La culpa de los
pecados y los delitos de una persona no debe cargarse a toda la comunidad.
Por: Pedro Luis Llera | Fuente: InfoCatolica.com
Soy director de un pequeño colegio católico. Por
lo tanto, tengo una responsabilidad dentro de la Iglesia: veintitantos
profesores, cuatro empleados de administración y servicios, casi trescientos
alumnos y doscientas y pico familias.
En realidad, todo lo que pase dentro del colegio
con los niños, con los profesores o con las familias cae bajo mi
responsabilidad. Desde que entran los niños al colegio por la mañana hasta que
salen por la tarde, la seguridad y en bienestar de esos niños es mi
responsabilidad, compartida con el resto del equipo docente: pero en última
instancia, la responsabilidad es siempre mía. Por eso todos mis profesores y yo
sabemos que debemos amar y cuidar a los niños como si fueran nuestros propios
hijos. Si un niños sufre acoso o maltrato por parte de otro niño, no miramos
hacia otro lado, sino que intervenimos inmediatamente y tratamos de solucionar
el problema lo mejor posible. Si un profesor sufriera algún tipo de acoso o de
menosprecio por parte de un compañero o de un padre, también tengo la
obligación de tomar cartas en el asunto. Si un padre sufre algún tipo de falta
de respeto por parte de algún profesor, otro tanto. Y así sucesivamente. El
director de un colegio y sus profesores somos responsables del bienestar y de
la integridad física y psicológica de nuestros alumnos. Incluso si tenemos la
sospecha fundada de que un niño sufre malos tratos fuera del colegio o dentro
de su propia casa, nuestra obligación – mi obligación – es presentar la
pertinente denuncia ante la policía para que la fiscalía de menores, los jueces
y los servicios sociales investiguen, intervengan en su caso, y tomen las
medidas oportunas para que el menor sea protegido debidamente.
Imagínense ustedes que un profesor o una
profesora abusara sexualmente de un niño de mi colegio: le faltaría campo para
correr… Yo mismo iría con los padres del niño a poner la denuncia pertinente y
ese profesor quedaría inmediatamente despedido. Lo que nunca haría sería echar
tierra encima, disimular, hacer como que no pasó nada, disculpar al agresor,
pedir que lo trasladen a otro colegio de la Fundación; y mucho menos, culpar al
propio niño… Ni menos aún ofrecerle dinero a la familia para impedir que se
presente la denuncia y acallar el escándalo. El alma de un niño vale más que
todo el universo junto.
¿Podría no darme cuenta yo
del peligro? Tal vez. ¿Podría no darse cuenta nadie del colegio del peligro?
Eso sería más difícil de creer. En cualquier caso, lo que no haría nunca sería
encubrir al degenerado. Y si luego me tuvieran que echar a mí, pues asumiría la
responsabilidad por no haber vigilado adecuadamente al profesor y por no haber
cuidado suficientemente al niño. Ahora bien: la culpa de los pecados y los
delitos de una persona no la tendría toda la comunidad educativa del colegio.
La tendría obviamente el delincuente y el responsable de que el delincuente hubiera
podido actuar (o sea yo). Y si en lugar de denunciar y echar a la calle al
pederasta lo que hago es encubrirlo, mi responsabilidad se multiplicaría
exponencialmente. Entonces sí que mi actitud cómplice resultaría imperdonable y
merecería ser juzgado y condenado tanto o casi tanto como al agresor. Y por
supuesto, yo tendría que ser echado a la calle o enviado a la cárcel junto con
el pederasta. ¿O no?
¿Tendría alguna culpa el
Patronato de quien depende el Colegio? Pues si no tenía información, evidentemente,
no. Otra cosa sería que al Patronato llegara alguna denuncia y
esa denuncia no fuera investigada o fuera silenciada sin más. Entonces, también
tendrían responsabilidad por omisión o por encubrimiento o por complicidad. Lo
que tengo claro es que el supuesto delito de mi profesor o mi responsabilidad
en caso de complicidad o encubrimiento no serían culpa de la Iglesia de Cádiz.
La Diócesis de Cádiz se vería afectada: claro que sí. Sufriría un daño por el
descrédito del profesor y del director de un colegio católico: por supuesto que sí. Todos sufrimos las
consecuencias de los pecados de los demás y los demás sufren las consecuencias
de mis pecados. Por eso es tan importante la santidad: que vivamos en gracia de
Dios. Porque nuestro pecado daña al conjunto de la Iglesia.
