amor
de Dios.
9. La Iglesia está al lado del cristiano, como
comunidad que “colabora a su conversión con la
caridad, con el ejemplo y las oraciones” (Lumen Gentium, 11). El
cristiano nunca queda solo, ni siquiera cuando se halla en estado de pecado:
siempre forma parte de la “comunidad sacerdotal”, que
lo sostiene con la solidaridad de la caridad, la fraternidad y la oración, para
obtenerle la reintegración en la amistad de Dios y en la compañía de los “santos”. La Iglesia, comunidad de los santos, en
el sacramento de la penitencia se manifiesta y actúa como comunidad sacerdotal
de misericordia y perdón.
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