miércoles, 29 de agosto de 2018

IMPRESIONANTES VISIONES DE LA VIDA DE SAN JUAN EL BAUTISTA


Juan el Bautista fue el profeta más importante. Fue el encargado de señalar a Jesús como el mesías. La Biblia nos habla poco de Juan. Lo hace especialmente referido a la visitación de María a Su madre, a su bautismo de Jesús y a su decapitación.
Pero algunos místicos y videntes manifiestan que han recibido visiones, del propio Jesús, que les ha mostrado a Juan y sus bautismos.

LAS VISIONES DE ANA CATALINA EMMERICH
ESCONDEN A JUAN EN EL DESIERTO
Zacarías e Isabel conocían el peligro que amenazaba a los niños. He visto a Isabel llevándose al niño Juan a un sitio muy retirado del desierto, a unas dos leguas de Hebrón. Zacarías los acompañó hasta un lugar donde atravesaron un arroyuelo. Allí se separó de ellos.
He visto que Juan, en el desierto, no llevaba sobre el cuerpo más que una piel de cordero, y a los dieciocho meses ya podía corres y saltar.
Tenía en la mano un bastoncito blanco, con el que jugaba como juegan los niños. Isabel llevó al niño Juan hasta una gruta. No sé cuánto tiempo estuvo allí oculta Isabel con el niño; probablemente quedó todo el tiempo hasta que no podía ya temerse la persecución de Herodes. Regresó con su hijo a Juta, pero volvió a huir cuando Herodes convocó a las madres que tenían hijos menores de dos años, lo cual tuvo lugar un año más tarde.

JUAN DA DE BEBER A JESÚS
Vi a la Sagrada Familia huyendo. Más allá de Hebrón entraron en el desierto donde se encontraba entonces el pequeño Juan, pasando a un tiro de flecha de la gruta donde estaba refugiado. El recipiente de agua y el cantarillo de bálsamo estaban vacíos. María estaba sedienta y triste, y el Niño también tenía sed. Pude ver al niño Juan lleno de inquietud y como si esperara algo. De la misma manera que se había estremecido en el seno de su madre, como queriendo ir al encuentro de su Señor, esta vez se halla excitado por la vecindad de su redentor, que está sediento. Tenía en la mano un bastoncito, en cuya alta punta flotaba una banderola de corteza.
Corrió impulsado por el Espíritu hasta el costado de una roca, y golpeó el suelo con su vara, brotando de inmediato agua abundante.
Juan corrió hacia el sitio donde caía, y allí se detuvo y vio a lo lejos a la Sagrada Familia. María alzó al Niño en los brazos y, señalando hacia el lugar, dijo: ‘Mira a Juan en el desierto’. Vi a Juan estremecerse de alegría junto al agua que caía; hizo una señal con su banderola y luego huyó a la soledad… José cavó una pequeña hondura, que pronto se llenó del agua, y cuando estuvo limpia todos bebieron.

EL PEQUEÑO JUAN SE QUEDA SOLO
Santa Isabel, avisada por un ángel antes de la matanza de los inocentes, se había refugiado con el pequeño Juan nuevamente en el desierto. Permaneció allí con el niño durante unos 40 días. Más tarde volvió a su hogar, y un esenio del monte Horeb fue al desierto para llevar alimentos al niño y ayudarle en sus necesidades. Este hombre, cuyo nombre he olvidado, era pariente de la profetisa Ana. Al principio iba cada semana y después cada quince días, mientras Juan necesitó ayuda. No tardó en llegar el momento en que al niño Juan le gustaba más estar en el desierto que entre los hombres.
Estaba destinado por Dios para crecer allí en toda inocencia, sin contacto con los hombres y sus maldades.
Juan, como Jesús, no fue a la escuela, y era instruido por el Espíritu Santo.

JUAN Y LOS ANIMALES
Tenía extraordinaria familiaridad con los animales, especialmente con los pájaros, que venían volando para posarse sobre sus hombros. Y mientras él les hablaba parecía que le comprendieran.
Los animales lo querían tanto que le servían en muchas cosas.
Lo llevaban a sus refugios o a sus nidos, y cuando los hombres se acercaban él podía huir a los escondites sin peligro. Se alimentaba de frutas silvestres y de raíces. No le costaba mucho encontrarlas pues los animales mismos lo conducían donde estaban y se las mostraban.