Pues bien, salvando las enormes distancias entre
un colegio pequeñito y la Iglesia universal, el paralelismo entre este
hipotético caso que acabo de contar y lo que está pasando con el tema de los
abusos sexuales y sus responsables resulta bastante evidente.
El Santo Padre escribía en su reciente Carta al Pueblo de
Dios:
“Con vergüenza y
arrepentimiento, como comunidad
eclesial, asumimos que no
supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo
reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en
tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños. Hago
mías las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via
Crucis escrito para el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de
tantas víctimas y, clamando, decía: «¡Cuánta
suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar
completamente entregados a él! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia! […]
La traición de los discípulos, la recepción indigna de su Cuerpo y de su
Sangre, es ciertamente el mayor dolor del Redentor, el que le traspasa el
corazón. No nos queda más que gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie,
eleison – Señor, sálvanos (cf. Mt 8,25)» (Novena Estación)”.
“No supimos estar donde
teníamos que estar”. “No actuamos a tiempo reconociendo la magnitud y la
gravedad del daño que se estaba causando en tantas vidas”. “Hemos
abandonado y descuidado a los pequeños”. No
entiendo la primera persona del plural ni mucho menos la expresión “como comunidad eclesial”: ¿quiénes no supieron estar donde tenían que estar? ¿quiénes no actuaron a
tiempo? ¿quiénes abandonaron y descuidaron a los pequeños? Porque
yo formo parte de esa comunidad eclesial y no tengo nada que ver ni con quienes
abusaron ni con quienes los encubrieron. Y doy por supuesto que el Santo Padre tampoco
tiene responsabilidad en estos deplorables casos. En todo caso, como católicos,
el Papa, ustedes y yo formamos parte de quienes sufrimos por el daño causado a
las víctimas y, por extensión, a toda la Iglesia. Como señala muy bien mi
querido amigo Alonso Gracián, “no
hay salvaciones colectivas ni condenaciones colectivas, no hay salvaciones en
comunidad ni condenaciones en comunidad al margen del estado de gracia o de
pecado de CADA persona concreta. Es cada hombre quien se salva o se condena”.
“Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución
eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de
una purificación (cf. Concilio de Lyon II: DS 856; Concilio de Florencia: DS
1304; Concilio de Trento: DS 1820), bien para entrar inmediatamente en la
bienaventuranza del cielo (cf. Concilio de Lyon II: DS 857; Juan XXII: DS 991;
Benedicto XII: DS 1000-1001; Concilio de Florencia: DS 1305), bien para
condenarse inmediatamente para siempre (cf. Concilio de Lyon II: DS 858;
Benedicto XII: DS 1002; Concilio de Florencia: DS 1306).”
En definitiva, y desde mi punto de vista, lo que
habría que hacer es limpiar la Iglesia
de tanta suciedad. Y deberían hacerlo lo antes posible quienes tienen el
deber y la autoridad para ello. Porque la “suciedad
en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente
entregados a él” ya apesta. Quienes no estuvieron donde tenían
que estar, quienes no actuaron a tiempo y quienes abandonaron y descuidaron a
los pequeños deben asumir sus responsabilidades o deben ser cesados de sus
puestos. Rezo para que se conviertan y que el Señor los perdone.
Repetiré una vez más lo que ya he escrito hasta
la saciedad: la culpa de la actual
crisis de la Iglesia es la falta de fe. Si no hay fe, no hay temor de
Dios ni comunión de los santos. Si pensamos que a Dios no le duelen nuestros
pecados, si creemos que le da igual que seamos justos que pecadores; si creemos
que los mandamientos están pasados de moda y que nada es pecado en realidad,
caemos en la anomia, en el relativismo moral, en la laxitud absoluta. Cuando
ponemos la conciencia personal subjetiva por encima de las leyes morales
universales, se puede llegar a justificar lo injustificable y se puede llegar a
considerar, por ejemplo, que la fornicación o el adulterio no son pecados
mortales y que puedes seguir comulgando y viviendo en gracia de Dios aunque
hayas engañado a tu mujer cien veces. Y si no tienes realmente la fe de la
Iglesia, puedes creer que comulgar es un derecho y un mero acto social, aunque
vivas en pecado mortal. Y eso conlleva un pecado aún mayor: el sacrilegio y la
profanación del Santísimo, realmente presente en la Hostia Consagrada. Pero
quien comulga así, como dice San Pablo, comulga su propia condenación. Pero
claro… como según estos modernistas nadie se condena y todos vamos al Cielo… No
pasa nada… ¡Pobres desdichados! Aquí todo el mundo va a comulgar pero nadie se
confiesa… Allá ellos y los malos pastores que no les advierten lo suficiente
sobre el peligro que corren.
