Muchas cosas extrañas sucedieron durante los dos años previos a la
renuncia del papa Benedicto XVI: los Vatileaks, un Secretario de Estado (el
cardenal Bertone) que parecía empecinado en complicarle las cosas al Papa, y
una crisis que aparentaba estar fuera de su control. Solo lo aparentaba: lo que
en verdad ocurría era que numerosos cardenales involucrados en lo que luego
pasaría a llamarse “La Mafia de San
Galo” complotaban para forzar la partida del papa
Ratzinger de una sede con problemas, influyendo en la elección del “anti-Ratzinger” – sin duda, el anti-Ratzinger que
habían promovido en el cónclave anterior, el cardenal Bergoglio de Buenos
Aires.
Todo salió según lo planeado. Benedicto XVI se convenció, o lo
convencieron, de que no iba a poder resolver las cosas, y partió. Y
Bergoglio, el Espanto,
fue elegido. El Espanto fue el nombre que le dimos al pontificado que estaba
por comenzar, el mismo día de la elección de Bergoglio.
¡Y cómo nos criticaron y denigraron por eso! De hecho, si retroceden y leen esa publicación, escrita por un amigo
argentino que siguió todos los pasos de nuestra profunda cobertura de la
Iglesia en Argentina desde nuestros inicios, encontrarán que el Papa actual no
es acusado de herejía. ¡Ni una vez! No
es acusado de apostasía. Nos acusaron erróneamente con toda clase de males, cuando
en realidad nuestra preocupación con este Papa, y que terminó siendo totalmente
cierta, era su combinación de pésimas compañías en lo moral y su total
confusión doctrinal.
Lamentablemente,
sus amigos, los mismos que lograron que resultara elegido, obtuvieron lo mejor
de él. Desde el comienzo, tal como deja en claro el testimonio condenatorio
escrito por el arzobispo Viganó (en aquel tiempo, Nuncio Apostólico en los
Estados Unidos), Francisco utilizó todos los medios posibles, incluyendo la
maldad y el engaño, para ayudar a sus amigos, tales como el cardenal McCarrick,
y también el cardenal Danneels. Y utilizó todos los medios posibles para
castigar a quienes él veía como enemigos, tales como el cardenal Burke, el
arzobispo Léonard de Bruselas, y muchos otros.
Y
destruyó incontables vidas y vocaciones. ¿Recuerdan
a los Frailes Franciscanos de la Inmaculada? Sus hijos no los
recordarán. Gracias a este pontificado fallido, ni siquiera sabrán que una
joven, pujante, y tradicional orden de Franciscanos alguna vez existió.
Malvado
en la persecución de todo aquel con quien discrepaba; malvado en la
implementación intencional de confusión en la doctrina; malvado en negarse a
clarificar la confusión que él mismo generó – Francisco, con todo su maldad
totalitaria, acrecentó las tensiones en la Iglesia a niveles sin precedente
desde la Revuelta Protestante o la Revolución Francesa.
Pero esta
vez, la maldad revolucionaria proviene del interior de la Iglesia, de un tirano
de teología atrofiada, moral quebrada, y promotor del mal.
FRANCISCO
DEBE IRSE.
Un hedor
insoportable inunda el edificio de la Iglesia Católica. Emana del Trono de
Pedro, en el que un cuerpo se pudre frente a todo el universo. Los poderes del
mundo aún desfilan ante el cadáver, ofreciéndole honores seculares, pero los
fieles católicos se revuelven de espanto ante el nauseabundo espectáculo
pagano.
El papa
Francisco, Jorge Mario Bergoglio, está muerto. No está realmente difunto, pero
su presencia moral se ha ido. Su cuerpo moral es el cadáver repulsivo que se
sienta en la cátedra del príncipe de los apóstoles. Y sus únicos y verdaderos
seguidores – los liberales, los herejes, los apóstatas – ya están tramando cómo
reemplazarlo cuando ocurra lo inevitable.
Él ha
engañado, ha perseguido a los fieles verdaderos, ha confundido a los pequeños
en su fe, y se ha burlado de la tradición cada vez que pudo. Sobre todo, ha
mentido, y ha sido expuesto mintiendo, y ha sido presentado como un mentiroso
consumado que protege a una mafia de sacerdotes pervertidos y abusadores, sus
colaboradores más cercanos.
Todo lo
que resta es que tome el cuerpo moral corrupto que pesa sobre la Santa Madre
Iglesia, y se retire. La renuncia es la única solución posible tras cinco años
de creciente vergüenza y malos manejos intencionales.
El espanto que identificamos el primer día ha alcanzado su máxima
expresión, como una infrutescencia pustulosa de
corrupción: Sodoma en Roma.
(Traducido
por Marilina Manteiga. Artículo original)
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