ZACARÍAS ES ASESINADO POR HERODES
Una vez que Zacarías fue al templo a llevar víctimas para el sacrificio, Isabel aprovechó su ausencia y fue a visitar a su hijo al desierto. Juan tendría unos seis años entonces. Zacarías no había ido a ver al niño nunca, de modo que si Herodes le preguntaba por el niño podía, sin mentir, responder que lo ignoraba. Se había hablado mucho del niño desde los primeros días de su vida.
Era conocido su nacimiento maravilloso y mucha gente afirmaba haberlo visto rodeado de resplandor.
Por esta causa Herodes quería apoderarse de él para matarlo. Repetidas veces Herodes había preguntado a Zacarías dónde se escondía el niño. Pero ahora, yendo Zacarías al templo, fue asaltado y maltratado por los soldados encargados de vigilarlo. Lo llevaron a una prisión en el flanco de la montaña Sión. El anciano fue torturado para que descubriese dónde se ocultaba su hijo, y como no pudieron obtener lo que deseaban terminaron por matarlo por orden de Herodes.

LA MUERTE DE ISABEL
Santa Isabel volvió del desierto a la ciudad de Juta para esperar la llegada de su marido. Al entrar en su casa conoció la triste noticia de la muerte de su esposo. Su dolor fue muy grande y parecía inconsolable. Retornó al desierto, quedándose allí con el niño, hasta su muerte, que aconteció poco tiempo antes que la Sagrada Familia volviera de Egipto. Después de esto, Juan se internó más en el desierto y se estableció junto a un pequeño lago. Allí vivió mucho tiempo porque lo vi fabricarse una cabaña o glorieta en medio de los arbustos, para pasar la noche. Era pequeña y baja, de modo que apenas podía acostarse para dormir.
Vi también que tenía una varilla atravesada en su bastoncito, de modo que formaba una cruz.

SE INICIA EL MINISTERIO DE JESÚS Y JUAN
Cuando Jesús se acercaba a los treinta años, José se iba debilitando cada vez más. Después de la muerte de José se trasladaron Jesús y María a un pueblito de pocas casas entre Cafarnaum y Betsaida. Luego Jesús partió de Cafarnaum, a través de Nazaret, hacia Hebrón, y comenzó a predicar. Juan recibió una revelación sobre el bautismo y, debido a ella, al salir del desierto cavó un pozo en las cercanías de la Tierra Prometida. En relación con el pozo que estaba haciendo Juan, tuve una visión sobre Elías. Lo vi en el desierto, desanimado y soñoliento. En ese momento fue cuando el ángel lo despertó y le dio de beber. Esto sucedió en el mismo lugar donde Juan iba a hacer la fuente y el pozo. Juan en medio de la fuente plantó un árbol especial, con brotes y espinas. El árbol, que parecía reseco y marchito, reverdeció. He visto después que Juan entró en el agua hasta medio cuerpo. Abrazaba con una mano al árbol y con la otra sostenía su bastoncito con el cual pegaba en el agua haciéndola saltar sobre su cabeza.
Cuando hacía esto vi que descendía una luz sobre él y se derramaba sobre él el Espíritu Santo, mientras dos ángeles aparecían en el borde de su fuente y le hablaban.
Después de esta obra salió Juan del desierto y fue hacia donde le esperaba la gente. Su presencia era imponente: alto de estatura, aunque delgado por los ayunos; de fuerte musculatura; de porte noble, atrayente, puro, sencillo y compasivo. El color del rostro bronceado, la cara demacrada y el continente serio y enérgico. Los cabellos castaño oscuros y crespos y la barba corta.

SU PREDICACIÓN
Juan no se dejaba impresionar por nada de lo que lo rodeaba y sólo hablaba de un asunto: hacer penitencia, pues se acercaba el Mesías. Todos le admiraban permaneciendo absortos en su presencia. Su voz era penetrante como una espada, potente y severa, pero con todo bondadosa. Se asociaba con toda clase de gentes y con los niños.
En todas partes iba directamente a su objetivo: no le importaba nada más, no pedía ni necesitaba cosa de nadie.

¡PREPARAD LOS CAMINOS DEL SEÑOR!
En ninguna parte se paraba mucho. Anduvo por los caminos de Galilea, alrededor del lago, sobre Tarichea y el Jordán, por Salem, en el desierto hacia Betel. Y cerca de Jerusalén, que no quiso tocar en toda su vida ya que sus quejas y lamentos estaban dirigidos muchas veces contra la ciudad depravada.
Aparecía siempre clamando: ‘¡Penitencia! ¡Preparad los caminos del Señor! ¡El Salvador viene!’.
Tres meses antes de empezar a bautizar recorrió Juan el país, por dos veces, anunciando al que habría de venir después de él. Su andar era acelerado, con pasos ligeros, sin descanso, pero sin agitación. No se asemejaba al caminar tranquilo del Salvador. Las palabras ‘preparad los caminos del Señor’ no eran sólo figuras retóricas. He visto que Juan recorría todos los caminos que Jesús y los apóstoles hicieron después, removiendo los obstáculos y allanando las dificultades. Limpiaba de matorrales y piedras los caminos y hacía sendas nuevas. Colocaba piedras en ciertos lugares de vado, limpiaba los canales, cavaba pozos, arreglaba fuentes obstruidas. Hacía asientos y comodidades, que después el Señor usó en sus viajes. Levantó techados donde Jesús más tarde reunió a sus oyentes o donde descansó de sus fatigas.

PREDICACIÓN DE JUAN EL BAUTISTA Y EL BAUTISMO DE JESÚS: VISIÓN DE MARÍA VALTORTA
EL ENTORNO DONDE BAUTIZA EL BAUTISTA
Veo una llanura despoblada de vegetación y de casas. No hay campos cultivados, y muy pocas y raras plantas reunidas aquí o allá en matas — vegetales familias — en los sitios en que el suelo está por debajo menos quemado. Imagine que este terreno quemado y baldío está a mi derecha — teniendo yo el norte a mis espaldas — y se prolonga hacia el Sur respecto a mí. A la izquierda veo un río de orillas muy bajas, que corre lentamente también de Norte a Sur. Por el movimiento lentísimo del agua comprendo que no debe haber desniveles en su lecho y que fluye por una llanura tan achatada que constituye una depresión. El movimiento es apenas suficiente para que el agua no se estanque formando un pantano. El agua es poco profunda, tanto que se ve el fondo; a mi juicio, no más de un metro, como mucho uno y medio. Tiene la anchura del Arno hacia S. Miniato-Empoli: yo diría que unos veinte metros. Pero no tengo buen ojo para calcular con exactitud. Es de un azul ligeramente verde hacia las orillas, donde, por la humedad del suelo, hay una faja tupida de hierba que alegra la vista, cansada de la desolación pedregosa y arenosa de cuanto se le extiende delante. Esa voz íntima que le he explicado que oigo y me indica lo que debo notar y saber me advierte que estoy viendo el valle del Jordán. Lo llamo valle porque se emplea esta palabra para indicar el lugar por donde corre un río, pero en este caso es impropio llamarlo así porque un valle presupone montes y yo aquí no veo montes cercanos. Pero, en fin, estoy en el Jordán, y el espacio desolado que observo a mi derecha es el desierto de Judá. Si es correcto llamarlo desierto en el sentido de un lugar donde no hay casas ni trabajo humano, no lo es según el concepto que nosotros tenemos de desierto. Aquí no se ven esas arenas onduladas que nosotros nos pensamos, sino sólo tierra desnuda, con piedras y detritus esparcidos. Es como los terrenos aluviales después de una crecida. En la lejanía, colinas. Además, junto al Jordán hay una gran paz, un algo especial, superior a lo común, como lo que se nota en las orillas del Trasimeno.
Es un lugar que parece guardar memoria de vuelos de ángeles y voces celestes.
No sé bien decir lo que experimento, pero me siento en un lugar que habla al espíritu. Mientras observo estas cosas, veo que la escena se puebla de gente a lo largo de la orilla derecha — respecto a mí — del Jordán. Hay muchos hombres, vestidos de diversas formas. Algunos parecen gente del pueblo, otros ricos. No faltan algunos que parecen fariseos por el vestido ornado de ribetes y galones.

EL RECONOCIMIENTO A JUAN EL BAUTISTA
Entre todos ellos, en pie sobre una roca, un hombre a quien, aunque sea la primera vez que lo veo, lo reconozco enseguida como el Bautista. Habla a la multitud, y le aseguro que no son palabras dulces. Jesús llamó a Santiago y a Juan “los hijos del trueno”… ¿Cómo llamar entonces a este vehemente orador? Juan Bautista merece el nombre de rayo, avalancha, terremoto…
¡Gran ímpetu y severidad, manifiesta, efectivamente, en su modo de hablar y en sus gestos!
Habla anunciando al Mesías y exhortando a preparar los corazones para su venida, extirpando de ellos los obstáculos y enderezando los pensamientos. Es un hablar vertiginoso y rudo. El Precursor no tiene la mano suave de Jesús sobre las llagas de los corazones. Es un médico que desnuda y hurga y corta sin miramientos.

LLEGA JESÚS AL LUGAR DEL BAUTISMO
Mientras lo escucho veo que mi Jesús se acerca a lo largo de un senderillo que va por el borde de la línea herbosa y umbría que sigue el curso del Jordán. Este rústico camino (más sendero que camino) parece dibujado por las caravanas y las personas que durante años y siglos lo han recorrido para llegar a un punto donde, por ser menos profundo el fondo del río es fácil vadearlo. El sendero continúa por el otro lado del río y se pierde entre la hierba de la orilla opuesta. Jesús está solo. Camina lentamente, acercándose, a espaldas de Juan. Se aproxima sin que se note y va escuchando la voz de trueno del Penitente del desierto. Como si fuera uno de tantos que iban a Juan para que los bautizara, y a prepararse a quedar limpios para la venida del Mesías. Nada le distingue a Jesús de los demás. Parece un hombre común por su vestir. Un señor en el porte y la hermosura, más ningún signo divino lo distingue de la multitud. Pero diríase que Juan ha sentido una emanación de espiritualidad especial. Se vuelve y detecta inmediatamente su fuente. Baja impetuosamente de la roca que le servía de púlpito y va deprisa hacia Jesús, que se ha detenido a algunos metros del grupo apoyándose en el tronco de un árbol. Jesús y Juan se miran fijamente un momento.
Jesús con esa mirada suya azul tan dulce; Juan con su ojo severo, negrísimo, lleno de relámpagos.
Los dos, vistos juntos, son antitéticos. Altos los dos — es el único parecido —, son muy distintos en todo lo demás. Jesús, rubio y de largos cabellos ordenados, rostro de un blanco marmóreo, ojos azules, atavío sencillo pero majestuoso. Juan, hirsuto, negro: negros cabellos que caen lisos sobre los hombros (lisos y desiguales en largura). Negra barba rala que le cubre casi todo el rostro, sin impedir con su velo que se noten los carrillos ahondados por el ayuno. Negros ojos febriles. Oscuro de piel, bronceada por el sol y la intemperie. Oscuro por el tupido vello que lo cubre. Juan está semidesnudo, con su vestidura de piel de camello (sujeta a la cintura por una correa de cuero), que le cubre el torso cayendo apenas bajo los costados delgados. Y dejando descubiertas las costillas en la parte derecha, esas costillas cubiertas por el único estrato de tejidos que es la piel curtida por el aire. Parecen un salvaje y un ángel vistos juntos.

EL BAUTISMO DE JESÚS POR JUAN BAUTISTA
Juan, después de escudriñarlo con su ojo penetrante, exclama:
– He aquí el Cordero de Dios. ¿Cómo es que viene a mí mi Señor?
Jesús responde lleno de paz:
– Para cumplir el rito de penitencia.
Jamás, mi Señor. Soy yo quien debe ir a ti para ser santificado, ¿y Tú vienes a mí?
Y Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, porque Juan se había inclinado ante Él, responde:
– Deja que se haga como deseo, para que se cumpla toda justicia y tu rito sea inicio para un más alto misterio y se anuncie a los hombres que la Víctima está en el mundo.
Juan lo mira con los ojos dulcificados por una lágrima y le precede hacia la orilla. Allí Jesús se quita el manto, la túnica y la prenda interior quedándose con una especie de pantalón corto. Luego baja al agua, donde ya está Juan, que lo bautiza vertiendo sobre su cabeza agua del río. La cual tomada con una especie de taza que lleva colgada del cinturón y que a mí me parece como una concha o una media calabaza secada y vaciada. Jesús es exactamente el Cordero. Cordero en el candor de la carne, en la modestia del porte, en la mansedumbre de la mirada. Mientras Jesús remonta la orilla y, después de vestirse, se recoge en oración. Juan lo señala ante las turbas y testifica que lo ha reconocido por el signo que el Espíritu de Dios le había indicado como señal infalible del Redentor. Pero yo estoy polarizada en mirar a Jesús orando, y sólo tengo presente esta figura de luz que resalta sobre el fondo de hierba de la ribera.

JESÚS EXPLICA A LA VIDENTE EL SENTIDO DEL BAUTISMO
Dice Jesús:
Juan no tenía necesidad del signo para sí mismo. Su espíritu, pre-santificado desde el vientre de su madre, poseía esa vista de inteligencia sobrenatural que habrían poseído todos los hombres sin la culpa de Adán. Si el hombre hubiera permanecido en gracia, en inocencia, en fidelidad para con su Creador, habría visto a Dios a través de las apariencias externas. En el Génesis se lee que el Señor Dios hablaba familiarmente con el hombre inocente y que éste no desfallecía ante aquella voz y no se equivocaba al discernirla. Era destino del hombre ver y entender a Dios, justamente como un hijo con su padre. Después vino la culpa, y el hombre ya no se ha atrevido a mirar a Dios, ya no ha sabido ni ver ni comprender a Dios. Y cada vez lo sabe menos. Pero Juan, mi primo Juan, quedó limpio de la culpa cuando la Llena de Gracia se inclinó amorosa a abrazar a Isabel, un tiempo estéril, entonces fecunda. El pequeñuelo saltó de júbilo en su seno, sintiendo caérsele de su alma la escama de la culpa, como costra que cae de una llaga que sana. El Espíritu Santo, que había hecho de María la Madre del Salvador, comenzó su obra de salvación, a través de María, vivo Sagrario de la Salvación encarnada, sobre este niño que había de nacer destinado a unirse a mí. No tanto por la sangre, cuanto por la misión que hizo de nosotros como los labios que forman la palabra. Juan los labios, Yo la Palabra. Él el Precursor en el Evangelio y en la suerte del martirio; Yo, quien perfeccionaba, con mi divina perfección, el Evangelio comenzado por Juan y el martirio por la defensa de la Ley de Dios. Juan no tenía necesidad de ningún signo. Pero la cerrazón de los demás lo requería. ¿En qué habría fundado Juan su aserción, sino sobre una prueba innegable que los ojos y oídos de los tardos hubieran percibido? Tampoco Yo tenía necesidad de bautismo. Pero la sabiduría del Señor había juzgado que ése era el momento y el modo del encuentro. E induciendo a Juan a salir de su cueva del desierto y a mí a salir de mi casa, nos unió en esa hora para abrir sobre mí los Cielos.
De donde habría de descender Él mismo, Paloma Divina, sobre aquel que bautizaría a los hombres con tal Paloma, y el anuncio, más potente que el angélico, porque provenía del Padre mío: “Éste es mi Hijo muy amado con quien me he complacido”.
Para que los hombres no tuvieran disculpas o dudas en seguirme o en no seguirme.

Fuentes:

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