María
Arratíbel lo expresa maravillosamente en su último
artículo titulado Pastores que
son lobos (como ven, me gusta mucho consultar y leer distintos
blogs, porque aprendo mucho de los buenos escritores):
“Toda crisis de la Iglesia es una crisis de fe. Y lo que hoy
veo en nuestra amada Iglesia es una profunda crisis de fe. No puedo no pensar
que casos como el del Cardenal McCarrick solamente pueden explicarse como el
inevitable comportamiento de quien ha perdido absolutamente la fe católica. No
puede tener ni un gramo de fe alguien que al parecer podría haber estado
durante años en situación de pecado mortal. Ni tiene fe católica quien con
tranquilidad le encubre sin corregir la situación. Tampoco tiene fe católica el
que trata la Eucaristía como una especie derecho de ingesta igualitario y
universal no discriminatorio, a buen seguro quien así trata al Señor en la
Eucaristía ya no cree que Él esté realmente presente en la misma. Transubstanciación,
otra palabra delicada…”
Algunos dicen y escriben que “en todo el tema, muy pesado, de abusos perpetrados
por miembros del clero convendría pasar página ya”. No estoy de
acuerdo en absoluto. Más bien estoy de acuerdo con el Papa Francisco cuando
afirma:
“Si bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado,
sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las
víctimas y constatamos que las
heridas nunca desaparecen y nos obligan a condenar con fuerza estas atrocidades,
así como a unir esfuerzos para erradicar esta cultura de muerte; las heridas «nunca prescriben». El dolor de estas víctimas es un gemido que
clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado,
callado o silenciado. Pero
su grito fue más fuerte que todas las medidas que lo intentaron silenciar o,
incluso, que pretendieron resolverlo con decisiones que aumentaron la gravedad
cayendo en la complicidad. Clamor que el Señor escuchó
demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar”.
Resulta ejemplar y muy
reconfortante la carta del obispo de
Madison (Wisconsin, EE.UU), Mons. Robert Morlino:
“Durante demasiado tiempo hemos
restado importancia a la realidad del pecado –nos hemos negado a llamar pecado
al pecado– y hemos excusado el pecado en nombre de una noción equivocada de
misericordia. En nuestros esfuerzos por abrirnos al mundo, nos hemos vuelto muy
dispuestos a abandonar el Camino, la Verdad y la Vida”.
“Es hora de ser honestos” –
afirma el obispo Morlino: “Caer en la trampa de
analizar los problemas de acuerdo con lo que la sociedad pueda considerar
aceptable o inaceptable es ignorar el hecho de que la Iglesia nunca ha aceptado NINGUNO de ellos, ni el abuso de niños ni el
uso de la sexualidad fuera del matrimonio. Ni el pecado de la sodomía, ni que los clérigos tengan relaciones
sexuales íntimas, ni el abuso ni la coacción por parte de aquellos con
autoridad.”
Y concluye Mons. Morlino:
«Es hora de admitir que hay una subcultura homosexual dentro de la
jerarquía de la Iglesia Católica que
está causando una gran devastación en la viña del Señor. La enseñanza de la Iglesia es clara en cuanto
a que la inclinación homosexual
no es pecaminosa en sí misma, pero está intrínsecamente desordenada de tal
manera que hace que un hombre afligido por ella sea incapaz de ser sacerdote».
Pues ya va siendo hora de coger el toro por los
cuernos, analizar las causas profundas de la actual crisis de la Iglesia y
actuar. La crisis, el desconcierto
doctrinal y la degradación moral van de la mano. Hay que seguir llamando
a la santidad: a la conversión. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de la
santidad. Sana Doctrina y vida ejemplar, regida por la caridad y la verdad.
Seamos luz en medio de tanta oscuridad. Recuperemos la decencia, la pureza, el
honor…
Que la Santísima Virgen, la
Purísima, la llena de gracia, nos ayude con su intercesión de Madre a ser
santos y a santificar la Iglesia: vivamos en gracia de Dios.
Santidad o muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario